Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos


Alégrense y regocíjense entonces

+Santo Evangelio

Evangelio según San Mateo 5,1-12. 

Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. 

Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: 

«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. 

Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. 

Felices los afligidos, porque serán consolados. 

Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. 

Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. 

Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. 

Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. 

Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. 

Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. 

Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron.» 


+Padres del Iglesia 

San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 15,1-2

Aquí llama espíritu a la altivez y el orgullo. Cuando uno se humilla obligado por la necesidad no tiene mérito, por lo cual llama bienaventurados a aquellos que se humillan voluntariamente. Empieza cortando de raíz la soberbia y empieza así porque la soberbia fue la raíz y la fuente del mal en el mundo. Contra ella pone la humildad como un firme cimiento, porque una vez colocada ésta debajo, todas las demás virtudes se edificarán con solidez; pero si ésta no sirve de base, se destruye cuanto se levante por bueno que sea.

O pobres de espíritu se pueden llamar también a los temerosos, a quienes tiemblan ante los juicios de Dios, como el mismo Dios lo dice por boca de Isaías. ¿Qué más hay que simplemente humildes? Pues humilde, aquí es ciertamente el sencillo, pero también el muy rico.

San Agustín, de sermone Domini, 1, 2

Son pacíficos en sí mismos aquéllos que, teniendo en paz todos los movimientos de su alma y sujetos a la razón, tienen dominadas las concupiscencias de la carne y se constituyen en Reino de Dios. En ellos, todas las cosas están tan ordenadas, que lo que hay en el hombre de mejor y más excelente domina a las demás aspiraciones rebeldes, que también tienen los animales. Y esto mismo que se distingue en el hombre (esto es, la inteligencia y la razón) se sujeta a lo superior, que es la misma verdad, el Hijo de Dios. Y no puede mandar a los inferiores quien no está subordinado a los superiores. Esta es la paz que se da en la tierra a los hombres de buena voluntad.

San Ambrosio, in Lucam, 5,61

El primer Reino de los Cielos se ofrece a los santos en la disolución de su cuerpo y el segundo consiste en estar con Cristo después de la resurrección. Después de la resurrección empezarás a poseer la tierra, cuando hayas sido librado de la muerte, y en esta misma posesión encontrarás tu consuelo. El gozo sigue a la consolación y al gozo sigue la divina misericordia. El Señor llama a aquel de quien se apiada y éste, llamado así, ve al que lo llama. Y el que ve a Dios es recibido en el derecho de la divina generación. Finalmente, como hijo de Dios disfruta de las riquezas del Reino de los Cielos. Aquél, pues, empieza y éste queda satisfecho.


+Catecismo

718: Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer:

Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada (S. Agustín)

¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti (S. Agustín).

Sólo Dios sacia (S. Tomás de Aquino).

1719: Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe.

1720: El Nuevo Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la llegada del Reino de Dios, la visión de Dios: «Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8), la entrada en el gozo del Señor, la entrada en el Descanso de Dios:

Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin (S. Agustín)?

1721: Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al Cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina y de la Vida eterna (Ver Jn 17, 3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo (Ver Rm 8, 18) y en el gozo de la vida trinitaria.

1722: Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas. Es fruto del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como también llamamos sobrenatural la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo divino.

1723: La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor:

El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje «instintivo» la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad… Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza, por tanto, es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro… La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración (Newman).

1724: El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios.


+Pontífices

Benedicto XVI

En este cuarto domingo del Tiempo Ordinario, el Evangelio presenta el primer gran discurso que el Señor dirige a la gente, sobre las dulces colinas que rodean el Lago de Galilea. “Al ver a la multitud –escribe san Mateo–, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles” (Mt 5, 1-2). Jesús, nuevo Moisés, “asume la ‘cátedra’ de la montaña” (Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, 2007) y proclama “bienaventurados” los pobres de espíritu, los afligidos, los misericordiosos, los que tienen hambre de justicia, los limpios de corazón, los perseguidos (Cf. Mt 5, 3-10). No se trata de una nueva ideología, sino de una enseñanza que procede de lo alto y que toca a la condición humana, que el Señor, al encarnarse, quiso asumir para salvarla. Por este motivo, “el sermón de la montaña se dirige a todo el mundo, en el presente y en el futuro… y sólo puede ser comprendido y vivido en el seguimiento de Jesús, caminando con Él” (Jesús de Nazaret). Las Bienaventuranzas son un nuevo programa de vida para liberarse de los falsos valores del mundo y abrirse a los verdaderos bienes presentes y futuros. Cuando Dios consuela, sacia el hambre de justicia, enjuga las lágrimas de los afligidos, significa que, ademas de recompensar a cada uno de manera sensible, abre el Reino de los Cielos. “Las Bienaventuranzas son la transposición de la cruz y de la resurrección en la existencia de los discípulos” (ibídem). Reflejan la vida del Hijo de Dios que se deja perseguir, despreciar hasta la condena a muerte para dar a los hombres la salvación.

Un antiguo eremita afirma: “Las Bienaventuranzas son dones de Dios y tenemos que darle verdaderamente gracias por habérnoslas dado y por las recompensas que se derivan de ellas, es decir, el Reino de los Cielos en el siglo futuro, el consuelo aquí, la plenitud de todo bien y la misericordia de Dios…, cuando uno se ha convertido en imagen de Cristo sobre la tierra” (Pedro de Damasco, en Filocalia, volumen 3, Turín 1985, p. 79). El Evangelio de las Bienaventuranzas se comenta con la historia misma de la Iglesia, la historia de la santidad cristiana, pues –como escribe san Pablo– “Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale” (1 Corintios 1, 27-28). Por este motivo, la Iglesia no tiene miedo de la pobreza, el desprecio, la persecución en una sociedad con frecuencia atraída por el bienestar material y por el poder mundano. San Agustín nos recuerda que “lo que ayuda no es sufrir estos males, sino soportarlos por el nombre de Jesús, no sólo con espíritu sereno, sino incluso con alegría” (De sermone Domini in monte, I, 5,13: CCL 35, 13).

Queridos hermanos y hermanas: invoquemos a la Virgen María, la bienaventurada por excelencia, pidiendo la fuerza de buscar al Señor (Cf. Sofonías 2, 3) y de seguirle siempre, con alegría, por el camino de las Bienaventuranzas.

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