Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios


Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

+Santo Evangelio


Evangelio según San Juan 1,29-34.

Al día siguiente, Juan vio acercarse a Jesús y dijo: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo.

Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel».

Y Juan dio este testimonio: «He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él.

Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo’.

Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios».


+Padres del Iglesia


San Agustín
 In Ioannem, tract. 4

Y si el Cordero de Dios es inocente, también San Juan es el cordero, ¿o acaso no es él inocente también? Pero todos proceden de aquella descendencia de quien dice el afligido David: «He sido concebido en el pecado» (Sal 50,7). De modo que sólo es cordero Aquél que no viene al mundo de este modo. Y en realidad no había sido concebido en pecado, ni su madre había tenido pecado cuando le llevaba en su vientre, pues ella le había concebido siendo Virgen, y siendo Virgen le había parido. Porque le había concebido por medio de la fe, y por medio de la misma le había tenido en su seno.

Y el que no tomó el pecado cuando tomó nuestra naturaleza es el mismo que quita nuestro pecado. Ya sabemos que dicen algunos: nosotros quitamos los pecados a los hombres porque somos santos. Mas si no fuere santo el que bautiza, ¿cómo quita el pecado de otro, siendo él un hombre lleno de pecado? Contra estas cuestiones leamos ahora: «He aquí el que quita el pecado del mundo», para que no crean los hombres que son ellos quienes quitan el pecado a otros hombres.

Cuando el Señor fue conocido, en vano se le preparaba camino, porque El mismo se ofrece como camino a los que le conocen. Y así no duró por mucho tiempo el bautismo de San Juan sino hasta que se dio a conocer el Dios de la humildad. Y, además, para darnos ejemplo de esta virtud y enseñarnos a obtener la salvación por medio del bautismo, recibió El el bautismo del siervo. Y para que no fuese preferido el bautismo del siervo al bautismo del Señor, fueron bautizados otros con el mismo bautismo del siervo. Mas los que fueron bautizados con el bautismo del siervo, convenía también que fuesen bautizados con el bautismo del Señor. Porque los que son bautizados con el bautismo del Señor no necesitan del bautismo del siervo.

De Trin., 15, 27

No fue ungido Jesucristo por el Espíritu Santo cuando bajó sobre El en forma de paloma después de bautizado, porque entonces se dignó prefigurar su cuerpo, esto es, su Iglesia, en la que especialmente los bautizados reciben el Espíritu Santo. Y es muy absurdo el creer que, teniendo ya treinta años (cuya edad tenía cuando fue bautizado por San Juan), recibiese el Espíritu Santo, y que éste viniese sobre El sin pecado, como sin pecado había recibido el bautismo. Y si bien es verdad que se ha escrito de su siervo y precursor: «que éste sería lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre» ( Lc 1,15), y éste que había sido engendrado por padre humano había recibido ya el Espíritu Santo al ser concebido en el vientre de su Madre, ¿qué deberá entenderse y creerse de Jesucristo en cuanto hombre, cuya concepción, aunque se verificó en la carne, no fue carnal, sino espiritual?

San Gregorio
Moralium, 2, 41

Y dice que descansó sobre El, porque el Espíritu Santo viene sobre todos los fieles. Pero permanece siempre de una manera especial únicamente sobre nuestro mediador, porque el Espíritu Santo nunca se separa de la humanidad de Jesucristo, de cuya divinidad procede. Mas como dice a sus discípulos respecto del mismo Espíritu Santo: «Con vosotros permanecerá» ( Jn 14,17), ¿cómo es que permanece sobre Jesucristo como una figura especial? Esto lo comprenderemos más rápido si conocemos los dones del Espíritu Santo. Porque Este permanece siempre en sus escogidos por medio de sus dones: la mansedumbre, la humildad, la fe, la esperanza y la caridad, sin los cuales no puede llegarse a la vida eterna. Mas en aquellos en quienes a través de la manifestación del Espíritu no se guarda nuestra vida, sino que se va detrás de otros asuntos, no siempre permanece, sino que algunas veces deja de manifestar sus signos para que sus virtudes sean tomadas con mayor humildad. Mas Jesucristo siempre le tuvo presente en todas las ocasiones.

San Juan Crisóstomo
Homilía sobre bautismo de Jesucristo

Cristo se manifestó a todos no en el momento de su nacimiento sino en el momento de su bautismo. Hasta este día, eran pocos los que le conocían; casi todos ignoraban que existiera y que estaba con ellos. Juan Bautista decía: “Hay entre vosotros uno que no conocéis” (Jn 1,26). El mismo Juan, hasta su bautismo ignoró quien era Cristo: “Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre quien verás descender y posar el Espíritu, éste es el que bautiza con Espíritu Santo’”…

En efecto, ¿cuál es la razón que da Juan de este bautismo del Señor? Era, dice, para que fuera conocido de todos. San Pablo lo dice también: El bautismo de Juan era signo de conversión, diciendo al pueblo que creyera en aquél que había de venir después de él” (Hch 19,4). Es por eso que Jesús recibe el bautismo de Juan. Ir de casa en casa presentando a Cristo diciendo que era el Hijo de Dios, es lo que hacía difícil el testimonio de Juan; conducirlo a la sinagoga y señalarlo como al salvador hubiera hecho poco creíble su testimonio. Lo que confirmó el testimonio de Juan sin ninguna duda alguna fue que, en medio de una muchedumbre reunida a la orilla del Jordán, Jesús recibió el testimonio dado con toda claridad desde lo alto del cielo, y se vio descender sobre él al Espíritu Santo en forma de paloma.

“Yo mismo no lo conocía” decía Juan. ¿Quién, pues, te lo ha hecho conocer? “El que me envió a bautizar”. Y ¿qué es lo que te ha dicho? “Aquel sobre quien verás bajar y posar el Espíritu Santo, éste es el que bautiza con Espíritu Santo”. Es, pues, el Espíritu Santo quien revela a todos aquél de quien Juan había proclamado las maravillas, bajando le señala, por así decir, con su ala.


+Catecismo


606: El Hijo de Dios «bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado» (Jn 6,38), «al entrar en este mundo, dice: … He aquí que vengo… para hacer, oh Dios, tu voluntad… En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10,5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero» (1Jn 2,2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Jn 10,17). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14,31).

607: Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: «¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!» (Jn 12,27). «El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?» (Jn 18,11). Y todavía en la cruz, antes de que «todo esté cumplido» (Jn 19,30), dice: «Tengo sed» (Jn 19,28).

608: Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores, vio y señaló a Jesús como el «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn 1,29). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53,7) y carga con el pecado de las multitudes (ver Is 53,12), y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12,3-14) (ver Jn 19,36; 1Cor 5,7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: «Servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45).


+Pontífices


San Juan Pablo II

«La gracia y la paz delante de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo» (1 Cor 1,3).

El tiempo de Navidad, que hemos vivido hace poco, ha renovado en nosotros la conciencia de que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Esta conciencia no nos abandona jamás; sin embargo, en este período se hace particularmente viva y expresiva. Se convierte en el contenido de la liturgia, pero también en el contenido de la vida cristiana, familiar y social. Nos preparamos siempre para esta santa noche del nacimiento temporal de Dios mediante el Adviento, tal como lo proclama hoy el Salmo responsorial: «Yo esperaba con ansia al Señor: Él se inclinó y escuchó mi grito»(Sal 39/40,2).

Es admirable este inclinarse del Señor sobre los hombres. Haciéndose hombre, y ante todo como Niño indefenso, hace que más bien nos inclinemos sobre Él, igual que María y José, como los pastores, y luego los tres Magos de Oriente. Nos inclinamos con veneración, pero también con ternura. ¡En el nacimiento terreno de su Hijo, Dios se «adapta» al hombre tanto, que incluso se hace hombre!

Y precisamente este hecho se nos recuerda ahora, si seguimos el hilo del Salmo: nos «puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios» (Sal 39/40,4). ¡Qué candor se trasluce en nuestros cantos navideños! ¡Cómo expresan la cercanía de Dios, que se ha hecho hombre y débil niño! ¡Que jamás perdamos el sentido profundo de este misterio! Que lo mantengamos siempre vivo, tal como lo han transmitido los grandes santos.

Lo expresa también el Profeta Isaías cuando proclama hoy en la primera lectura: «Mi Dios fue mi fuerza» (Is 49,5). Y en la segunda lectura San Pablo se dirige a los Corintios -y al mismo tiempo indirectamente a nosotros- como a «los consagrados por Jesucristo, al pueblo santo que Él llamó» (1 Cor 1,2).

—Llamada a la santidad

El reciente Concilio nos ha recordado la vocación de todos a la santidad. ¡Esta es precisamente nuestra vocación en Jesucristo! Y es don esencial del nacimiento temporal de Dios. ¡Al nacer como hombre el Hijo de Dios confiesa la dignidad del ser humano, y a la vez le hace una nueva llamada, la llamada a la santidad!

¿Quién es Jesucristo?

El que nació la noche de Belén. El que fue revelado a los pastores y a los Magos de Oriente. Pero el Evangelio de este domingo nos lleva una vez más a las riberas del Jordán, donde después de 30 años de su nacimiento, Juan Bautista prepara a los hombres para su venida. Y cuando ve a Jesús, «que venía hacia él», dice: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).

Juan afirma que bautiza en el Jordán «con agua para que -Jesús de Nazaret- sea manifestado a Israel» (Jn 1,31).

Nos habituamos a las palabras: «Cordero de Dios». Y, sin embargo, éstas son simplemente palabras maravillosas, misteriosas, palabras potentes. ¡Cómo podían comprenderlas los oyentes inmediatos de Juan, que conocían el sacrificio del cordero ligado a la noche del éxodo de Israel de la esclavitud de Egipto!

¡El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!

Los versos siguientes del Salmo responsorial de hoy explican más plenamente lo que se reveló en el Jordán y a través de las palabras de Juan Bautista, y que ya había comenzado la noche de Belén. El salmo se dirige a Dios con las palabras del Salmista, pero indirectamente nos trae de nuevo las palabras del Hijo eterno hecho hombre: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: Aquí estoy -como está escrito en mi libro- para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero» (Sal 39/40,7-9).

Así habla, con las palabras del Salmo, el Hijo de Dios hecho hombre. Juan capta la misma verdad en el Jordán, cuando señalándolo, grita: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).

Hemos sido, pues, «santificados en Cristo Jesús». Y estamos «llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo Señor nuestro» (1 Cor 1,2).

Jesucristo es el Cordero de Dios, que dice de Sí mismo: «Dios mío, quiero hacer tu voluntad, y llevo tu ley en las entrañas» (cf. Sal. 39/40, 9).

—Santidad: la alegría de hacer la voluntad de Dios

¿Qué es la santidad? Es precisamente la alegría de hacer la voluntad de Dios.

El hombre experimenta esta alegría por medio de una constante acción profunda sobre sí mismo, por medio de la fidelidad a la ley divina, a los mandamientos del Evangelio. E incluso con renuncias.

El hombre participa de esta alegría siempre y exclusivamente por medio de Jesucristo, Cordero de Dios. ¡Qué elocuente es que escuchemos las palabras pronunciadas por Juan en el Jordán, cuando debemos acercarnos a recibir a Cristo en nuestros corazones y en la comunión eucarística!

Viene a nosotros el que trae la alegría de hacer la voluntad de Dios. El que trae la santidad.

Escuchamos las palabras: «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Y continuamente sentimos la llamada a la santidad.

Jesucristo nos trae la llamada a la santidad y continuamente nos da la fuerza de la santificación. Continuamente nos da «el poder de llegar a ser hijos de Dios», como lo proclama la liturgia de hoy en el canto del Aleluya.

Esta potencia de santificación del hombre, potencia continua e inagotable, es el don del Cordero de Dios. Juan señalándolo en el Jordán, dice: «Éste es el Hijo de Dios» (Jn 1,34), «Ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo» (Jn 1,33), es decir, nos sumerge en ese Espíritu al que Juan vio, mientras bautizaba, «que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre Él» (Jn 1,32). Éste fue el signo mesiánico. En este signo, Él mismo, que está lleno de poder y de Espíritu Santo, se ha revelado como causa de nuestra santidad: el Cordero de Dios, el autor de nuestra santidad.

¡Dejemos que Él actúe en nosotros con la potencia del Espíritu Santo!

¡Dejemos que Él nos guíe por los caminos de la fe, de la esperanza, de la caridad, por el camino de la santidad!

¡Dejemos que el Espíritu Santo -Espíritu de Jesucristo- renueve la faz de la tierra a través de cada uno de nosotros!

De este modo, resuene en toda nuestra vida el canto de Navidad.

(Con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II)

 

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