Dijo el Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha, mientras yo pongo a tus enemigos como estrado de tus pies»


El Salmo comienza con una declaración solemne:
Dijo el Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha, mientras yo pongo a tus enemigos como estrado de tus pies» (v. 1).
Dado que “en el misterio del pan y del vino, dona la remisión de los pecados y la reconciliación con Dios”, “Jesús es sacerdote verdadero y definitivo”. Su soberanía sobre el mal y la muerte está íntimamente unida a su condición de Sumo y Eterno Sacerdote, desde la cual ejerce y actualiza hoy esta soberanía, a través de los sacramentos.

Catequesis Benedicto XVI:
Queridos hermanos y hermanas:
Dedicamos la última catequesis sobre la oración del Salterio al salmo 110, uno de los más famosos salmos sobre la realeza. La tradición de la Iglesia, siguiendo el uso y la interpretación que de él hizo el Nuevo Testamento, lo ha considerado siempre como uno de los textos mesiánicos más significativos. El rey que canta el Salmista es Cristo, el Mesías que instaura el Reino de Dios y vence a las potencias del mundo. Él es el verdadero rey que con su resurrección ha entrado en la gloria y está sentado a la derecha del Padre.
Él es también el verdadero y definitivo sacerdote que lleva a su cumplimiento definitivo el sacerdocio de Melquisedec y que, en el misterio del pan y del vino, dona la remisión de los pecados y la reconciliación con Dios. Así, este salmo nos invita a mirar a Cristo, su misterio pascual, para comprender el sentido de la verdadera realeza, vivida en el servicio y en el don de sí. Rezando con este salmo pedimos al Señor que nos ayude a caminar siguiendo a Cristo, el Rey Mesías, dispuestos a subir con Él al monte de la cruz para llegar con Él a la gloria.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Diócesis de San Cristóbal, Venezuela, acompañados por su Obispo, Monseñor Mario Moronta, a las religiosas Hijas de María Inmaculada, así como a los grupos provenientes de España, México, Chile, Colombia, El Salvador y otros países latinoamericanos. Invito a todos a enriquecer vuestra relación con Dios con el rezo piadoso de los salmos, especialmente en la liturgia de las horas. Muchas gracias por vuestra visita.

Texto  de la Catequesis del Papa
Queridos hermanos y hermanas:
Quisiera hoy terminar mi catequesis sobre la oración del Salterio, meditando uno de los más famosos “salmos reales”, un salmo que Jesús mismo ha citado y que los autores del Nuevo Testamento han retomado y leído en referencia al Mesías, a Cristo. Se trata del salmo 110 según la tradición hebrea y 109 según la grecolatina; un Salmo real «un Salmo muy amado por la Iglesia antigua y por los creyentes de todo tiempo. Esta oración, se enlazaba quizá inicialmente con la entronización de un rey davídico; sin embargo su sentido va más allá de la específica contingencia del hecho histórico, abriéndose a dimensiones más amplias y llegando a ser, de este modo, celebración del Mesías victorioso, glorificado a la derecha de Dios».
El Salmo comienza con una declaración solemne:
Dijo el Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha, mientras yo pongo a tus enemigos como estrado de tus pies» (v. 1).
Dios entroniza al rey en la gloria, haciéndolo sentar a su derecha, signo de grandísimo honor y de absoluto privilegio. El rey es admitido, de este modo, a participar de la señoría divina, de la que es mediador ante el pueblo. Esta señoría del rey se concretiza también en la victoria sobre los adversarios, que el mismo Dios pone a sus pies; la victoria sobre los enemigos es del Señor, pero el rey participa en ella y su triunfo se vuelve testimonio y signo del poder divino. La glorificación real, expresada al comienzo de este Salmo, ha sido asumida por el Nuevo Testamento como profecía mesiánica; por ello, este versículo es uno de los más usados por los autores neotestamentarios, como citación explícita, o como alusión. El mismo Jesús menciona este versículo, refiriéndose al Mesías, para mostrar que el Mesías es más que David, es el Señor de David (cfr Mt 22,41-45; Mc 12,35-37; Lc 20,41-44) y Petro lo retoma en su discurso en Pentecostés, anunciando que en la resurrección de Cristo se realiza esta entronización del rey y que ahora Cristo esta a la derecha del Padre, participa en el Señorío de Dios sobre el mundo. El Cristo resucitado ha subido al cielo. El Cristo, en efecto es el Señor entronizado, el Hijo del hombre sentado a la derecha de Dios, que viene sobre las nubes del cielo, come Jesús mismo se define durante el proceso ante el Sanedrín (cfr Mt 26,63-64; Mc 14,61-62; cfr anche Lc 22,66-69). Él es el verdadero rey que con su resurrección ha entrado en la gloria, a la derecha del Padre (cfr Rom 8,34; Ef 2,5; Col 3,1; Hebr 8,1; 12,2), hecho superior a los ángeles, sentado en los cielos, por encima de toda potencia y potestad y con todo adversario a sus pies, hasta que la última enemiga, la muerte, sea vencida definitivamente por Él (cfr 1 Cor15,24-26; Ef 1,20-23; Hebr 1,3-4.13; 2,5-8; 10,12-13; 1 Pt 3,22)».
Entre el rey celebrado por nuestro Salmo y Dios existe una relación inseparable; ambos gobiernan juntos, de tal forma que el Salmista puede afirmar que es Dios mismo el que extiende el cetro del soberano, dándole la tarea de dominar a sus enemigos, come reza el versículo 2: «El Señor extenderá el poder de tu cetro: «¡Domina desde Sión, en medio de tus enemigos!».
El ejercicio del poder es un cargo que el rey recibe directamente de parte del Señor, una responsabilidad que debe vivir en su dependencia y en su obediencia, volviéndose así signo, en medio del pueblo, de la presencia poderosa y providente de Dios. El dominio sobre los enemigos, la gloria y la victoria son dones recibidos, que hacen del soberano un mediador del triunfo divino sobre el mal; Él domina sobre los enemigos trasformándolos, los vence con su amor. Por ello, en el versículo siguiente, se celebra la grandeza del rey. El versículo 3, en realidad presenta algunas dificultades de interpretación. En el texto original hebraico se hace referencia a la convocación del ejército, a la que el pueblo responde generosamente, estrechándose alrededor de su soberano, en el día de su coronación. La traducción griega de los LXX, que se remonta al III-II siglo ante de Cristo, se refiere, en vez a la filiación divina del rey, a su nacimiento o generación de parte del Señor. Y ésta es la opción interpretativa de toda la tradición de la Iglesia, por lo que el versículo dice así: «Tú eres príncipe desde tu nacimiento, con esplendor de santidad; yo mismo te engendré como rocío, desde el seno de la aurora».
Este oráculo divino sobre el rey parece afirmar, por lo tanto, una generación divina llena de esplendor y de misterio, un origen secreto e imperscrutable, ligado a la belleza arcana de la aurora y a la maravilla del rocío, que en la luz de la madrugada brilla sobre los campos y los hace fecundos. Se delinea así – ligada indisolublemente a la realidad celestial – la figura del rey, que viene realmente de Dios, del Mesías que trae la vida divina al pueblo y que es mediador de santidad y de salvación. También aquí vemos que no es cubierto esto por la figura de un rey davídico, sino del Señor que viene realmente de Dios, es la luz que trae la vida divina al mundo.
Con esta imagen sugestiva y enigmática termina la primera estrofa del Salmo, a la que le sigue otro oráculo, que abre una perspectiva nueva, en la línea de una dimensión sacerdotal relacionada con la realeza. Reza el versículo 4: El Señor lo ha jurado y no se retractará: «Tú eres sacerdote para siempre, a la manera de Melquisedec».
Melquisedec era el sacerdote rey de Salem, que había bendecido a Abraham y ofrecido pan y vino, después de la victoriosa campaña militar, conducida por el patriarca, para salvar a su sobrino Lot, rescatándolo de las manos de los enemigos que lo habían capturado (cfr Gen 14). En la figura de Melquisedec convergen el poder real y el sacerdotal, y son proclamados por el Señor, en una declaración que promete eternidad: el rey celebrado por el Salmo será sacerdote para siempre, mediador de la presencia divina en medio de su pueblo, trámite de la bendición que viene de Dios y que, en la acción litúrgica, se encuentra con la respuesta bendecidora del hombre. La Carta a los Hebreos se refiere explícitamente a este versículo (cfr. 5,5-6.10; 6,19-20) y en él se centra todo el capítulo 7, elaborando su reflexión sobre el sacerdocio de Cristo. Jesús, así nos dice la carta a los Hebreos, a la luz del salmo 109, Jesús es el verdadero y definitivo sacerdote, que lleva a su cumplimiento los rasgos del sacerdocio de Melquisedec, haciéndolos perfectos. De Melquisedec, como dice la Carta a los Hebreos, «no se menciona ni padre, ni madre, ni antecesores» (7,3a), era sacerdote, pues, no según las reglas dinásticas del sacerdocio levítico.
Él, por esto, “permanece sacerdote para siempre» (7,3c), prefiguración de Cristo, sumo sacerdote perfecto «que no ha llegado a serlo en virtud de una legislación prescrita por los hombres, sino con la potencia de una vida indestructible» (7,16). En el Señor Jesús resucitado y ascendido al cielo, donde se sienta a la derecha del Padre, se pone en acto la profecía de nuestro Salmo y el sacerdocio de Melquisedec se lleva a cumplimiento, porque se hizo absoluto y eterno, se convierte en una realidad que no conoce ocaso (cfr 7,24). Y la ofrenda de pan y del vino, hecha por Melquisedec en tiempos de Abraham, encuentra su cumplimiento en el gesto eucarístico de Jesús, que en el pan y el vino se ofrece así mismo y, vencida la muerte, conduce a la vida a todos los creyentes. Sacerdote perenne, «santo, inocente, sin mancha» (7,26), él, como dice aún la Carta a los Hebreos, «puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él; pues vive siempre para interceder a favor de ellos» (7,25).
Después de este oráculo divino del versículo 4, con su solemne juramento -dijo el Papa- la escena del Salmo cambia y el poeta, hablando directamente al rey, proclama: “«¡El Señor está a tu derecha!» (v. 5a). Si en el versículo 1 era el rey quien estaba sentado a la derecha de Dios en signo de sumo prestigio y de honor, ahora es el Señor el que se coloca a la derecha del soberano para protegerlo con el escudo en la batalla y salvarlo de cualquier peligro. El rey está a salvo, Dios es su defensor y juntos pueden luchar y vencer todo mal. Se abren así los versículos finales del Salmo con la visión del soberano triunfante que, apoyado por el Señor, habiendo recibido de Él poder y gloria (v. 2), se opone a los enemigos, superando a los adversarios y juzgando a las naciones. La escena pinta con colores fuertes lo que significa el drama de la batalla real y la plenitud de la victoria. El soberano, protegido por el Señor, supera todos los obstáculos y avanza con seguridad hacia la victoria. Nos dice: sí, en el mundo hay mucho mal, hay una batalla permanente entre el bien y el mal y el mal parece ser más fuerte. ¡No! Más fuerte es el Señor, nuestro verdadero Rey y Sacerdote, Cristo, porque lucha con el poder de Dios y a pesar de todas las cosas que nos hacen dudar sobre el éxito positivo de la historia, vence Cristo y vence el bien, gana el amor, no el odio».
«Es aquí que se inserta la sugestiva imagen con la que concluye nuestro Salmo, todavía una palabra enigmática: En el camino beberá del torrente, por eso erguirá su cabeza. (v. 7).
En medio de la descripción de la batalla, se recorta la figura del rey que, en un momento de tregua y descanso, bebe agua en un torrente, encontrando en su frescura, nueva fuerza para reanudar su marcha triunfal, la cabeza en alto, en un signo de definitiva victoria. Es obvio que esta palabra muy enigmática era un desafío para los Padres de la Iglesia, por las diversas interpretaciones. De este modo por ejemplo, san Agustín dice: “ este torrente es el ser humano, la humanidad, y Cristo ha bebido de este torrente haciéndose hombre, y así entrando en la humanidad ha alzado su cabeza, para ser cabeza del Cuerpo místico y nuestra cabeza.
«Queridos amigos siguiendo la línea de interpretación del Nuevo Testamento, la tradición de la Iglesia ha tenido en gran consideración este Salmo como uno de los textos mesiánicos más significativos. Y de manera eminente, los Padres han hecho continúas referencias a él en clave cristológica: el rey cantado por el Salmista es Cristo, el Mesías que instaura el reino de Dios y vence los poderes del mundo, es el Verbo engendrado por el Padre antes de cualquier criatura, antes que la aurora, el Hijo encarnado muerto y resucitado y subido al cielo, el sacerdote eterno que, en el misterio del pan y del vino, ofrece el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios, el rey que levanta la cabeza triunfando sobre la muerte con su resurrección.
Bastaría recordar un pasaje del comentario de san Agustín sobre este salmo, él escribe: «Era necesario conocer al Hijo único de Dios, que había de venir entre los hombres, para asumir al hombre y para convertirse en hombre a través de su naturaleza asumida: él habría de morir, resucitar, ascender al cielo, sentarse a la diestra del Padre y cumplir entre las gentes lo que había prometido. Todo esto, por lo tanto, tenía que ser profetizado, debía ser anunciado, debía ser señalado como destinado a suceder, para que, sucediendo de repente, no causase miedo, sino que más bien fuera preanunciado y aceptado con fe y esperanza. En el ámbito de estas promesas tiene que ver este Salmo, que profetiza, en términos muy seguros y explícitos, a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que nosotros no podemos dudar que en él sea anunciado Cristo » (Exposiciones sobre los Salmos, III, Roma, 1976, pp. 951 953).
El acontecimiento pascual de Cristo -ha afirmado el Santo Padre- se convierte así en realidad a la que el Salmo nos invita a mirar, mirar a Cristo para comprender el significado de la realeza, viviendo en el servicio y el don de sí, en un camino de obediencia y de amor llevado «hasta el extremo» (cf. Jn 13,1 y 19,30). Rezando con este Salmo, pedimos al Señor poder seguir sus caminos, en el seguimiento de Cristo, el Mesías Rey, dispuestos a subir con Él en el monte de la cruz para llegar con Él a la gloria, y para contemplarlo sentado a la diestra del Padre, rey victorioso y sacerdote misericordioso que perdona y salva a todos los hombres. Y también nosotros, hechos, por la gracia de Dios, «estirpe elegida, sacerdocio real, nación santa» (cf. 1 P 2,9), podremos beber con gozo en los manantiales de la salvación (cf. Is 12,3) y proclamar a todo el mundo las maravillas de Aquel que nos ha «llamado desde las tinieblas hacia su luz maravillosa» (cf. 1 P 2,9).
Queridos amigos, en estas últimas Catequesis he querido presentarles algunos Salmos, preciosas oraciones que encontramos en la Biblia y que reflejan distintas situaciones de la vida y los diversos estados de ánimo que tenemos para con Dios. Quisiera renovar de nuevo mi invitación a todos para rezar más con los salmos, quizá acostumbrándose a utilizar la Liturgia de las Horas de la Iglesia, los Laudes por la mañana, las Vísperas por la tarde, la Completa antes de ir a dormir. Así nuestra relación con Dios se enriquecerá en el diario caminar hacia Él con más alegría y confianza.