Se hace periodismo de rastrillo. Se trata de buscar el titular y producir entradas. Pero eso a la larga fatiga
Si no recuerdo mal fueron palabras del propio Benedicto XVI en el Vía Crucis que realizó mientras Juan Pablo II agonizaba. Y no pueden ser más ciertas. En la Iglesia como en toda institución compuesta por seres humanos hay miembros que son una vergüenza para quienes formamos parte de la Institución aunque sea como simples creyentes. Hay teólogos que no sirven para hacer crecer en la fe sino más bien para da ocasión de manipular esa misma fe. Comienzan bien pero a la larga les puede el personaje sobre su tarea. Son rehenes de su imagen. Y hay ciertos grupos que les adulan con el consiguiente peligro de hacerles creer que sus ideas tienen futuro. Incluso existen, debidamente infiltrados, personajes siniestros que manipulan la fe de los sencillos.
Hay profesionales de la mentira y la hipocresía. Hay lobos capaces de devorar a su propia madre. Y desde los medios dedicados a la información religiosa se cae puntualmente en mitificar los problemas, sin poner demasiado interés en profundizar en los temas. Se hace periodismo de rastrillo. Se trata de buscar el titular y producir entradas. Pero eso a la larga fatiga. Es contraproducente. El periodismo religioso debe intentar cubrir un espacio que no sea la salsa púrpura de la información, provocando debates entre ateos, creyentes, protestantes, y medio pensionistas. Porque la verdad no se esconde en un debate donde unos dicen lo que piensan libremente, pueden estar equivocados de buena fe. La verdad la Iglesia la blinda con el Magisterio y da un margen de maniobra que siempre tiene puesta la brújula en la misma dirección. Gracias a eso ha sobrevivido todo tipo de revoluciones y guerras. Su proverbial prudencia le hace ir como un paquidermo y en los tiempos de vértigo que vivimos eso parece inmovilismo.
Pero lo cierto es que la Iglesia es una Institución perfectamente informada de los problemas del mundo y de la calle. Tiene una tupida red de colaboradores en todos los ámbitos y esferas sociales. Nadie como la Iglesia para asesorar y valorar en decisiones difíciles. Nunca arriesgará un siete y medio facilón, sopesará los pros y los contras con un margen de maniobra parecido al de los estrategas de ajedrez. Y eso para algunos puede ser desesperante. Por eso tendremos que seguir conviviendo con demiurgos de la nueva era. Aquellos que se revisten de sabiduría ocasional para ir desmontando una a una las capas de creencias heredadas por la Tradición. Se sienten renovadores de la fe, pueden parecer intuitivos y acertados, incluso en alguna ocasión nos postulamos de su lado. Pero lo cierto es que su pasión evangelizadora queda al raso cuando reformulan nuestras creencias y nos hablan con cierta dosis de presunción de la fe adulta y la fe infantil.

Pues no, la fe es la que recoge el Catecismo y en la evolución de esa misma fe cada uno se sitúa en una morada diferente, por utilizar la misma imagen que Santa Teresa usó con los grados de oración. Lo cierto es que la libertad de expresión no tiene nada que ver con negar las verdades que son consustanciales a nuestro credo. Tampoco con reformular al margen de la Tradición la fe que profesamos. Si uno empieza por repensar la resurrección hasta el punto de decir que le alegraría encontrar los huesos de Jesucristo, lo que está haciendo ipso facto es ponerse en contra de esa misma fe. Porque lo blanco no puede ser negro. En el mismo sentido negar el demonio es poner en cuarentena toda la Biblia. Y de paso darle un buen lavado de cara al padre de la mentira.
Hay muchos niveles de discusión y no todos podemos estar en el mismo grado. Unos por preparación cultural, otros por vivencia profunda y seria de la fe. Y establecer un puente razonable donde puedan existir diversas sensibilidades en la Iglesia es algo que ésta hace con suma eficacia. Pero también es cierto que en tiempos en que la mentira se difunde con mayor rapidez que en otras épocas históricas, conviene no demorar los comunicados sobre personas, libros y hechos que son un anti testimonio permanente. Aunque solo sea porque debemos mantener la coherencia entre lo que profesamos y lo que hacemos o decimos.
La libertad de conciencia es un derecho universal. Nadie puede obligar a la conversión a nadie. Es indispensable la libertad. Esa misma libertad nos sirve también para equivocarnos y existe la corrección fraterna para expresar con claridad que usted puede estar engañado con total inocencia por su parte. Precisamente enseñar al que no sabe es una obra de misericordia. Pero enseñar mal, es mucho peor que la omisión. Yo desde luego a creer lo que diga la Iglesia, antes que a leer libros que puedan confundirme. No me extraña que una sabia mártir de nuestra última guerra civil dijese: “más vale hablar con Dios que hablar de Dios”.

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