Su enseñanza sobre la oración proviene del modo de orar aprendido en familia y de la experiencia vivida allí, pero sobre todo de su convicción profunda y esencial de ser el Hijo de Dios, y de su relación única con el Padre.

La íntima relación de Jesús con el Padre mediante la oración en su vida con la imagen del “canal secreto” que irriga toda su vida siguiendo el proyecto del amor del Padre.
Redescubrir…,la intimidad con Cristo, en la escuela de la Virgen María.
Recomendó a los enfermos que transcurran este período de espera y de oración más intensa ofreciendo al Señor que viene, sus sufrimientos por la salvación del mundo.
Invito a todos a una relación intensa con Dios, cultivando una oración constante, llena de confianza, capaz de iluminar la vida, para así comunicar a todos la alegría del encuentro con el Señor.

Catequesis de Benedicto XVI:


Texto completo:

Queridos hermanos y hermanas:

en las últimas catequesis reflexionamos sobre algunos ejemplos de oración en el Antiguo Testamento, hoy quisiera empezar a ‘mirar’ a Jesús, a su oración, que atraviesa toda su vida como un canal secreto que irriga su existencia, sus relaciones, sus gestos y que lo guía, con progresiva firmeza, hacia el don total de sí mismo, según el proyecto de amor de Dios Padre. Jesús es también el maestro de nuestra oración, aún más Él es nuestro apoyo activo y fraterno cada vez que nos dirigimos al Padre. En verdad, como sintetiza un título del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, «la oración es plenamente revelada y realizada en Jesús» (541-547). A Él es a quien queremos contemplar en nuestras próximas catequesis.

Un momento particularmente significativo de este camino suyo es la oración que sigue el bautismo al que se somete en el río Jordán. El Evangelista Lucas señala que Jesús, después de haber recibido, junto con todo el pueblo, el bautismo de manos de Juan el Bautista, entra en una oración personalísima y prolongada. El Evangelista escribe: » Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él” (Lc 3,21-22). Y justo este «estar en oración» – en diálogo con el Padre – ilumina la acción que cumplió junto con muchos de su pueblo, que acudieron de prisa a la orilla del Jordán. Orando, Él da a este gesto de su bautismo un rasgo exclusivo y personal.

El Bautista había hecho un fuerte llamado a vivir realmente como «hijos de Abraham», convirtiéndose al bien y produciendo en sus vidas frutos dignos de este cambio (cf. Lc 3:7-9). Y un gran número de israelitas se había puesto en marcha, como recuerda el evangelista Marcos, que escribe: “Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él – a Juan – , y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados”. (Mc 1,5). El Bautista traía algo realmente nuevo: el someterse al bautismo debía marcar un cambio determinante, dejando una conducta ligada al pecado para comenzar una nueva vida. Incluso Jesús acoge esta invitación, entra en la multitud gris de los pecadores, que están esperando en la orilla del Jordán.

Pero, así como los primeros cristianos, también nosotros nos preguntamos: ¿por qué Jesús se sometió voluntariamente a este bautismo de penitencia y conversión? No tiene pecados que confesar, pues no tenía pecados – y por lo tanto no necesitaba convertirse. ¿Por qué entonces este gesto? El evangelista Mateo narra el asombro de Juan el Bautista, que afirma: » Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro!” » (Mt 3,14) y la respuesta de Jesús: » Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo «(v. 15). El sentido de la palabra «justicia» en el mundo bíblico, es aceptar plenamente la voluntad de Dios, Jesús muestra su proximidad a esa parte de su pueblo, que siguiendo al Bautista, reconoce insuficiente el simple considerarse hijos de Abraham y que quiere cumplir la voluntad de Dios, quiere comprometerse de forma que su propia conducta sea una respuesta fiel a la alianza ofrecida por Dios en Abraham. Entonces, descendiendo en el río Jordán, Jesús, sin pecado, hace visible su solidaridad con aquellos que reconocen sus pecados, eligen arrepentirse y cambiar vida; hace comprender que ser parte del pueblo de Dios significa entrar en una perspectiva de vida nueva, de una vida según Dios.

En este acto, Jesús anticipa la cruz, comienza su actividad tomando el lugar de los pecadores, asumiendo sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, cumpliendo la voluntad del Padre. Recogiéndose en oración, Jesús muestra su íntima relación con el Padre que está en los Cielos, experimenta su paternidad, percibe la belleza exigente de su amor, y en su coloquio con el Padre, recibe la confirmación de su misión.

En las palabras que resuenan desde los cielos (cf. Lc 3:22), hay una anticipación del misterio pascual, de la cruz y de la resurrección. La voz divina lo define «mi Hijo, el Amado,» recordando a Isaac, el hijo tan amado que su padre, Abraham, estaba dispuesto a sacrificar, de acuerdo con el mandato de Dios (cf. Gn 22:1-14). Jesús no sólo es el Hijo de David descendiente mesiánico real, o el Siervo del que Dios se complace, sino que también es el Hijo unigénito, el amado, al igual que Isaac, que Dios Padre dona por la salvación del mundo. En el momento en que, a través de la oración, Jesús vive en profundidad su experiencia de su propia filiación y de la paternidad de Dios (cf. Lc 3,22 b), se deduce que es el Espíritu Santo (cf. Lc 3,22) el que lo guía en su misión y que es el mismo Espíritu Santo el que Él derramará después de haber sido elevado en la cruz (cf. Jn 1,32-34; 7:37-39), para que ilumine la obra de la Iglesia. En la oración, Jesús vive un continuo contacto con el Padre para cumplir plenamente el proyecto de amor para los hombres.

En el trasfondo de esta oración extraordinaria está la vida entera de Jesús, vivida en una familia profundamente arraigada en la tradición religiosa del pueblo de Israel. Lo muestran las referencias que encontramos en los evangelios: la circuncisión (cf. Lc 2,21) y su presentación en el Templo (cf. Lc 2:22-24), así como su educación y su formación en Nazaret, en la santa casa ( 2,39 a 40 2,51 a 52 y Lc.) Se trata de «unos treinta años» (Lc 3,23), un largo período de vida oculta y de trabajo, aunque también con experiencia de participación en los momentos de expresión religiosa comunitaria, como la peregrinación a Jerusalén (cf. Lc 2,41). Narrándonos el episodio de Jesús, cuando tenía doce años, en el templo, sentado entre los maestros (cf. Lc 2,42-52), el Evangelista Lucas deja entrever cómo Jesús – orando después de su bautismo en el Jordán – tiene ya una larga costumbre de oración íntima con Dios Padre, enraizada en las tradiciones, en el estilo de su familia y en las experiencias decisivas vividas en esta familia. La respuesta de cuando tenía doce años a María y José ya indica esa filiación divina, que la voz celestial manifiesta después del bautismo: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre? «(Lucas 2,49). Al salir de las aguas del Jordán, Jesús no inaugura su oración, sino que continúa su relación constante y habitual con el Padre y es en esta unión íntima con Él que cumple el pasaje de la vida oculta de Nazaret a su ministerio público.

Las enseñanzas de Jesús sobre la oración, vienen, sin lugar a duda, del modo de rezar que adquirió en la familia, pero tienen su origen profundo y esencial en su ser el Hijo de Dios, en su relación única con Dios Padre. El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica respondiendo a la pregunta ¿De quién, Jesús ha aprendido a rezar? “Jesús, según su corazón de hombre, ha aprendido a rezar de su Madre y de la tradición judía. Pero su oración mana de un manantial más secreto, porque es el Hijo eterno de Dios que, en su santa humanidad, dirige a su Padre la oración filial perfecta”.

En la narración evangélica, las ambientaciones de la oración de Jesús se colocan siempre en el cruce entre la inserción en la tradición de su pueblo y la novedad de una relación personal única con Dios. «El lugar desierto» (cfr Mc 1,35; Lc 5,16) en el, cual a menudo se retira, «el monte» al que sube a rezar (cfr Lc 6,12; 9,28), «la noche» que le permite la soledad (cfr Mc 1,35; 6,46-47; Lc 6,12) rememoran momentos del camino de la revelación de Dios en el Antiguo Testamento, mostrando la continuidad de su plan de salvación. Al mismo tiempo, marcan los momentos de particular importancia para Jesús, que, a sabiendas, es parte de este plan, totalmente fiel a la voluntad del Padre.

También en nuestra oración debemos aprender a entrar, cada vez más, en esta historia de salvación, en la que Jesús es la cumbre, renovar ante Dios nuestra decisión personal de abrirnos a su voluntad, pedirle a Él la fuerza para conformar nuestra voluntad a la suya en toda nuestra vida, en obediencia a su proyecto de amor para nosotros.

La oración de Jesús toca todas las fases de su ministerio y todas sus jornadas. Las fatigas no la detienen. Los evangelios, de hecho, ponen de manifiesto la costumbre de Jesús de pasar las noches rezando. El evangelista Marcos relata una de estas noches, tras la intensa jornada de la multiplicación de los panes. Y escribe: “Enseguida apremió a los discípulos que subieran a la barca y se le adelantaran hacia la orilla de Betsaida, mientras Él despedía a la gente. Y después de despedirse de ellos, se retiró al monte a orar. Llegada la noche la barca estaba en mitad del mar y Jesús, solo, en tierra «(Mc 6,45-47). Cuando las decisiones se hacen urgentes y complejas, su oración se vuelve más prolongada e intensa. Ante la inminencia de la elección de los Doce Apóstoles, por ejemplo, Lucas hace hincapié en la duración de la nocturna oración preparatoria de Jesús: “En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles” (Lc 6,12-13).

Observando la oración de Jesús, debiera surgir en nosotros una pregunta: ¿Cómo rezamos nosotros? ¿Cuánto tiempo dedico a la relación con Dios? Existe hoy una suficiente educación y una formación a la oración? ¿Y quién puede ser maestro de oración? En la Exhortación Apostólica Verbum Domini, he hablado de la importancia de la lectura orante de la Sagrada Escritura. Recogiendo las conclusiones de la Asamblea del Sínodo de los Obispos, he puesto un énfasis especial en la forma específica de la lectio divina. Escuchar, meditar, estar en silencio ante el Señor que habla es un arte, que se aprende practicándolo con perseverancia. Ciertamente la oración es un don que requiere, sin embargo, ser aceptado. Es obra de Dios, pero requiere también un compromiso por nuestra parte, sobre todo la continuidad y la constancia, son importantes.

Precisamente la experiencia ejemplar de Jesús muestra que su oración, animada por la paternidad de Dios y por la comunión del Espíritu, ha profundizado en un ejercicio largo y fiel, hasta el Huerto de los Olivos y la Cruz. Hoy los cristianos son llamados a ser testigos de la oración, precisamente porque nuestro mundo a menudo se cierra al horizonte divino y a la esperanza que lleva al encuentro con Dios. En la amistad profunda con Jesús y viviendo en Él y con Él la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración fiel y constante, podemos abrir las ventanas hacia el cielo de Dios. Es más, recorriendo el camino de la oración, independientemente de lo humano, podemos ayudar a otros a seguirlo. También para la oración cristiana es verdad que el camino se hace al andar.

Queridos hermanos y hermanas, eduquémonos a una intensa relación con Dios, a una oración que no sea intermitente, sino constante, llena de confianza, capaz de iluminar nuestra vida, como Jesús nos enseña. Y pidámosle a Él poder comunicar a las personas que tenemos cerca, a las que encontramos en nuestro camino, el gozo del encuentro con el Señor, la luz para la existencia.