De LA CIUDAD DE DIOS de San Agustín


LA CIUDAD DE DIOS CONTRA PAGANOS 

San Agustín


LIBRO XX, CAPÍTULO I
Aunque Dios en todo tiempo juzga, en este libro se trata del juicio final  propiamente dicho

1. Vamos a hablar del día del juicio definitivo de Dios, según Él mismo nos vaya dando a entender. Y como afirmaremos su existencia, en contra de los impíos y descreídos, hemos de fundarnos, a modo de sólido cimiento, sobre los testimonios divinos. Quienes rehúsan darle crédito se afanan por oponer sus pobres argumentos humanos, llenos de errores y falsedades; pretenden dar un significado diverso a los testimonios aducidos por la Escritura, o niegan, en fin, rotundamente que Dios lo haya afirmado. Porque yo estoy convencido de que no hay mortal alguno que, comprendiendo correctamente estos testimonios y creyendo que han sido pronunciados por el mismo soberano y verdadero Dios, a través de algunas almas santas, no se rinda ante ellos y les dé su asentimiento, ya lo confiese de palabra, ya se avergüence o tenga miedo de confesarlo, por efecto de algún vicio, o ya, incluso, se empeñe, con una terquedad rayana en la demencia, en defender obstinadamente lo que él conoce y cree como falso en contra de sus propias convicciones sobre la verdad auténtica.

2. Lo que la Iglesia entera del verdadero Dios afirma en su confesión y profesión pública de fe, a saber: que Cristo ha de venir desde el cielo a juzgar a vivos y muertos; a esto lo llamamos el día último del juicio divino, es decir, el tiempo final. Desconocemos cuántos días durará ese juicio. Suelen tener por costumbre las santas Escrituras usar el término «día» en lugar de «tiempo», como sabe cualquiera que las haya leído con atención. Nosotros, al citar el día del juicio, añadimos «último» o «final», puesto que también ahora juzga Dios, y ha juzgado desde el comienzo del género humano, excluyendo del Paraíso y separando del árbol de la vida a los primeros hombres, reos de un gran pecado. Es más, cuando no perdonó a los ángeles prevaricadores, cuyo cabecilla, tras haberse perdido a sí mismo, pervirtió por envidia a los hombres, entonces, sin duda, actuó como juez. Y no ha sucedido sin este misterio y justo juicio divino el que tanto en estos aires celestes como en la tierra transcurra de la forma más lastimosa la vida de los demonios y hombres, llena de errores y calamidades. Y al contrario, en el supuesto de que nadie hubiese pecado, no sucedería sin su juicio, lleno de bondad y justicia, el mantener unidas a sí, su Señor, con la mayor perseverancia, a todas las criaturas racionales en la felicidad eterna.

Juzga Dios también, y no de una manera únicamente universal, cuando decide sobre la culpa de los primeros pecados de la raza de demonios y hombres para su desgracia; lo hace también de las propias obras de cada uno, fruto del albedrío voluntario. En efecto, los demonios suplican que cesen sus tormentos, y no sería injusto el perdonarlos ni tampoco el que continúen en sus tormentos, según su propia perversidad. Los hombres, a su vez, son castigados por Dios según sus hechos, abiertamente con frecuencia, y ocultamente siempre, sea en esta vida o después de la muerte. Aunque en realidad no hay hombre que obre con rectitud si no es con la ayuda divina ni demonio u hombre que obren mal si no se lo permite un divino y justísimo juicio. De hecho, dice el Apóstol: En Dios no hay injusticia; y de él son también estas palabras: ¡Qué insondables son los juicios de Dios y qué irrastreables sus caminos! No voy a tratar en este libro de aquellos primeros jui­cios ni tampoco de estos segundos, sino más bien -según su ayuda- del último, aquel en que Cristo ha de venir del cielo para juzgar a los vivos y a los muertos. Éste es el propiamente llamado «día del juicio», porque allí no habrá lugar a quejas de incautos, a ver por qué éste es feliz siendo malo, o por qué el otro, que es justo, es desgraciado. Se verá claramente cómo la auténtica y colmada felicidad será la de todos y solamente los buenos, y, en cambio, la desgracia suma y merecida será para todos y solos los malos.


LIBRO XX, CAPÍTULO II
Inestabilidad de lo humano, aunque no podemos decir que falte el juicio de Dios, por más que nos sea irreconocible.

En las presentes circunstancias aprendemos a sobrellevar con serenidad de espíritu los males, sufridos también por los buenos, y a no sobrevalorar los bienes, que poseen incluso los malos. Así, hasta en aquellas coyunturas en que no aparece clara la divina justicia, encontramos una saludable lección. No sabemos en virtud de qué dictamen divino ese hombre justo sea pobre, y aquel otro malvado sea rico; por qué éste disfruta de alegría cuando su depravada conducta le hace acreedor -nos parece- de tormentos y calamidades, mientras que este otro, cuya vida ejemplar nos convence de que debería rebosar de gozo, vive entristecido; por qué un inocente sale del tribunal no solamente sin ser vengado, sino incluso condenado, víctima de la injusticia del juez, o abrumado de falsos testimonios; y, en cambio, el criminal, su adversario, no sólo queda impune, sino que, incluso tras ser vengado, se levanta insolente en su triunfo; por qué el impío goza de excelente salud, mientras que el hombre religioso se ve consumir en la enfermedad; por qué hay mozos entregados al pillaje rebosando salud, y niños que ni de palabra siquiera han podido ofender a nadie, atormentados por las más diversas y atroces dolencias; por qué a este hombre, de tanto provecho para la Humanidad, lo arrebata una muerte apresurada y otro que no debería ni haber nacido -así lo pensamos- la vida se le prolonga generosamente; por qué a tal hombre lleno de crímenes se le encumbra, colmándole de honores, mientras que el otro, de intachable proceder, queda escondido en las tinieblas de la vulgaridad. Y así otros casos parecidos; ¿quién sería capaz de enumerarlos, de revisarlos todos?

Pero supongamos que estos hechos, en sí paradójicos, se mantuvieran constantes, y en esta vida, en la que, según el sagrado cántico, el hombre es igual que un soplo; sus días, una sombra que pasa, únicamente los malvados lograsen los bienes fugaces de la tierra y, por el contrario, solamente los buenos sufriesen males semejantes: podía atribuirse este acontecer a un designio justo de Dios, o al menos un designio misericordioso. Así, quienes no habían de conseguir los bienes eternos, causa de su felicidad, con los bienes temporales recibirían un desengaño por su malicia, o un consuelo por la misericordia de Dios; en cambio, quienes no habían de sufrir los eternos tormentos, con estos otros tormentos temporales recibirían castigo de sus pecados, cualesquiera que ellos sean y por insignificantes que sean, o bien serían probados hasta lograr la perfección de sus virtudes.

Pero como en realidad no sólo en el malvado hay bienes y en el bueno males -lo que se ofrece a primera vista como injusto-, sino que también con frecuencia a los malos les suceden desgracias y a los buenos venturas, más «insondables se tornan los juicios de Dios y más irrastreables sus caminos». Por eso quizá ignoremos con qué designio realiza Dios tales obras o permite tales acontecimientos, Él, en quien se halla la virtud consumada, y la más encumbrada sabiduría y la perfecta justicia; Él, en quien no hay rastro de debilidad alguna, ni de precipitación, ni de injusticia; con todo, aprendemos una saludable lección: el no darle excesiva importancia ni a los bienes ni a los males, puesto que los vemos tanto en los buenos como en los malos, y sí, en cambio, el buscar los verdaderos valores, propios de los buenos, y evitar con todas nuestras fuerzas aquellos males exclusivos de los malvados. Pero cuando nos encontremos ante aquel juicio de Dios (cuyo tiempo propiamente se llama «día del juicio», y a veces «día del Señor»), entonces quedará patente que son perfectamente justos no sólo los juicios dictaminados entonces, sino también todos aquellos que han tenido lugar desde el principio y los que han de tener lugar hasta ese momento. Allí quedará de manifiesto incluso con qué justo designio de Dios sucede que tantos, casi todos los justos juicios de Dios quedan ocultos a los sentidos y a la inteligencia de los mortales, siendo así que en este campo no se oculta a la fe de los creyentes que es justo el hecho mismo de quedar oculto.


Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero