La ausencia de violencia no es la única garantía del derecho a la libertad religiosa.


Del Discurso del Papa Emérito Benedicto XVI al Presidente de Italia, el 4 de Octubre del año 2008.


El derecho a la libertad religiosa supone el compromiso del poder civil de “facilitar las condiciones propicias que favorezcan la vida religiosa”.
La solicitud de la comunidad civil por el bien de los ciudadanos “no se puede limitar a la salud física, el bienestar económico, la formación intelectual o las relaciones sociales”,  ya que “el ser humano se presenta frente al Estado también con su dimensión religiosa”.
“…la misma naturaleza social del hombre exige que éste manifieste externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa y profese su religión de forma comunitaria. La libertad religiosa es, por tanto, un derecho no sólo de la persona, sino también de la familia, de los grupos religiosos y de la misma Iglesia”.
“Un respeto adecuado del derecho a la libertad religiosa implica, por tanto, el compromiso del poder civil a facilitar las condiciones propicias que favorezcan la vida religiosa, para que los ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión y cumplir sus deberes”.
“La libertad, que la Iglesia y los cristianos reivindican, no perjudica los intereses del Estado o de otros grupos sociales y no aspira a una supremacía autoritaria sobre ellos, sino que es más bien la condición para que se pueda realizar aquel precioso servicio que la Iglesia ofrece a Italia y a cada país en que esté presente. Este servicio a la sociedad también se expresa en el ámbito civil y político”.

DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI*

Palacio del Quirinal 

Sábado 4 de octubre de 2008


Señor presidente:

Con verdadero placer cruzo nuevamente el umbral de este palacio, donde fui acogido por primera vez pocas semanas después del inicio de mi ministerio de Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Entro en su residencia oficial, señor presidente, casa simbólica de todos los italianos, recordando con gratitud la amable visita que usted me hizo en noviembre de 2006 en el Vaticano, inmediatamente después de su elección a la presidencia de la República italiana. Aprovecho esta circunstancia para renovarle mi agradecimiento también por el inolvidable y grato don del concierto musical de elevado valor artístico que usted me ofreció el pasado 24 de abril. Por tanto, con profunda gratitud le expreso mi deferente y cordial saludo a usted, señor presidente, a su amable esposa y a todos los que han venido aquí. Mi saludo se dirige de modo especial a las distinguidas autoridades que tienen la misión de guiar el Estado italiano, a las ilustres personalidades aquí presentes, y se extiende a todo el pueblo de Italia, muy querido por mí, heredero de una tradición secular de civilización y de valores cristianos.

Mi visita, la visita del Romano Pontífice al Quirinal, no es sólo un acto que se inserta en el contexto de las múltiples relaciones entre la Santa Sede e Italia; podríamos decir que asume un valor mucho más profundo y simbólico. En efecto, varios de mis predecesores vivieron aquí y desde aquí gobernaron la Iglesia universal durante más de dos siglos, experimentando también pruebas y persecuciones, como sucedió con los pontífices Pío VI y Pío VII, ambos arrancados con violencia de su sede episcopal y arrastrados al exilio. El Quirinal, que a lo largo de los siglos ha sido testigo de tantas páginas alegres, y de algunas tristes, de la historia del papado conserva muchos signos de la promoción del arte y de la cultura por parte de los Sumos Pontífices.

En cierto momento de la historia, este palacio se convirtió casi en un signo de contradicción, cuando, por una parte, Italia anhelaba convertirse en un Estado unitario y, por otra, la Santa Sede estaba preocupada por conservar su propia independencia como garantía de su misión universal. Un contraste que duró algunos decenios y fue causa de sufrimiento para quienes amaban sinceramente a la patria y a la Iglesia. Me refiero a la compleja «cuestión romana», resuelta de modo definitivo e irrevocable por parte de la Santa Sede con la firma de los Pactos lateranenses, el 11 de febrero de 1929. A fines de 1939, a diez años del Tratado lateranense, tuvo lugar la primera visita realizada por un pontífice al Quirinal desde 1870. En aquella circunstancia, mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pío XII, de cuya muerte recordamos este mes el 50° aniversario, se expresó así con imágenes casi poéticas: «El Vaticano y el Quirinal, separados por el Tíber, están unidos por el vínculo de la paz con los recuerdos de la religión de los padres y de los antepasados. Las ondas del Tíber han arrastrado y sumergido en los remolinos del mar Tirreno las turbias olas del pasado y han hecho que volvieran a florecer en sus orillas ramos de olivo» (Discurso, 28 de diciembre de 1939).

En verdad, hoy se puede afirmar con satisfacción que en la ciudad de Roma conviven pacíficamente y colaboran fructuosamente el Estado italiano y la Sede apostólica. Mi visita confirma también que el Quirinal y el Vaticano no son colinas que se ignoran o se enfrentan rencorosamente; son, más bien, lugares que simbolizan el respeto recíproco de la soberanía del Estado y de la Iglesia, dispuestos a colaborar juntos para promover y servir al bien integral de la persona humana y al desarrollo pacífico de la convivencia social. Esta es —me complace reafirmarlo— una realidad positiva que se puede comprobar casi a diario en diversos niveles, y que también otros Estados pueden observar para sacar enseñanzas útiles.

Señor presidente, mi visita de hoy tiene lugar el día en que Italia celebra con gran solemnidad a su especial protector, san Francisco de Asís. Precisamente a san Francisco hizo referencia Pío XI, entre otras cosas, al anunciar la firma de los Pactos lateranenses y, sobre todo, la constitución del Estado de la Ciudad del Vaticano: para aquel Pontífice, la nueva realidad soberana era, como para el Poverello, «el cuerpo que bastaba para mantener unida el alma» (Discurso, 11 de febrero de 1929). Junto con santa Catalina de Siena, san Francisco fue propuesto por los obispos italianos y confirmado por el siervo de Dios Pío XIIcomo patrono celestial de Italia (cf. carta apostólica Licet commissa, 18 de junio de 1939, AAS 31 [1939] 256-257). A la protección de este gran santo e ilustre italiano el Papa Pacelli quiso encomendar el destino de Italia, en un momento en que sobre Europa se cernían amenazas de guerra, implicando dramáticamente también a vuestro «hermoso país».

Por tanto, la elección de san Francisco como patrono de Italia tiene su razón de ser en la profunda correspondencia entre la personalidad y la acción del Poverello de Asís y la noble nación italiana. Como recordó el siervo de Dios Juan Pablo II en su visita al Quirinal, realizada este mismo día de 1985, «difícilmente se podría encontrar otra figura que encarne de modo igualmente rico y armonioso las características propias del genio itálico». «En un tiempo en el que la constitución de los municipios libres iba suscitando fermentos de renovación social, económica y política, que transformaban desde los fundamentos el viejo mundo feudal —proseguía el Papa Juan Pablo II—, san Francisco supo elevarse de entre las facciones en lucha, predicando el Evangelio de la paz y del amor, con plena fidelidad a la Iglesia, de la que se sentía hijo, y con total adhesión al pueblo, del que se reconocía parte» (Discurso, 4 de octubre de 1985, n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de octubre de 1985, p. 9).

En este santo, cuya figura atrae a creyentes y no creyentes, podemos ver la imagen de la misión perenne de la Iglesia, también en su relación con la sociedad civil. La Iglesia, en la época actual de profundos y a menudo dolorosos cambios, sigue proponiendo a todos el mensaje de salvación del Evangelio y se compromete a contribuir a la edificación de una sociedad fundada en la verdad y la libertad, en el respeto de la vida y de la dignidad humana, en la justicia y la solidaridad social. Por eso, como recordé en otras circunstancias, «la Iglesia no ambiciona poder, ni pretende privilegios, ni aspira a posiciones de ventaja económica o social. Su único objetivo es servir al hombre, inspirándose, como norma suprema de conducta, en las palabras y en el ejemplo de Jesucristo, que «pasó haciendo el bien y curando a todos» (Hch 10, 38)» (Discurso al nuevo embajador de Italia ante la Santa Sede, 4 de octubre de 2007: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de octubre de 2007, p. 7).

Para cumplir su misión, la Iglesia debe poder gozar, por doquier y siempre, del derecho de libertad religiosa, considerado en toda su amplitud. En la Asamblea de las Naciones Unidas, durante este año en que se conmemora el 60° aniversario de la Declaración de derechos humanos, reafirmé que «no se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan a la construcción del orden social» (Discurso, 18 de abril de 2008: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de abril de 2008, p. 11). La Iglesia ofrece de muchas maneras esta contribución a la edificación de la sociedad, al ser un cuerpo con muchos miembros, una realidad al mismo tiempo espiritual y visible, en la que los miembros tienen vocaciones, tareas y funciones diversas. Siente una responsabilidad especial con respecto a las nuevas generaciones, pues hoy es urgente el problema de la educación, clave indispensable para permitir el acceso a un futuro inspirado en los valores perennes del humanismo cristiano. Por tanto, la formación de los jóvenes es una empresa en la que también la Iglesia se siente implicada, juntamente con la familia y la escuela. En efecto, es muy consciente de la importancia que reviste la educación en el aprendizaje de la auténtica libertad, presupuesto necesario para un servicio positivo al bien común. Sólo un serio compromiso educativo permitirá construir una sociedad solidaria, realmente animada por el sentido de la legalidad.

Señor presidente, me complace renovar aquí el deseo de que las comunidades cristianas y las múltiples realidades eclesiales italianas formen a las personas, de modo especial a los jóvenes, también como ciudadanos responsables y comprometidos en la vida civil. Estoy seguro de que los pastores y los fieles seguirán dando su importante contribución para construir, también en estos momentos de incertidumbre económica y social, el bien común del país, así como de Europa y de toda la familia humana, prestando particular atención a los pobres y a los marginados, a los jóvenes que buscan empleo y a los que están en el paro, a las familias y a los ancianos que, con fatiga y empeño, han construido nuestro presente y por eso merecen la gratitud de todos.

Deseo, además, que todos acojan la aportación de la comunidad católica con el mismo espíritu de disponibilidad con que se ofrece. No hay razón para temer una prevaricación en detrimento de la libertad por parte de la Iglesia y de sus miembros, los cuales, por lo demás, esperan que se les reconozca la libertad de no traicionar su propia conciencia iluminada por el Evangelio. Esto será aún más fácil si no se olvida nunca que todos los componentes de la sociedad deben comprometerse, con respeto recíproco, a conseguir en la comunidad el verdadero bien del hombre, del que son muy conscientes el corazón y la mente de la gente italiana, alimentados, desde hace veinte siglos, de cultura impregnada de cristianismo.

Señor presidente, desde este lugar tan significativo, quiero renovar la expresión de mi afecto, más aún, de mi predilección por esta amada nación. Le aseguro mi oración por usted y por todos los italianos e italianas, invocando la protección materna de María, venerada con tanta devoción en todos los rincones de la península y de las islas, de norte a sur, como he podido comprobar también con ocasión de mis visitas pastorales. Al despedirme, hago mía la exhortación que, con tono poético, el beato Juan XXIII, peregrino en Asís en vísperas del concilio Vaticano II, dirigió a Italia: «Tú, amada Italia, en cuyas costas vino a atracar la barca de Pedro —y este es el principal motivo por el que vienen a ti gentes de todos los lugares, de todo el mundo, a las que sabes acoger con sumo respeto y amor—, conserva el testamento sagrado que te compromete ante el cielo y la tierra» (Discurso, 4 de octubre de 1962).

¡Dios proteja y bendiga a Italia y a todos sus habitantes!