La verdadera sanación
Durante mi vida, mucho antes de ser sacerdote y de entrar e seminario me ha tocado ser testigos de muchos milagros de conversión, de sanación espiritual y de sanción física.
Las últimas ocurren más de lo que uno mismo puede esperar. Curaciones en las que yo pensaba que no existía posibilidad, confirmando lo que la misma ciencia decía, pero que sin embargo rompían mis esquemas y vencían mis escepticismo; las espirituales, donde habían heridas morales, sicológicas profundas, fruto de vicios, experiencias traumatizantes e incluso padecimientos abusivos, así como depresiones, bipolaridad, etc. Los mismos profesionales me corroboraban el alta; y las conversiones: son las más sorprendes, pero las que menos se ven.
Muchas veces almas buenas se quedan con lo que solo impresiona sus sentidos externos, su sensibilidad, la realidad sorprendente, impactante o sensacional, pero su admiración se limita a aquello a lo que fácilmente , por el modo humano, sensible, atractivo, pero no involucra el verdadero horizonte que produce lavada del Espíritu Santo, la conversión desde el corazón, un cambio de corazón que antes era un corazón de piedra, duro por la malicia, los cálculos, la ambición que se transforma en un corazón de carne (Ez 11, 19), humilde, modesto, generoso, recto y puro.
Cuando se produce la conversión, pueden persistir las fragilidades de las heridas, y las enfermedades del cuerpo, pero el sagrario precario de la humanidad frágil y vulnerable se hace instrumento de la caridad de Dios, agente de bien y de bondad, signo de la presencia y resplandor celestial en medio del mundo envuelto en tinieblas.
Pero cuando solo se queda en el horizonte superficial, lo atractivo, lo impactante o conveniente, es otro el que puede terminar hospedándose en el alma. No se convierte, no cambia el corazón, aprende a disimular, se hace discípulo del padre de la mentira y se constituye en germen de la mentira y la confusión. Una raza de víboras (Mateo 3, 7), una mentalidad de hipocresía (Mateo 15, 7) que solo se aproximan por la oportunidad, para saciarse de lo que puedan pero desprecian al que es el mismo bien (Juan 6, 26). Cuando se vive así, aparentemente se puede vivir en cierta bondad, sin embargo solo se evita el sacrificio y el peligro. Se confía todo a las propias estrategias y cálculos y se termina en continua competencia con los demás.
Ante los conflictos y lo que no se puede comprender, se termina renunciando. Puestos ha prueba el Señor nos pregunta: ¿Ustedes también me van a dejar? (Juan 6, 67)
El Espíritu Santo, huésped del alma, es la fuente íntima de la vida nueva con la que Cristo vivifica a los que creen en él: una vida según la «ley del Espíritu» que, en virtud de la Redención, prevalece sobre el poder del pecado y de la muerte, que actúa en el hombre después de la caída original.
«¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Rm 7, 24).
Pero aquí entra la nueva experiencia íntima que corresponde a la verdad revelada sobre la acción redentora de la gracia: «Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte…» (Rm 8, 1-2). Es un nuevo régimen de vida inaugurado en los corazones «por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5)
Del inmenso don de amor, como la muerte de Jesús en la cruz, ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu Santo, como una inmensa cascada de gracia. Quien se sumerge con fe en este misterio de regeneración renace a la plenitud de la vida filial.
«No os dejaré huérfanos» afirma también san Pablo, el Espíritu hace que nosotros pertenezcamos a Cristo: «El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rm 8,9).
Él es fuente de santidad, Luz para la inteligencia; Él da a todo ser racional como una Luz para entender la verdad.
Aunque inaccesible por naturaleza, se deja comprender por su bondad; con su acción lo llena todo.
Por Él se elevan a lo alto los corazones; por su mano son conducidos los débiles; por Él los que caminan tras la virtud llegan a la perfección. Es Él quien ilumina a los que se han purificado de sus culpas y, al comunicarse a ellos, los vuelve espirituales.
El Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de una vida divina que está en nosotros. De hecho, san Pablo afirma: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz» (Ga 5, 22). Notemos cómo el Apóstol usa el plural para describir las obras de la carne, que provocan la dispersión del ser humano, mientras que usa el singular para definir la acción del Espíritu; habla de «fruto», precisamente como a la dispersión de Babel se opone la unidad de Pentecostés…
¡Oh Dios Espíritu Santo! Postrados ante tu divina majestad, venimos a consagrarnos a Ti con todo lo que somos y tenemos.
Por un acto de la omnipotencia del Padre hemos sido creados, por gracia del Hijo hemos sido redimidos, y por tu inefable amor has venido a nuestras almas para santificarnos, comunicándonos tu misma vida divina.
Desde el día de nuestro bautismo has tomado posesión de cada uno de nosotros, transformándonos en templos vivos donde Tú moras juntamente con el Padre y el Hijo; y el día de la Confirmación fue la Pentecostés en que descendiste a nuestros corazones con la plenitud de tus dones, pera que viviéramos una vida íntegramente cristiana.
Permanece entre nosotros para presidir nuestras reuniones; santifica nuestras alegrías y endulza nuestros pesares; ilumina nuestras mentes con los dones de la sabiduría, del entendimiento y de la ciencia; en horas de confusión y de dudas asístenos con el don del consejo; para no desmayar en la lucha y el trabajo concédenos tu fortaleza; que toda nuestra vida religiosa y familiar esté impregnada de tu espíritu de piedad; y que a todos nos mueva un temor santo y filial para no ofenderte a Ti que eres la santidad misma.
Asistidos en todo momento por tus dones y gracias, queremos llevar una vida santa en tu presencia.
Por eso hoy te hacemos entrega de nuestra familia y de cada uno de nosotros por el tiempo y la eternidad. Te consagramos nuestras almas y nuestros cuerpos, nuestros bienes materiales y espirituales, para que Tú sólo dispongas de nosotros y de lo nuestro según tu beneplácito. Sólo te pedimos la gracia que después de haberte glorificado en la tierra, pueda toda nuestra familia alabarte en el cielo, donde con el Padre y el Hijo vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén