Homilía del Santo Cura de Ars:


No pensemos ni juzguemos mal sino de nosotros mismos.

El gran San Bernardo nos dice que, si no queremos juzgar temerariamente al prójimo, debemos evitar ante todo aquella curiosidad, aquel deseo de saberlo todo, y huir de toda investigación acerca de los hechos y dichos de los demás, o acerca de lo que pasa en la casa del vecino. Dejemos que el mundo vaya siguiendo su camino según Dios le permite, y no pensemos ni juzguemos mal sino de nosotros mismos. Decían un día a Santo Tomas que se fiaba demasiado de la gente, y que muchos se aprovechaban de su bondad para engañarle. Y el Santo dio esta respuesta, digna de que la grabemos en nuestro corazón: «Tal vez sea esto cierto; pero pienso que sólo yo soy capaz de obrar mal, siendo cómo soy el ser más miserable del mundo; prefiero que me engañen a que me engañe yo mismo juzgando mal de mi prójimo. Oíd lo que nos dice el mismo Jesucristo:


«Quién ama a su prójimo, cumple todos los preceptos de la ley de Dios» (Rom., XIII, 8.).

Para no juzgar mal de nadie, debemos siempre distinguir entre la acción y la intención que haya podido tener el sujeto al realizarla. Pensad siempre, para vosotros mismos: Tal vez no creía obrar mal al hacer aquello; quizá se había propuesto un buen fin, o bien se había engañado; ¿Quién sabe?, puede que sea ligereza y no malicia; a veces se obra irreflexiblemente, más, cuando vea claramente lo que ha hecho, a buen seguro se arrepentirá; Dios perdona fácilmente un acto de debilidad; puede que otro día sea un buen cristiano, un Santo.


Pocos vicios son tan aborrecidos de los santos cómo el de la maledicencia.

Leemos en la vida de San Pacomio que, cuando oía a alguien hablar mal del prójimo, manifestaba una gran repugnancia y extrañeza, y decía que de la boca de un cristiano jamás debían salir palabras desfavorables papa el prójimo. Si no podía impedir la murmuración, huía precipitadamente, para manifestar con ello la aversión que por ella sentía (Vida de los Padres del desierto, t. I, p. 327.). San Juan el Limosnero, cuando observaba que alguno se atrevía a murmurar en su presencia, daba la orden de que otro día no se le franquease la entrada, para hacerle entender que debía corregirse. Decía un día un santo solitario a San Pacomio: «Padre mío, ¿cómo librarnos de hablar mal del prójimo?»


Y San Pacomio le contestó: «Debemos tener siempre ante nuestra vista el retrato del prójimo y el nuestro: si contemplamos con atención el nuestro, con los defectos que le acompañan, tendremos la seguridad de apreciar debidamente el de nuestro prójimo para no hablar mal de su persona; al verlo más perfecto que el nuestro, a lo menos le amaremos cómo a nosotros mismos». San Agustín, cuando era ya obispo, sentía un horror tal de la maledicencia y del murmurador que, a fin de desarraigar una costumbre tan indigna de todo cristiano, en una de las paredes de su comedor hizo inscribir estas palabras: «Quienquiera que este inclinado a dañar la fama del prójimo, sepa que no tiene asiento en esta mesa» (Quisque amat dictis absentium rodere vitam. Hac mensam indignam voverit esse sibi. Vita S. Agustini, auctore Possidio Patr. Iat., t. XXXII, 52.); y si alguien, aunque fuese un obispo, caía en la murmuración, le reprendía con viveza diciendo: «O han de borrarse las palabras que están escritas en esta sala, o tened la bondad de levantaros de la mesa antes que la comida haya terminado; o bien, si no cesáis en este género de conversación, me levanto y os dejo ».


Dichoso el que, si no la tiene a su cargo, sabe prescindir de la conducta del prójimo, para no pensar más que en si mismo, en llorar sus culpas y poner todo su esfuerzo en enmendarse! ¡Dichoso aquel que sólo ocupa su corazón y su mente en lo que a Dios se refiere, y no suelta su lengua sino para pedirle perdón, ni tiene ojos más que para llorar sus pecados!


De la Homilía del Santo Cura de Ars sobre la curiosidad

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