La liturgia es el «ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y realizan la santificación del hombre


El Año Litúrgico es la celebración – actualización del misterio de Cristo en el Tiempo; es decir, la celebración y actualización de las etapas más importantes del desarrollo del plan de salvación de Dios para el hombre.

Es un camino de fe que nos sumerge progresivamente en el misterio de la salvación; que los cristianos recorremos para realizar en nosotros este plan divino de amor que apunta a que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad (1 Tm 2,4). Quien ha estudiado la historia de salvación, comprenderá la importancia del Año Litúrgico en su caminar hacia el Padre.
Cristo Salvador, una vez cumplida su obra, ascendió a los cielos: salió del Padre y vino al mundo, y finalmente dejó el mundo para volver al Padre (Jn 16,28). Los discípulos «vieron» como Jesús se iba del mundo (Hch 1,9), y ascendía al cielo. Desde allí ha de venir, al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos (Mt 25,31-33). Pero hasta que se produzca esta gloriosa parusía, una cierta nostalgia de la presencia visible de Jesús forma parte de la espiritualidad cristiana: «Deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). «Mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (2Cor 5,6-8). Mientras tanto, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», debemos «buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1). Desde esta presencia primaria de Jesús en los cielos habrá que explicar todos los otros modos suyos de hacerse realmente presente entre nosotros.
Pero no olvidemos que, antes de su ascensión, Cristo nos prometió su presencia espiritual hasta el fin de los siglos (Mt 28,20). No nos ha dejado huérfanos, pues está en nosotros y actúa en nosotros por su Espíritu (Jn 14,15-19; 16,5-15). Jesucristo tiene un sacerdocio celestial, que está ejercitándose siempre en favor de nosotros (Heb 6,20;7,3-25). Los textos del concilio Vaticano II nos muestran la verdadera naturaleza de la liturgia cristiana:
-La liturgia es el «ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno de ellos a su manera, realizan la santificación del hombre [soteriología], y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro [doxología]» (SC 7c).
-«En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (+Ap 21,2; Col 3,1; Heb 8,2)» (5C 8).
-«Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Esta presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: «Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20)» (5C 7a).
En la liturgia Jesucristo ejercita su sacerdocio unido a su pueblo sacerdotal, que es la Iglesia. Y «realmente en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b). Cualquier acción litúrgica, concretamente, como enseña Pablo VI, «cualquier misa, aunque celebrada privadamente por el sacerdote, sin embargo no es privada, sino que es acto de Cristo y de la Iglesia» (enc. Mysterium fidei 3-IX-1965: EL 432; +LG 26a).
La misma vida cristiana ha de ser una liturgia permanente. Si hemos de «dar en todo gracias a Dios» (2Tes 5,18), eso es precisamente la eucaristía: acción de gracias. Si le pedimos a Dios que «nos transforme en ofrenda permanente» (Anáf. III), es porque sabemos que toda nuestra vida tiene que ser un culto incesante. Así lo entendió la Iglesia desde su inicio:
La limosna es una «liturgia» (2Cor 9,12; +Rm 15,27; Sant 1,27). Comer, beber, cualquier cosa, todo ha de hacerse para gloria de Dios, en acción de gracias (1Cor 10,31). La entrega misionera del Apóstol es liturgia y sacrificio (Flp 2,17). En la evangelización se oficia un ministerio sagrado (Rm 15,16). La oración de los fieles es un sacrificio de alabanza (Heb 13,15). En fin, los cristianos debemos entregar día a día nuestra vida al Señor como «perfume de suavidad, sacrificio acepto, agradable a Dios» (Flp 4,18), «como hostia viva, santa, grata a Dios; éste ha de ser vuestro culto espiritual» (Rm 12,1).
Por otra parte, todos los cristianos han de ejercitar con Cristo su sacerdocio en el culto litúrgico, aunque no todos participen del sacerdocio de Jesucristo del mismo modo. En efecto, «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente, y no sólo en grado, se ordenan sin embargo el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige al pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, y lo ofrece en nombre de todo el pueblo de Dios. Los fieles en cambio, en virtud de su sacerdocio real, concurren a la ofrenda de la eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante» (LG 10b).
El tiempo cristiano no es homogéneo, siempre igual, sino que hay en él fases tan caracterizadas en el orden de la gracia como lo son en el orden de la naturaleza primavera y verano, otoño e invierno. La santa Iglesia, «en el círculo del año, desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor. Conmemorando así los misterios de la redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo [aquellos misterios] para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la sal­vación» (SC 102bc).
Para la vida espiritual tiene suma importancia seguir con atención el Año litúrgico, abrirse de verdad a las particulares gracias que el Señor quiere comunicar según fiestas y tiempos litúrgicos, meditar los textos del Misal, de las Horas, ejercitar aquellas virtudes más estimuladas por la liturgia del tiempo. Es así como se establece una sinergía entre la acción de la gracia de Dios y la acción del esfuerzo humano. Por el contrario, para pelagianos y voluntaristas todo esto no tiene mayor importancia, porque no buscan la santificación en la gracia, sino en su propio esfuerzo. Y ellos son los mismos en domingo o en martes, en pascua o en el tiempo ordinario.
El eje sobre el cual se mueve el Año Litúrgico es la Pascua. Por lo tanto la principal finalidad consiste en acompañar gradualmente al hombre hacia una conformación auténtica de Cristo, muerto y resucitado. Esa conformación que llega a su cumbre en la esperanza del Reinado del Corazón de Cristo (Cristo Rey), es la obra del Espiritu Santo, por la acción de su graciaen las almas, la que se recibe en los sacramentos. Los primeros pasos en estecaminar se inician contemplando la Historia de Salvación con el Primer Domingo de Adviento.

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