El Espíritu Santo es así el principio vital de una nueva humanidad


La Trinidad divina en los cristianos


Por Obra del Espíritu Santo / José Mª Iraburu
El Espíritu Santo habita en la Iglesia, como cuerpo que es de Cristo, haciendo de ella el templo de Dios entre los hombres (1Cor 3,10-17; Ef 2,20-21). Pero también habita en cada uno de los cristianos. Cada uno de ellos es personalmente «templo del Espíritu Santo» (1Cor 6,15.19; 12,27). Y ambos aspectos de la inhabitación, el comunitario y el personal, van necesariamente unidos. No se puede ser cristiano sino en cuanto piedra viva del Templo de la Iglesia.
El Espíritu Santo es así el principio vital de una nueva humanidad. En efecto, Jesucristo, «el Señor es Espíritu» (2 Cor 3,17), y unido al Padre y al Espíritu Santo es para los hombres «Espíritu vivificante» (1 Cor 15,45). Él habita en nosotros, y nosotros nos vamos configurando a su imagen «a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (3,18; +Gál 4,6). Por tanto, todas las dimensiones de la vida cristiana han de ser atribuidas a la acción del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo. En San Pablo se afirma todo esto con especial claridad:
-Es el Espíritu Santo el que nos hace hijos en el Hijo, es decir, Él es quien produce en nosotros la adopción filial divina (Rm 8,14-17).
-Es el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, el que nos mueve internamente a toda obra buena (Rm 8,14; 1 Cor 12,6).
-Es el Espíritu Santo -el agua, el fuego- quien nos purifica del pecado (Tit 3,5-7; +Mt 3,11; Jn 3,5-9).
-Es él quien enciende en nosotros la lucidez de la fe (1 Cor 2,10-16). «Nadie puede decir «Jesús es el Señor» sino en el Espíritu Santo» (12,3).
-El levanta nuestros corazones a la esperanza (Rm 15,13).
-Si nosotros podemos amar al Padre y a los hombres como Cristo los amó, eso es porque «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
-El Espíritu Santo es quien llena de gozo y alegría nuestras almas (Rm 14,17; Gál 5,22; 1 Tes 1,6).
-El nos da fuerza apostólica para testimoniar a Cristo y fecundidad espiritual, pues la evangelización «no es sólo en palabras, sino en poder y en el Espíritu Santo» (1,5; +Hch 1,8).
-El nos concede ser libres del mundo que nos rodea (2Cor 3,17).
-El hace posible en nosotros la oración, pues viene en ayuda de nuestra total impotencia y ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8,15. 26-27; Ef 5,18-19).
En suma, según San Pablo, toda la «espiritualidad» cristiana es la vida sobrenatural que el Espíritu produce en los hombres. Y por eso afirma: «vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9; +10-16; Gál 5,25; 6,8).
Y lo mismo enseña el apóstol San Juan. El que ama a Jesús y guarda sus mandatos «permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 3,24). El sarmiento que «permanece» en la Vid, recibe de ésta espíritu, vida, fruto (Jn 15,4-8). Si alguno ama a Cristo, será amado por el Padre, y las Personas divinas habitarán en él (14,23). El que se alimenta de Cristo, es internamente vivificado por él (6,56-57).
Toda la vida cristiana, por tanto, fluye de la inhabitación de Dios en el hombre.

La Inhabitación
La vivencia del misterio de la inhabitación de la Trinidad ha sido desde el comienzo de la Iglesia la clave principal de la espiritualidad cristiana. Recordemos algunos testimonios.
-San Ignacio de Antioquía, hacia el año 107, se llama a sí mismo Teóforos, portador de Dios, y nombres semejantes da a los fieles cristianos, teóforoi, cristóforoi, agióforoi (Efesios 9,2; saludos de sus cartas). Y él mismo enseñaba: «obremos siempre viviendo conscientemente Su inhabitación en nosotros, siendo nosotros su templo, siendo él nuestro Dios dentro de nosotros; como realmente es y se nos manifestará, si le amamos como es debido» (Efesios 15,3).
-San Agustín es sin duda, en la antigüedad, el más alto maestro de la inhabitación. Él buscó a Dios en las criaturas, y ellas le dieron algunas referencias muy valiosas (Confesiones IX,10,25; X,6,9); pero por fin lo encontró en sí mismo: «Él está donde se gusta la verdad, en lo más íntimo del corazón» (IV,12,18).
«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no tendrían ser» (X,27,38). «Tú estabas dentro de mí, más interior a mí que lo más íntimo mío y más elevado que lo más alto mío (interior intimo meo et superior summo meo)» (III,6,11).
-Santa Teresa de Jesús alcanza las más altas experiencias de la inhabitación en el culmen de su vida espiritual, cuando llega al matrimonio espiritual, es decir, en la mística unión transformante:
A los comienzos de su vida espiritual ella creía en esta presencia de Dios en el alma, pero no la sentía. Pero ahora, introducida ya en la contemplación mística, «estando con esta presencia de las tres Personas que traigo en el alma, era con tanta luz que no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero» (Cuenta conciencia 42;+41). Y es que ahora Dios «quiere dar a sentir esta presencia, y trae tantos bienes, que no se pueden decir, en especial, que no es menester andar a buscar consideraciones para conocer que está allí Dios. Esto es casi ordinario» (66,10). Ahora ya ni trabajos ni negocios le hacen perder la conciencia de esa divina presencia (7 Moradas 1,11).
Captar en sí la Presencia divina es algo que levanta su corazón sobre todo lo creado: «Me mostró el Señor, por una extraña manera de visión intelectual [esto es, sin imágenes], cómo estaba el alma que está en gracia, en cuya compañía vi la Santísima Trinidad por visión intelectual, de cuya compañía venía al alma un poder que señoreaba toda la tierra» (Cuenta conciencia 21).
Captar esa gloriosa Presencia de Dios en el alma le trae a ésta inmensos bienes: gozo indecible de verse hecha una sola cosa con Dios (7 Moradas 2,4), completo olvido de sí (3,2), ardiente celo apostólico (3,4), paz y gran silencio interior (3,11-12), aunque no falta cruz (3,2; 4,2-9). Antes «solía ser muy amiga de que me quisiesen bien, y ya no se me da nada, antes me parece en parte me cansa» (Cuenta conciencia 3). «En muy grandes trabajos y persecuciones y contradicciones que he tenido, me ha dado Dios gran ánimo, y cuando mayores, mayor» (ib.). En fin, «no me parece que vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza, y ando como fuera de mí» (ib.).
-San Juan de la Cruz enseña que en la purificación pasiva del espíritu puede el cristiano «sentirse sin Dios» (2 Noche 5,5; 6,2), participando así de la pasión de Cristo, que en la cruz se sintió abandonado por el Padre (Mt 27,46). Pero también enseña que esas noches del alma, tan profundamente purificativas, conducen a una vivencia inefable de la inhabitación de Dios en el alma, es decir, conducen a «lo más a que en esta vida se puede llegar» (Llama 1,14). Entonces se experimenta que «el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente, está escondido en el íntimo ser del alma» (Cántico 1,6). ¿Puede haber algo mayor?
«Dios mora secretamente en el seno del alma, porque en el fondo de la sustancia del alma es hecho este dulce abrazo. Mora secretamente, porque a este abrazo no puede llegar el demonio, ni el entendimiento del hombre alcanza a saber cómo es. Pero al alma misma, [que ha sido introducida ya por la alta vida de virtud] en esta perfección, no le está secreto, pues siente en sí misma este íntimo abrazo… ¡Oh, qué dichosa es esta alma que siempre siente estar Dios descansando y reposando en su seno!… En otras almas que no han llegado a esta unión, aunque no está [el Esposo] desagradado, porque al fin están en gracia, pero, por cuanto aún no están bien dispuestas, aunque mora en ellas, mora secreto para ellas, porque no le sienten de ordinario, sino cuando él les hace algunos recuerdos sabrosos» (Llama 4,14-16).
Y es el amor la causa de la inhabitación, según aquella palabra de Jesús: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14,23).
«Mediante el amor se une el alma con Dios; y así, cuantos más grados de amor tuviere, tanto más profundamente entra en Dios y se concentra en El. De donde podemos decir que cuantos grados de amor de Dios puede tener el alma, tantos centros puede tener en Dios, uno más adentro que otro, porque el amor más fuerte es el más unitivo. Y si llegare hasta el último grado del amor, llegará a herir el amor de Dios hasta el último centro y más profundo del alma, lo cual será transformarla y esclarecerla según todo el ser y potencia y virtud de ella, según es capaz de recibir, hasta ponerla que parezca Dios» (Llama 1,13). Entonces «el alma se ve hecha como un inmenso fuego de amor que nace de aquel punto encendido del corazón del espíritu» (2,11).
Por el misterio inefable de la inhabitación, la misma Trinidad divina tal cual es -amor del Padre, generación del Hijo, espiración del Espíritu Santo- se da en el alma,
que así recibe «la comunicación del Espíritu Santo, para que ella espire en Dios la misma espiración de amor que el Padre espira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo… Porque eso es estar [el alma] transformada en las tres Personas en potencia [Padre] y sabiduría [Hijo] y amor [Espíritu Santo], y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la creó a su imagen y semejanza» (Cántico 39,3-4).
Ese «abrazo abismal de su dulzura» que el Padre ha dado al hombre en la inhabitación, se lo ha dado en Cristo Esposo, que así se desposa con la humanidad «con cierta consumación de unión de amor» (Cántico 22,3; +Llama 4,3).

Síntesis teológica

La inhabitación es una presencia real, física, de las tres Personas divinas, que se da en los justos, y que se da únicamente en ellos, es decir, en las personas que están en gracia, en amistad con Dios. Las tres Personas divinas habitan en el hombre como en un templo, no sólo el Espíritu Santo. En efecto, son las mismas Personas de la Trinidad -la gracia increada- las que se hacen presentes, y no sólo meros dones santificantes. Ahora bien, para que la Presencia divina se dé, es necesaria la producción divina de la gracia creada en el hombre. Por tanto, la gracia increada, esto es, la inhabitación, y la gracia creada, son inseparables.
Por la inhabitación, los cristianos somos «sellados con el sello del Espíritu Santo» (Ef 1,13), sello personal, vivo y vivificante. La imagen de Dios se reproduce en nosotros por la aplicación inmediata que las Personas divinas hacen de sí mismas en nosotros. Por eso el concilio Vaticano II, haciendo suya la expresión de los Padres antiguos, afirma que en el Cuerpo místico la acción del Espíritu Santo puede «ser comparada con la función que ejerce el principio de vida o alma o en el cuerpo humano» (LG 7g).
En el apóstol Juan hemos visto que la inhabitación de Dios en el hombre ha de explicarse en clave de conocimiento (Jn 17,3) y de amor (14,23); es decir, que la inhabitación es una amistad. Y de ese mismo modo explica teológicamente Santo Tomás la inhabitación.
El Doctor común comienza por afirmar que «la caridad es una amistad, y la amistad importa unión, porque el amor es una fuerza unitiva» (STh II-II,25,4).
«La amistad añade al amor que en ella el amor es mutuo y que da lugar a cierta intercomunicación. Esta sociedad del hombre con Dios, este trato familiar con él, comienza por la gracia en la vida presente, y se perfecciona por la gloria en la futura. Y no puede el hombre tener con Dios esa amistad que es la caridad, si no tiene fe, una fe por la que crea que es posible ese modo de asociación y trato del hombre con Dios, y si no tiene también esperanza de llegar a esa amistad. Por eso la caridad [y consecuentemente la inhabitación de Dios en el hombre] es imposible sin la fe y la esperanza» que precisamente fundamentan a aquella (I-II,65,5).
Partiendo de estos principios, Santo Tomás explica la inhabitación en clave de conocimiento y amor mutuos.
«El especial modo de la presencia divina propio del alma racional consiste precisamente en que Dios esté en ella como lo conocido está en aquel que lo conoce y como lo amado en el amante. Y porque, conociendo y amando, el alma racional aplica su operación al mismo Dios, por eso, según este modo especial, se dice que Dios no sólo es en la criatura racional, sino que habita en ella como en su templo» (I,43,3).
Es cierto, sin embargo, como ya vimos, que el cristiano incipiente, aunque esté en gracia, apenas es consciente de la Presencia de Dios en él. En efecto, es el cristiano espiritual el que capta habitual y claramente la inhabitación de la Trinidad en sí mismo. «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8), y lo verán en su propio corazón.Por eso, cuando el ejercicio ascético de las virtudes se perfecciona en la vida mística de los dones del Espíritu Santo, es entonces cuando el cristiano entiende que es templo de la Trinidad divina con una conciencia mucho más cierta y habitual.
Así lo explica Juan de Santo Tomás: «Supuesto ya el contacto y la íntima existencia de Dios dentro del alma, Dios se hace presente de un modo nuevo por la gracia como objeto experimentalmente cognoscible y gozable en ella misma. Y es que a Dios no se le conoce sólamente por la fe, que es común a los creyentes, justos o pecadores, sino también por el don de sabiduría, que da un gustar y un experimentar íntimamente» a Dios (Tract. de s. Trinit. mysterio d.17,a.3,10-12).

Eucaristía e inhabitación
Jesucristo en la eucaristía causa en los fieles la inhabitación de la Trinidad. «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Así como vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,51-57). La eucaristía, pues, es para la inhabitación. La presencia real de Cristo en la eucaristía tiene como fin asegurar la presencia real de Cristo en los justos por la inhabitación.
Incluso puede afirmarse que, bajo ciertos aspectos, la presencia del Señor en los cristianos es aún más excelente que su presencia en la eucaristía. Y esto por varias razones.
1ª.-La eucaristía está finalizada en la inhabitación. El Señor se hace presente en el pan para hacerse presente en los fieles. Por otra parte, la inhabitación hace al cristiano idóneo para la comunión eucarística. Sin aquélla, no es lícito acercarse a ésta.
2ª.-En la eucaristía el pan pierde su autonomía ontológica propia, para convertirse en el cuerpo de Cristo: ya no hay pan, sólo queda su apariencia sensible. Pero en la inhabitación el prodigio de amor es aún más grande: el Señor se une al hombre profundísimamente, dejando sin embargo que éste conserve su propia ontología, sus facultades y potencias humanas. La inhabitación no hace que el cristiano deje de existir, pero la eucaristía hace que deje de existir el pan.
3ª.-La eucaristía cesará, como todas las sacralidades de la liturgia, cuando «pase la apariencia de este mundo» y llegue a «ser Dios todo en todas las cosas» (1 Cor 7,31; 15,28); pero la presencia de Dios en el justo, la inhabitación, no cesará nunca, por el contrario consumará su perfección en la vida eterna.
4ª.-Corrompidas las especies eucarísticas, por accidente o por el tiempo, cesa la presencia del Señor; en cambio, muerto el cristiano, corrompido su cuerpo en el sepulcro, no cesa en él la amorosa presencia del Cristo glorioso y bendito. Sólo el pecado puede destruir la Presencia trinitaria de la inhabitación. Ni siquiera la muerte «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35-39).

Espiritualidad de la inhabitación
La vida cristiana es una íntima amistad del hombre con las Personas divinas que habitan en él. Así ha de vivirse y ésa ha de ser su explicación principal. En efecto, la oración, la caridad al prójimo, el trabajo, la vida litúrgica, todos los aspectos y variedades de la gracia creada, han de vivirse y explicarse partiendo de la gracia increada, esto es, de la presencia de Dios en el hombre, presencia constante, activa, benéfica, por la que la misma Trinidad santísima se constituye en el hombre como principio ontológico y dinámico de una vida nueva, divina, sobrenatural, eterna.
((Algunos tratados de Espiritualidad ignoran casi la presencia de Dios en el justo. Pero una espiritualidad que deje en segundo plano el misterio de la inhabitación de la Trinidad en el hombre es falsa, o al menos ha de ser considerada excéntrica, pues no está centrada en lo que realmente es central en el evangelio. Y por lo demás, siempre que la Presencia divina en los cristianos es ignorada u olvidada, la espiritualidad decae inevitablemente en moralismos antropocéntricos de uno u otro signo, y en voluntarismos pelagianos de uno u otro estilo.
Otras veces esas ignorancias u olvidos sobre la inhabitación afectan sólo a las actitudes de algunas personas. Con un ejemplo: una mujer cristiana queda viuda. Sus hijos, ya crecidos, no viven con ella. Se siente sola. Toma una empleada, pero apenas le sirve de compañía, pues es muy callada. Adquiere un perro, muy vivaracho, que suaviza su soledad… A esta mujer «cristiana», por lo visto, un perro le hace más compañía que la Trinidad divina.))
-Dios quiere que seamos habitualmente conscientes de su presencia en nosotros. No ha venido a nosotros como «dulce Huésped del alma» para que vivamos habitualmente en la ignorancia o el olvido de su amorosa presencia. Por el contrario, nosotros hemos «recibido el Espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido» (1Cor 2,12). Y el don mayor recibido en la vida de la gracia es la donación personal que la Trinidad divina ha hecho de sí misma a la persona humana, consagrándola así como un templo vivo suyo.
-La conciencia de nuestra dignidad de cristianos ha de fundamentarse en la inhabitación. El Espíritu Santo actúa quizá en el pecador, pero «todavía no inhabita» en él (Trento 1551: Dz 1678), pues éste no vive en su amistad. Pero el hombre que ama a Dios y guarda sus mandatos, permanece en Dios y es como un cirio encendido en la llama del Espíritu Santo (+Flp 2,15-16).
Por eso entre el pecador y el justo hay un salto ontológico cualitativo, hay una distancia mucho mayor que la existente entre el justo y el bienaventurado del cielo. Entre éstos hay esencial continuidad, pues el justo, ya en este mundo, por la gracia «tiene la vida eterna» (Jn 6,54). En este sentido dice León XIII que la inhabitación es tan admirable que «sólo en la condición o estado, pero no en la esencia, se diferencia de la que constituye la bienaventuranza en el cielo» (enc. Divinum illud munus 9-V-1897, 11: Dz 3331).
((Cuando personas materialistas y ateas hablan de «la dignidad de la persona humana» es inevitable una actitud de desconfianza. ¿En qué consiste la «dignidad» del hombre si no es persona, si no es imagen de Dios, si sólo es un animal con un cerebro especialmente evolucionado? La antropología materialista ha tomado del cristianismo gran parte de su terminología y algunas precarias formas de veneración al hombre, pero ha desechado los fundamentos religiosos de esa terminología y de esa actitud.
Sin referencia alguna a valores transcendentes, ¿por qué los locos o los deformes o los enfermos irrecuperables, o simplemente los miserables ignorantes, hombres pobres, lastres sociales, merecen algún respeto? Sin la fundamentación religiosa de la dignidad del hombre ¿qué objeción seria puede ponerse al aborto, a la eutanasia, o a los más variados experimentos eugenésicos para «mejorar la especie», purificando a la humanidad de las «razas inferiores»? ¿Por qué los ricos han de solidarizarse con los pobres para elevar su condición humana? ¿Por qué no recurrir a una invasión, a una buena guerra, cuando con ella se podrían arreglar rápidamente no pocos problemas mundiales? O viniendo a casos concretos, ¿por qué, por ejemplo, no acelerar una herencia urgente por la discreta eliminación de un viejo enfermo e inútil que no acaba de morirse?…
No hay manera de fundamentar la dignidad del hombre de modo absoluto e inviolable si se suprime su relación a Dios, que es su origen, su fin y su fundamento.))
-El horror al pecado surge en la medida en que se cree en la inhabitación. San Pablo, por ejemplo, cuando quería apartar a los corintios del vicio de la fornicación, que abundaba en ellos (1Cor 5,1), les recordaba ante todo que eran templos de Dios: «¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (3,16-17). El Apóstol estas altas consideraciones no a cristianos de excelsa vida espiritual, sino a cristianos carnales, principiantes, llenos de deficiencias (3,1-3).
-La oración continua equivale a vivir siempre en la presencia de Dios. Es, pues, una permanente conciencia de la inhabitación trinitaria. Con razón suele llamarse a esta oración de todas las horas «guardar la presencia de Dios». Así es como se hace posible que todas y cada una de las acciones de la vida diaria se transformen «una ofrenda permanente», hecha a Dios continuamente en el altar del propio corazón.
-También la humildad nace de esa conciencia de la inhabitación. Ella nos hace entender que son las Personas divinas las que en nosotros tienen la iniciativa y la fuerza para todo lo bueno que hagamos. Un cristiano sólo podrá envanecerse por algo si olvida la presencia activa de Dios en él. Entonces será tan necio como un cuerpo que pensara hacer las obras del hombre sin el alma, y que sólo a sí mismo se atribuyera el mérito de tales obras.
San Ireneo dice: «El hombre perfecto está compuesto de tres elementos: cuerpo, alma y Espíritu Santo. El único que salva e informa es el Espíritu Santo» (Adversus hæreses V, 9,1-2; +Rivera 47).
-El amor a la Iglesia crece en nosotros cuando comprendemos que la gracia suprema de la inhabitación se nos da por ella y en ella. En efecto, la Presencia divina no se nos da como algo privado, sino como algo que es estrictamente personal y al mismo tiempo comunitario y eclesial.
-Comprendemos también la necesidad de la abnegación del hombre viejo y carnal en nosotros, si nos damos cuenta de que estamos llamados a pensar, querer, sentir, hablar y obrar desde la Trinidad divina que habita en nosotros, y no desde la precariedad miserable de nuestro yo carnal.
-Nunca nos falta la alegría si somos conscientes de la presencia de Dios en nosotros. Nos alegramos, nos alegramos siempre en el Señor (Flp 4,4).
-En fin, la conciencia del misterio de la inhabitación acrecienta en el cristiano la interioridad personal, librándole de un exteriorismo consumista, trivial y alienante. Nos hace experimentar la verdad de aquella palabra de Cristo: «el reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Nos hace obedientes a la exhortación de San Juan de la Cruz: «Atención a lo interior» (Letrilla 2). No quiere este santo que el hombre se vacíe de sí mismo, proyectándose siempre hacia fuera. Eso es justamente lo que nos aliena de Dios.
«Todavía dices: «Y si está en mí el que ama mi alma ¿cómo no le hallo ni le siento?» La causa es porque está escondido y tú no te escondes también para hallarle y sentirle; porque el que ha de hallar una cosa escondida, ha de entrar tan a lo escondido y hasta lo escondido donde ella está, y cuando la halla, él también está escondido como ella. Tu Esposo amado es «el tesoro escondido en el campo» de tu alma» (Cántico 1,9).
Para el místico Doctor la «disipación» crónica de los cristianos es un espanto, una tragedia, es algo indeciblemente lamentable. «Oh, almas creadas para estas grandezas y para ellas llamadas ¿qué hacéis, en qué os entretenéis? vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (39,7).

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