¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? 


Lo que ustedes oyen y ven


+Santo Evangelio:

Evangelio según San Mateo 11,2-11.

Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle:

«¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?».

Jesús les respondió: «Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres.

¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!».

Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo: «¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?

¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes.

¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta.

El es aquel de quien está escrito: Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino.

Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.


+Padres de la Iglesia

San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 36,2-3

Pero no era esto posible, porque no ignoraba Juan esta circunstancia que él mismo había profetizado, cuando dijo: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo»: llamándole Cordero publica su muerte, porque El ha hecho desaparecer el pecado mediante su Cruz. ¿Cómo, pues, había de ser un gran Profeta el que ignora las cosas propias de los Profetas? Porque dice Isaías: «Fue llevado a la pasión como una oveja» ( Is 53,7),

¿Y cómo puede sostenerse esto? Porque no dijo él: «¿Eres Tú por ventura el que ha de venir a los infiernos?», sino simplemente el que has de venir. Es ridículo que él hubiera mandado preguntar lo que él debía anunciar en otro lugar, porque el tiempo de la gracia es la vida presente y después de la muerte viene el juicio y el castigo: ¿qué necesidad había de precursor en este lugar? O de otra manera. Si los infieles se pueden salvar por la fe después de la muerte, no perecería nadie, porque entonces todos se arrepentirían y adorarían y toda rodilla se doblará, en el cielo, en la tierra y en los infiernos ( Fil 2).

Mientras Juan estuvo con los suyos les hablaba continuamente de todo lo relativo a Cristo, esto es, les recomendaba la fe en Cristo y cuando estuvo próximo a la muerte aumentaba su celo, porque no quería dejar a sus discípulos ni el más insignificante error y ni que estuvieran separados de Cristo, a quien procuró desde el principio llevar a los suyos. Y si les hubiese dicho: marchaos a El porque es mejor que yo, ciertamente no los hubiera convencido, porque hubieran creído que lo decía por un sentimiento propio de su humildad y de esta manera se hubiesen adherido más a él. ¿Qué hizo, pues? Espera oír de ellos mismos los milagros que hizo Jesús. No manda a todos, sino solamente a los dos, que él creía eran los más a propósito para convencer a los demás, para evitar toda sospecha y para juzgar con los datos positivos la diferencia inmensa entre él y Jesús.

Pero Cristo, conociendo las intenciones de Juan no dijo: «Yo soy», porque esto hubiera sido oponer una nueva dificultad a los que le oían; hubieran pensado, aun cuando no lo hubieran dicho, lo que dijeron los judíos de El mismo: «Tú das testimonio de Ti mismo por Ti mismo» ( Jn 8,13). Por esa razón los instruye con los milagros y con una doctrina incontestable y muy clara, porque el testimonio de las realidades tiene más fuerza que el de las palabras; por eso El curó enseguida a los ciegos, a los cojos y a otros muchos, no para enseñar a Juan, que no lo ignoraba, sino a aquellos que le ponían en duda. Respondiendo Jesús, les dice: «Id y decir a Juan lo que habéis oído y lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados».

San Jerónimo

No dice: «Eres Tú el que viniste», sino «eres Tú el que has de venir». Hazme saber a mí, que he de descender a los infiernos, si debo yo anunciarte también a los infiernos, o si está reservado a otro, que ha de venir, la realización de este misterio.

No pregunta, pues, como si no lo supiera, sino de la manera con que preguntaba Jesús: «En dónde está Lázaro» ( Jn 11), para que le indicaran el lugar del sepulcro, a fin de prepararlos a la fe y a que vieran la resurrección de un muerto; así Juan, en el momento en que había de perecer en manos de Herodes, envía a sus discípulos a Cristo, con el objeto de que, teniendo ocasión de ver los milagros y las virtudes de Cristo, creyesen en El y aprendiesen por las preguntas que le hiciesen. Que efectivamente los discípulos de Juan habían tenido cierta envidia contra Cristo, lo demuestra la pregunta siguiente, de que ya se ha hablado: «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos con frecuencia y tus discípulos no ayunan?» ( Mt 9,14).

No es menor que lo que precede. Por pobres evangelizados debe entenderse, o los pobres de espíritu o los pobres de riquezas, a fin de que en la predicación no haya diferencia entre nobles y plebeyos, entre ricos y necesitados: esto demuestra el rigor de la justicia del Maestro y la verdad del preceptor, puesto que todos los que quieren salvarse son iguales delante de sus ojos.

San Hilario, in Matthaeum, 11

Es indudable que él, como precursor, anunció que debía venir; que, como Profeta, le conoció como viviente; que, como confesor, le honró en su venida y es cierto que no se mezcla el error en él con la abundancia de su luz. Y ciertamente no se puede creer que le faltó a él en la cárcel la gracia del Espíritu Santo, puesto que el mismo Apóstol pudo dar para los que le acompañaban en la prisión, la luz de la virtud del Espíritu.

Miró, pues, en esto Juan, no a su propia ignorancia, sino a la de sus discípulos y los envía a ver sus obras y sus milagros, a fin de que comprendan que no era distinto de Aquel a quien él les había predicado y para que la autoridad de sus palabras fuese revelada con las obras de Cristo y para que no esperasen otro Cristo distinto de Aquel de quien dan testimonio sus propias obras.

Y así muestra el Señor que Juan había precavido este asunto, llamando bienaventurados a aquellos que no se escandalizan. Porque Juan envió a sus discípulos parar que escucharan a Jesús y ciertamente no para que, por miedo al Señor, fueran escandalizados.

Puede darse, en sentido místico, al hecho de Juan una interpretación más amplia, de suerte que el profeta aunque la ley haya tomado otra forma, no la saca fuera de las condiciones ordinarias de su profecía. Porque la ley anunció a Cristo y predicó el perdón de los pecados y prometió el reino de los cielos y Juan completó toda esta obra de la ley. La Ley estaba como aprisionada por los pecados del pueblo y encerrada en una cárcel cubierta de cadenas a fin de que no pudiese conocer a Cristo. Cuando la ley cae, ella misma envía a contemplar los Evangelios, a fin de que la incredulidad se vea forzada a comprobar la verdad de las palabras en la verdad de los hechos.


+Catecismo de la Iglesia

711: «He aquí que yo lo renuevo» (Is 43,19): dos líneas proféticas se van a perfilar, una se refiere a la espera del Mesías, la otra al anuncio de un Espíritu nuevo, y las dos convergen en el pequeño Resto, el pueblo de los Pobres (ver Sof 2,3), que aguardan en la esperanza la «consolación de Israel» y «la redención de Jerusalén» (Lc 2,25.38). Ya se ha dicho cómo Jesús cumple las profecías que a él se refieren. A continuación se describen aquellas en que aparece sobre todo la relación del Mesías y de su Espíritu.

712: Los rasgos del rostro del Mesías esperado comienzan a aparecer en el Libro del Emmanuel (ver Is 6,12), en particular en Is 11,1-2:

Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el Espíritu del Señor: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor.

Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (ver Is 42,1-9; ver Mt 12,18-21; Jn 1,32-34; después Is 49,1-6; ver Mt 3,17; Lc 2,32, y en fin Is 50,4-10 y 52,13-53,12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra «condición de esclavos» (ver Flp 2,7). Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.

714: Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías (Lc 4,18-19):

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor.

715: Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del «amor y de la fidelidad». Según estas promesas, en los «últimos tiempos», el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.

744: En la plenitud de los tiempos, el Espíritu Santo realiza en María todas las preparaciones para la venida de Cristo al Pueblo de Dios. Mediante la acción del Espíritu Santo en ella, el Padre da al mundo el Emmanuel, «Dios con nosotros» (Mt 1,23).


+Pontífices

San Juan Pablo II

«El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa» (Is 35, 1).

Una insistente invitación a la alegría caracteriza la liturgia de este tercer domingo de Adviento, llamado domingo «Gaudete», porque precisamente «Gaudete» es la primera palabra de la antífona de entrada. «Regocijaos», «alegraos». Además de la vigilancia, la oración y la caridad, el Adviento nos invita a la alegría y al gozo, porque ya es inminente el encuentro con el Salvador.

En la primera lectura, que acabamos de escuchar, encontramos un verdadero himno a la alegría. El profeta Isaías anuncia las maravillas que el Señor realizará en favor de su pueblo, liberándolo de la esclavitud y conduciéndolo de nuevo a su patria. Con su venida, se realizará un éxodo nuevo y más importante, que hará revivir plenamente la alegría de la comunión con Dios.

Para los que están desanimados y han perdido la esperanza resuena la «buena nueva» de la salvación:  «Gozo y alegría seguirán a los rescatados del Señor. Pena y aflicción se alejarán» (cf. Is 35, 10).

2. «Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios. (…) Viene a salvaros» (Is 35, 4). ¡Cuánta confianza infunde esta profecía mesiánica, que permite vislumbrar la verdadera y definitiva liberación, realizada por Jesucristo. En efecto, en la página evangélica que ha sido proclamada en nuestra asamblea, Jesús, respondiendo a la pregunta de los discípulos de Juan Bautista, se aplica a sí mismo lo que había afirmado Isaías:  él es el Mesías esperado:  «Id a anunciar a Juan -dice- lo que estáis viendo y oyendo:  los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la buena nueva» (Mt 11, 4-5).

Aquí radica la razón profunda de nuestra alegría:  en Cristo se cumplió el tiempo de la espera. Dios realizó finalmente la salvación para todo hombre y para la humanidad entera. Con esta íntima convicción nos preparamos para celebrar la fiesta de la santa Navidad, acontecimiento extraordinario que vuelve a encender en nuestro corazón la esperanza y el gozo espiritual…

«Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor» (St 5, 7).

El Adviento nos invita a la alegría, pero, al mismo tiempo, nos exhorta a esperar con paciencia la venida ya próxima del Salvador. Nos exhorta a no desalentarnos, superando todo tipo  de adversidades, con la certeza de que el Señor no tardará en venir.

Esta paciencia vigilante, como subraya el apóstol Santiago en la segunda lectura, favorece la consolidación de sentimientos fraternos en la comunidad cristiana. Al reconocerse humildes, pobres y necesitados de la ayuda de Dios, los creyentes se unen para acoger a su Mesías que está a punto de venir. Vendrá en el silencio, en la humildad y en la pobreza del pesebre, y a quien le abra el corazón le traerá su alegría.

Por tanto, avancemos con alegría y generosidad hacia la Navidad. Hagamos nuestros los sentimientos de María, que esperó en oración y en silencio al Redentor y preparó con cuidado su nacimiento en Belén. ¡Feliz Navidad!

(16 de diciembre de 2001)

Benedicto XVI

«Gaudete in Domino semper», «estad siempre alegres en el Señor» (Flp 4, 4). Con estas palabras de san Pablo se inicia la santa misa del III domingo de Adviento, que por eso se llama domingo «Gaudete». El Apóstol exhorta a los cristianos a alegrarse porque la venida del Señor, es decir, su vuelta gloriosa es segura y no tardará. La Iglesia acoge esta invitación mientras se prepara para celebrar la Navidad, y su mirada se dirige cada vez más a Belén. En efecto, aguardamos con esperanza segura la segunda venida de Cristo, porque hemos conocido la primera.

El misterio de Belén nos revela al Dios-con-nosotros, al Dios cercano a nosotros, no sólo en sentido espacial y temporal; está cerca de nosotros porque, por decirlo así, se ha «casado» con nuestra humanidad; ha asumido nuestra condición, escogiendo ser en todo como nosotros, excepto en el pecado, para hacer que lleguemos a ser como él.

Por tanto, la alegría cristiana brota de esta certeza:  Dios está cerca, está conmigo, está con nosotros, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad, como amigo y esposo fiel. Y esta alegría permanece también en la prueba, incluso en el sufrimiento; y no está en la superficie, sino en lo más profundo de la persona que se encomienda a Dios y confía en él.

Algunos se preguntan: ¿también hoy es posible esta alegría? La respuesta la dan, con su vida, hombres y mujeres de toda edad y condición social, felices de consagrar su existencia a los demás. En nuestros tiempos, la beata madre Teresa de Calcuta fue testigo inolvidable de la verdadera alegría evangélica. Vivía diariamente en contacto con la miseria, con la degradación humana, con la muerte. Su alma experimentó la prueba de la noche oscura de la fe y, sin embargo, regaló a todos la sonrisa de Dios.

En uno de sus escritos leemos:  «Esperamos con impaciencia el paraíso, donde está Dios, pero ya aquí en la tierra y desde este momento podemos estar en el paraíso. Ser felices con Dios significa:  amar como él, ayudar como él, dar como él, servir como él» (La gioia di darsi agli altri, Ed. Paoline 1987, p. 143). Sí, la alegría entra en el corazón de quien se pone al servicio de los pequeños y de los pobres. Dios habita en quien ama así, y el alma vive en la alegría.

En cambio, si se hace de la felicidad un ídolo, se equivoca el camino y es verdaderamente difícil encontrar la alegría de la que habla Jesús. Por desgracia, esta es la propuesta de las culturas que ponen la felicidad individual en lugar de Dios, mentalidad que se manifiesta de forma emblemática en la búsqueda del placer a toda costa y en la difusión del uso de drogas como fuga, como refugio en paraísos artificiales, que luego resultan del todo ilusorios.

Queridos hermanos y hermanas, también en Navidad se puede equivocar el camino, confundiendo la verdadera fiesta con una que no abre el corazón a la alegría de Cristo. Que la Virgen María ayude a todos los cristianos, y a los hombres que buscan a Dios, a llegar hasta Belén para encontrar al Niño que nació por nosotros, para la salvación y la felicidad de todos los hombres.

(III Domingo de Adviento, 16 de diciembre de 2007)