Dejadme que, recordando algunas exhortaciones de Jesucristo y de sus Apóstoles, os dé algunos consejos para mantener siempre vivo el amor conyugal y para acrecentarlo.
-Ama a tu cónyuge con todas tus fuerzas mentales y volitivas, afectivas y corporales. El segundo mandamiento de la caridad es semejante al primero, y éste te manda amar al Señor «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzs y con toda tu mente» (Lc 10,27). Tu amor sea para el otro una imagen diaria del amor que Cristo Esposo le tiene. Ahora bien, «si él dió su vida por nosotros, nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1Jn 3,16). Y no tienes prójimo más próximo que tu propio cónyuge. Es, con todos sus defectos y virtudes, la persona que la Providencia divina ha dispuesto para que la ames más y mejor.
-Que no sea tu amor conyugal meramente frío y responsable, sino también tierno y afectivo, como es para nosotros el amor del Corazón de Cristo. Recuerda que has de «tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Aprende de San Pablo a amar «en las entrañas de Cristo» (1,8). Al casarte Dios te dio la gracia de acoger, recibir, alimentar, proteger y cuidar a una persona: no le falles a Dios, no le falles a ella.
-Nunca ofendas a tu cónyuge ni en lo más pequeño, ni de palabra, ni de obra, ni tampoco de pensamiento. Y menos delante de los hijos o de extraños. Si la furia te enciende el interior por lo que sea, vete a rezar, date un paseo o una ducha, y si lo prefieres, golpea tu cabeza contra la pared; pero no te desahogues hiriendo a quien más debes amar. No inviertas el orden de la caridad, mostrándote afable fuera de casa y guardando tu mal genio para los tuyos. Con todos tienes que ser bueno y agradable, pero ¡especialísimamente con tu cónyuge y tus hijos! «Ninguno vuelva a nadie mal por mal, sino que en todo tiempo hacéos el bien unos a otros y a todos» (1Tes 5,15).
-«La caridad no es interesada» (1Cor 13,5), no «busca su propio provecho, sino el de los otros» (Flp 2,4). «No os canséis de hacer el bien» (2Tes 3,13), aunque no lo aprecien, aunque no lo agradezcan. «Haced el bien y prestad sin esperanza de remuneración» (Lc 6,35). Entrégate, pues, al otro a fondo perdido, sin exigir gratificaciones, sin pasar después factura. No lleves la cuenta de lo que das al otro y de lo que recibes de él. Si, por gracia de Dios, eres tú el que da más, dale gracias a Dios por ello. Y si eres tú el que recibe más, dale por ello gracias a Dios.
-«Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Cuando esa persona, casándose contigo, se te entregó completamente, ella -más o menos consciente de sus muchos defectos-, confiando en tu amor, se puso inerme a merced de tu amor compasivo. Tened piedad el uno del otro, sed compasivos. Tú, mujer, necesitas que él te vea con piedad. Y tú, hombre, necesitas la misericordia de ella. Que los defectos de tu cónyuge te den pena, te inspiren compasión y ternura, deseos de ayudarle, de rezar por él. Pero ¡que no te den rabia! Y menos aún desprecio. No os juzguéis con dureza. Más aún, no os juzguéis de ningún modo. «No juzguéis y no seréis juzgados, porque con el juicio con que juzgáreis seréis juzgados, y con la medida con que midiéreis se os medirá. ¿Cómo ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo?» (Mt 7,1-3). ¿Acaso tú ves tus defectos con la misma lucidez con que ves los de tu cónyuge?
-La corrección fraterna es una gran obra de caridad (+Mt 18,15-17), y por ella los esposos han de ayudarse mucho en el camino de su perfeccionamiento personal: «Tienes que pensar más las cosas. Hemos de ayudarle más al niño en sus estudios. No le riñas con tanta dureza», etc. Con todas esas correcciones mutuas, habéis de ayudaros el uno al otro frecuentemente. Pero que tu corrección conyugal nunca sea un desahogo de tu indignación -«ya no aguanto más: me va a oir»-. Si tu corrección no va a estar impulsada por el amor, si no va a ser realizada a solas, con dulzura y suavidad, ¡es mejor que no la hagas! Cállate, déjalo estar, que corra el agua… 

 Tampoco pretendas corregir a tu cónyuge con obstinación incansable de ciertos defectos, a veces muy enraizados en su temperamento -una cierta dosis de lentitud o de prisa, de desorden o impuntualidad, una locuacidad excesiva o, al revés, insuficiente, etc.-, que no se contraponen de suyo necesariamente con el orden de la caridad, y de los cuales quizá Dios no quiera corregirle por ahora. Tus incesantes correcciones son inútiles, y no sirven más que para crear tensiones y dar ocasión a enojos y peleas. Aguanta con paciencia y calla.
-Aprende a perdonar «setenta veces siete», es decir, como Dios nos perdona a nosotros, continuamente. Sé en esto imagen perfecta de Dios misericordioso. Él te perdona «diez mil talentos» ¿y tú no perdonarás los «cien denarios» que tu cónyuge te adeude? (Mt 18,21-34)… Sea tu perdón muy gentil y discreto, de tal modo que ni se vea que perdonas. Sea tu perdón muy rápido; en lo posible, simultáneo con la ofensa. Sea tu perdón aún más rápido y, simplemente, no te ofendas, y así tu perdón se anticipará a la ofensa. No andes haciendo cuestión de dignidades y precedencias: «es a ella a quien lo corresponde dar el primer paso», que si el Señor hubiera andado en ésas con nosotros, aún estaríamos sin reconciliar con Él. Recuerda que la caridad va mucho más allá que la justicia, y que nada hay más digno que perdonar y sufrir calladamente un trato injusto. «Habéis oído que se dijo: "Ojo por ojo y diente por diente". Pero yo os digo: "No resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra" » (Mt 5,38-39). Recuerda el ejemplo de Cristo, y no andes reclamando tu derecho, como no venga exigido por el bien de terceros. «Es una vergüenza que andéis pleiteando unos con otros. ¿Por qué no preferís sufrir la injusticia? ¿Por qué no el ser despojados?» (1Cor 6,6-7). «Agrada a Dios que por amor suyo soporte uno las ofensas injustamente inferidas… Pues para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos» (1Pe 2,19.21). Perdona, pues, «de todo corazón» (Mt 18,35), sin guardar rencor, consiguiendo así que las heridas no dejen cicatriz alguna. En fin, novios y esposos, «sed unos con otros bondados, compasivos, y perdonáos unos a otros, como Dios os ha perdonado en Cristo» (Ef 4,32).
-Sed serviciales el uno con el otro. La mujer fue creada por Dios para que el hombre tuviera en ella «una ayuda semejante a él» (Gén 2,20), y viceversa. Ten siempre como un honor servir al otro, servirle siempre que puedas, lo mismo en sus necesidades laborales o domésticas, que afectivas o físicas. Haz de Cristo con tu cónyuge, que Él, siendo Dios, tomó «forma de siervo» (Flp 2,7), yno vino a este mundo «a ser sirvido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos» (Mt 20,28). Tú no has venido al matrimonio tanto a ser servido, como a servir. Y cuanto más generosamente te des al otro, más le ayudarás al otro a darse a ti. No andes tampoco en esto llevando cuentas, y entrégate al servicio del otro y de los hijos ilimitadamente, sin otros límites que los de tus propias fuerzas.
-Cada uno de vosotros, en igualdad de condiciones, prefiera hacer la voluntad del otro. Eso es algo propio del amor perfecto. El hombre viejo, el de Adán, quiere siempre en principio sacar adelante la propia voluntad; y es que no sabe amar. El hombre nuevo, el de Cristo, en igualdad de condiciones, tiende a hacer la voluntad del otro y a darle gusto. ¿Salir o quedarse en casa? ¿Ir al cine o al teatro? ¿Sacar el coche o ir en el tren?… «A mí me da igual: hagamos lo que tú prefieras». Ésa es la forma de servicialidad más profunda: el siervo, en efecto, no hace sino la voluntad de su señor. Ésa es una forma preciosa de darse al otro con amor, que guarda así la unión y hace grata y fácil la convivencia. Recordad aquello de San Pablo: «Tenéos unos a otros por superiores» (Flp 2,3).
-No haya entre vosotros peleas y disputas, y menos ante los hijos. «No salga de vuestra boca palabra áspera, sino palabras buenas y oportunas. Alejad de vosotros toda amargura, arrebato, cólera, indignación, blasfemia y toda malignidad» (Ef 4,29.31). No hagáis un infierno de vuestra convivencia. No forméis tormentas en un vaso de agua. «Mirad que, si mutuamente os mordéis y os devoráis, acabaréis por consumiros unos a otros… Y quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios» (Gál 5,15.21).
En fin, que a través de la convivencia diaria, en la que se dan tantas vicisitudes -penas y alegrías, carencias y abundancias, errores y aciertos, éxitos y fracasos, enfermedades y curaciones, expectativas felices y preocupaciones sombrías-, vuestro hogar sea para vosotros y para vuestros hijos una escuela diaria de caridad. Que todo, absolutamente todo, os sirva, día a día, minuto a minuto, para crecer en la abnegación y en la perfección de la caridad, ya que «Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28). 

José María Iraburu, Matrimonio en Cristo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *