Y rogad por los que os persiguen y os calumnian: Para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos. 


«Rueguen por sus perseguidores…»


San Mateo 5, 43-48

Jesús dijo a sus discípulos:

Ustedes han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y odiarás a tu enemigo. Pero Yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque Él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.

Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?

Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.


En un magno retiro, el Padre Ghislain Roy, explicaba  el altísimo valor santificador y sanador, de la oración que se ofrece por las necesidades de los demás, pidiendo por ellos más de lo que uno juzga necesita para sí mismo. Por ejemplo, si estoy padeciendo enfermedad, pedir para el prójimo el don de la salud, o si estoy necesitado de sustento económico, pedir a la Providencia Divina, para mi prójimo la prosperidad material. 

Claro está, que esta súplica se fundamenta en un abandono total a la voluntad de Dios, ya que el alma renuncia no solo a lo superficial y temporal, sino que también a lo que justamente puede anhelar o merecer, transformándose el Designio Divino en su único tesoro y causa de plena alegría.

Cuanto mayor será la alegría de quien, lejos de excluir, considera como prójimo, es decir, como objeto de caridad y misericordia, para procurarle el bien y la paz, a quién se ha declarado nuestro enemigo, por sus acciones injustas, palabras o murmuraciones.

San Agustín dice que el Señor no excluyó a nadie, en la exigencia que nos hace:

“El Señor no exceptuó hombre alguno para amar al prójimo, demostrándolo en la parábola del que se encontró medio muerto, llamando prójimo al que fue misericordioso para con él, para que comprendiésemos que prójimo es todo aquel a quien se debe prestar socorro si lo necesita. Y que a ninguno debe negarse este auxilio, ¿quién lo duda, diciendo el Señor: «Haced bien a los que os aborrecen”?” (DC 1,30)

Y el modo más sublime de hacer el bien, junto con dar la propia vida, es orar, para que sean bendecidos, protegidos y para que tengan vida y vida en abundancia, es decir, que no les falte el único bien que no debemos perder, que es la gracia de Dios.

Nos puede resultar tremendamente imposible, desde el nuestra sensibilidad, muchas veces herida o distante de una profundidad de vida interior, sin embargo, lo que no se puede por los sentidos o por la carne, Dios si lo puede y se lo concede al alma, según San Juan Crisóstomo: “Conozcamos que nuestra carne aborrece al enemigo, pero que nuestra alma lo quiere.”

Dice San Gregorio Magno (Mor. 22.11): “Suele muchas veces suceder, que, aun cuando no se pierda la caridad, la ruina del enemigo nos alegre y su exaltación nos entristezca, aun cuando no estemos manchados con la culpa de la envidia. Como sucede cuando, cayendo él, creemos que algunos podrán levantarse perfectamente, y que, progresando puede oprimir a muchos injustamente. Pero respecto a esto debe procederse con mucha discreción para no dejarnos llevar de nuestros propios resentimientos, bajo el pretexto falaz de la utilidad ajena. Conviene pensar también, qué es lo que debemos a la ruina del pecador y a la justicia del que castiga, pues cuando el Todopoderoso castiga a un perverso, debemos alegrarnos de la justicia del juez y compadecernos de la miseria del que perece.”

Siguiendo a San Agustín, la venganza de los mártires,  manifestada en perdonar a sus verdugos,  “es sincera y está llena de justicia y de misericordia, puesto que pedían que se destruyese el imperio del pecado”, comenzando con la enmienda de los hombres y la condenación de los  que inducen e insisten en el pecado.

Terminemos considerando en que grado estamos, en el espirito de la ley de la caridad, según los grados enseñados  por San Juan Crisóstomo (Hoy. 18, 4): 

“Considera cuántos grados sube, y en qué estado de virtud nos coloca. El primer grado consiste en no empezar injuriando; el segundo, no vengarse en una cosa igual; el tercero, no hacer al que ultraja daño alguno; el cuarto, exponerse asimismo a tolerar las malas acciones; el quinto, conceder más (o al menos prestarse a cosas peores) lo que apetece a aquel que hizo el mal; el sexto, no tener odio a aquel que no obra bien; el séptimo, amarlo; el octavo, hacerle bien; y el noveno, orar por él. Y como este precepto es grande, añade un gran premio, esto es, ser semejantes al mismo Dios. Y por ello dice: «Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos”.