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«Probó el agua convertida en vino», Domingo II Ciclo C


DOMINGO II
Tiempo Ordinario
  Ciclo C
Probó el agua convertida en vino

SANTO EVANGELIO
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 2,1-11:

En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.

Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice:

«No tienen vino».

Jesús le dice:

«Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora».

Su madre dice a los sirvientes:

«Haced lo que él os diga».

Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.

Jesús les dice:

«Llenad las tinajas de agua».

Y las llenaron hasta arriba.

Entonces les dice:

«Sacad ahora y llevadlo al mayordomo».

Ellos se lo llevaron.

El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice:

«Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora».

Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.


PADRES DE LA IGLESIA

San Agustín:    «¿Por qué, pues, dijo: “Aun no es llegada mi hora”? Porque estaba en su mano el tiempo en que había de morir, pero aún no le parecía tiempo oportuno para usar de tal poder. Habían de ser llamados primeramente los discípulos; se había de anunciar el Reino de los cielos; se habían de ostentar los prodigios de su misión, para fundamentar en milagros la divinidad del Señor, y recomendarse la humildad en la misma sumisión a las leyes de nuestra mortalidad. Cuando todo esto se hizo de manera que las pruebas fuesen irrecusables, entonces fue la hora, no de la necesidad, sino de manifestar su voluntad; no de la condición, sino de su poder».


San Juan Crisóstomo:    Es digno de notarse cómo vino a la imaginación de la Madre haber concebido un concepto tan elevado de su Hijo, siendo así que hasta entonces ningún milagro había hecho. Prosigue: «Esto sirvió de principio a los milagros de Jesucristo, etc.» Pero ya había empezado a revelarse tal como era por medio de San Juan, y por las palabras que decía a sus discípulos. Además, antes de todo esto, su concepción y cuanto siguió a su nacimiento habían hecho concebir grande estimación respecto de aquel Niño. Por esto dice San Lucas: «María conservaba todas estas palabras, examinándolas en su corazón» ( Lc 2,19). Esta es la causa por la cual ya antes no le había incitado a que hiciese milagro alguno, mas ya había llegado el tiempo de su manifestación, y hasta entonces había hablado como uno de muchos, por lo que no presumía su madre deberle decir tal cosa. Y como oyó que Juan daba testimonio de El, y como ya tenía discípulos, ruega con confianza al Señor respecto de esto mismo.


San Beda:    «No carece de misterio, cuando se dice que las bodas se celebraron en el tercer día. Aparece el primer tiempo del mundo, antes de la Ley, por el ejemplo de los Patriarcas. El segundo, bajo el dominio de la Ley, por medio de los escritos de los profetas. Y el tercer tiempo de la gracia brilló (como la luz del tercer día) por las predicaciones de los evangelistas, y en el cual fue cuando el Señor apareció vestido de nuestra carne. Además, como se dice que estas bodas se celebraron en Caná de Galilea, se demuestra en sentido figurado que son muy dignos de la gracia de Jesucristo aquellos que, distinguiéndose por el fervor de su piedad, pasan de los vicios a las virtudes, y saben que emigran de las cosas de la tierra a las del cielo».


CATECISMO DE LA IGLESIA

144: La obediencia de la fe. Obedecer («ob-audire») en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma.

148: La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lc 1, 37) y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Isabel la saludó: «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada.

151: Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc l, 11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (14). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14, 1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1, 18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6, 46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar.

606: El Hijo de Dios «bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado» (Jn 6, 38), «al entrar en este mundo, dice: … He aquí que vengo… para hacer, oh Dios, tu voluntad… En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero» (1Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31).

725:  …por medio de María, el Espíritu Santo comienza a poner en Comunión con Cristo a los hombres «objeto del amor benevolente de Dios», y los humildes son siempre los primeros en recibirle: los pastores, los magos, Simeón y Ana, los esposos de Caná y los primeros discípulos.

1613:En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo —a petición de su Madre— con ocasión de un banquete de boda. La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.

2617:La oración de María se nos revela en la aurora de la plenitud de los tiempos. Antes de la encarnación del Hijo de Dios y antes de la efusión del Espíritu Santo, su oración coopera de manera única con el designio amoroso del Padre: en la anunciación, para la concepción de Cristo; en Pentecostés para la formación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. En la fe de su humilde esclava, el don de Dios encuentra la acogida que esperaba desde el comienzo de los tiempos. La que el Omnipotente ha hecho «llena de gracia» responde con la ofrenda de todo su ser: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Fiat, ésta es la oración cristiana: ser todo de Él, ya que Él es todo nuestro.

2618: El Evangelio nos revela cómo María ora e intercede en la fe: en Caná, la madre de Jesús ruega a su hijo por las necesidades de un banquete de bodas, signo de otro banquete, el de las bodas del Cordero que da su Cuerpo y su Sangre a petición de la Iglesia, su Esposa. Y en la hora de la nueva Alianza, al pie de la Cruz, María es escuchada como la Mujer, la nueva Eva, la verdadera «madre de los que viven».


Pontífices

Benedicto XVI:  La liturgia de hoy propone el Evangelio de las bodas de Caná, un episodio narrado por Juan, testigo ocular del hecho. Tal relato se ha situado en este domingo que sigue inmediatamente al tiempo de Navidad porque, junto a la visita de los Magos de Oriente y el Bautismo de Jesús, forma la trilogía de la epifanía, es decir de la manifestación de Cristo. El episodio de la bodas de Caná es, en efecto, «el primero de los signos» (Jn 2, 11), es decir, el primer milagro realizado por Jesús, con el cual Él manifestó su gloria en público, suscitando la fe de sus discípulos. Nos remitimos brevemente a lo que ocurre durante aquella fiesta de bodas en Caná de Galilea. Sucede que falta el vino, y María, la Madre de Jesús, lo hace notar a su Hijo. Él le responde que aún no había llegado su hora; pero luego atiende la solicitud de María y tras hacer llenar de agua seis grandes ánforas, convirtió el agua en vino, un vino excelente, mejor que el anterior. Con este «signo», Jesús se revela como el Esposo mesiánico que vino a sellar con su pueblo la nueva y eterna Alianza, según las palabras de los profetas: «Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo» (Is 62, 5). Y el vino es símbolo de esta alegría del amor; pero hace referencia a la sangre, que Jesús derramará al final, para sellar su pacto nupcial con la humanidad.

La Iglesia es la esposa de Cristo, quien la hace santa y bella con su gracia. Sin embargo, esta esposa, formada por seres humanos, siempre necesita purificación. Y una de las culpas más graves que desfiguran el rostro de la Iglesia es aquella contra su unidad visible, en particular las divisiones históricas que han separado a los cristianos y que aún no se han superado. Precisamente en estos días, del 18 al 25 de enero, tiene lugar la Semana de oración por la unidad de los cristianos, un momento siempre grato a los creyentes y a las comunidades, que despierta en todos el deseo y el compromiso espiritual por la comunión plena. En este sentido ha sido muy significativa la vigilia que pude celebrar hace casi un mes, en esta plaza, con miles de jóvenes de toda Europa y con la comunidad ecuménica de Taizé: un momento de gracia donde hemos experimentado la belleza de formar en Cristo una cosa sola. Aliento a todos a rezar juntos a fin de que podamos realizar «lo que el Señor exige de nosotros» (cf. Miq 6, 6-8), como dice este año el tema de la Semana; un tema propuesto por algunas comunidades cristianas de la India, que invitan a comprometerse con decisión hacia la unidad visible entre todos los cristianos y a superar, como hermanos en Cristo, todo tipo de discriminación injusta. El viernes próximo, al final de estas jornadas de oración, presidiré las Vísperas en la basílica de San Pablo Extramuros, con la presencia de los representantes de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales.

Queridos amigos, a la oración por la unidad de los cristianos quisiera añadir una vez más la oración por la paz, para que, en los diversos conflictos por desgracia en curso, cesen las viles masacres de civiles indefensos, tenga fin toda violencia y se encuentre la valentía del diálogo y de la negociación. Por ambas intenciones invocamos la intercesión de María santísima, mediadora de gracia. (20 de Enero de 2013).


Benedicto XVI: María pide a su Hijo un favor para unos amigos que pasan dificultades. A primera vista, esto puede parecer una conversación enteramente humana entre la Madre y su Hijo; y, en efecto, también es un diálogo lleno de profunda humanidad. Pero María no se dirige a Jesús simplemente como a un hombre, contando con su habilidad y disponibilidad a ayudar. Ella confía una necesidad humana a su poder, a un poder que supera la habilidad y la capacidad humanas.

En este diálogo con Jesús la vemos realmente como Madre que pide, que intercede. Conviene profundizar un poco en este pasaje del evangelio, para entender mejor a Jesús y a María, y también para aprender de María el modo correcto de orar. María propiamente no hace una petición a Jesús; simplemente le dice:  «No tienen vino» (Jn 2, 3). Las bodas en Tierra Santa se celebraban durante una semana entera; todo el pueblo participaba y, por consiguiente, se consumía mucho vino. Los esposos se encuentran en dificultades y María simplemente se lo dice a Jesús. No le pide nada en particular, y mucho menos, que Jesús utilice su poder, que realice un milagro produciendo vino. Simplemente informa a Jesús y le deja decidir lo que conviene hacer.

Así pues, en las sencillas palabras de la Madre de Jesús podemos apreciar dos cosas:  por una parte, su afectuosa solicitud por los hombres, la atención maternal que la lleva a percibir los problemas de los demás. Vemos su cordial bondad y su disponibilidad a ayudar. Esta es la Madre a la que tantas personas, desde hace muchas generaciones, han venido aquí a Altötting en peregrinación. A ella confiamos nuestras preocupaciones, nuestras necesidades y nuestras dificultades. Aquí aparece, por primera vez en la sagrada Escritura, la bondad y disponibilidad a ayudar de la Madre, en la que confiamos. Pero además de este primer aspecto, que a todos nos resulta muy familiar, hay otro, que podría pasarnos fácilmente desapercibido:  María lo deja todo al juicio de Dios. En Nazaret, entregó su voluntad, sumergiéndola en la de Dios:  «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Esta sigue siendo su actitud fundamental. Así nos enseña a rezar:  no querer afirmar ante Dios nuestra voluntad y nuestros deseos, por muy importantes o razonables que nos parezcan, sino presentárselos a él y dejar que él decida lo que quiera hacer. De María aprendemos la bondad y la disposición a ayudar, pero también la humildad y la generosidad para aceptar la voluntad de Dios, confiando en él, convencidos de que su respuesta, sea cual sea, será lo mejor para nosotros.

Podemos comprender muy bien la actitud y las palabras de María, pero nos resulta difícil entender la respuesta de Jesús. Para comenzar, no nos gusta la palabra con que se dirige a ella:  «Mujer».

¿Por qué no le dice «Madre»? En realidad, este título expresa el lugar que ocupa María en la historia de la salvación. Remite al futuro, a la hora de la crucifixión, cuando Jesús le dirá:  «Mujer, ahí tienes a tu hijo», «Hijo, ahí tienes a tu madre» (cf. Jn 19, 26-27). Por tanto, indica anticipadamente la hora en que él convertirá a la mujer, a su Madre, en Madre de todos sus discípulos. Por otra parte, ese título evoca el relato de la creación de Eva:  Adán, en medio de la creación, con toda su magnificencia, como ser humano se siente solo. Entonces Dios crea a Eva, y en ella Adán encuentra la compañera que buscaba y le da el nombre de «mujer». Así, en el evangelio según san Juan, María representa la mujer nueva, la mujer definitiva, la compañera del Redentor, nuestra Madre:  ese título, en apariencia poco afectuoso, expresa realmente la grandeza de su misión perenne.

Nos gusta menos aún lo que Jesús dice luego a María en Caná:  «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). Quisiéramos objetar:  ¡tienes mucho con ella! Fue ella quien te dio la carne y la sangre, tu cuerpo; y no sólo tu cuerpo:  con su «sí», que pronunció desde lo más hondo de su corazón, ella te engendró en su vientre; con amor maternal te dio la vida y te introdujo en la comunidad del pueblo de Israel.

Si así le hablamos a Jesús, ya vamos por buen camino para entender su respuesta. Porque todo esto debe hacernos recordar que en el contexto de la encarnación de  Jesús hay dos diálogos que van juntos y se funden, se hacen uno. Está ante todo el diálogo de María con el arcángel Gabriel, en el que ella dice:  «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Pero existe un texto paralelo a este, podríamos decir un diálogo dentro de Dios, que se encuentra recogido en la carta a los Hebreos, cuando dice que las palabras del salmo 40 son como un diálogo entre el Padre y el Hijo, un diálogo con el que se inicia la Encarnación. El Hijo eterno dice al Padre:  «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. (…) He aquí que vengo (…) para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10, 5-7; cf. Sal 40, 6-8).

El «sí» del Hijo —»He aquí que vengo para hacer tu voluntad»— y el «sí» de María —»Hágase en mí según tu palabra»— se convierten en un único «sí». De esta manera el Verbo se hace carne en María. En este doble «sí» la obediencia del Hijo se hace cuerpo, María con su «sí» le da el cuerpo. «¿Qué tengo yo contigo, mujer?». La relación más profunda que tienen Jesús y María es este doble «sí», gracias a cuya coincidencia se realizó la encarnación. Con su respuesta nuestro Señor alude a este punto de su profundísima unidad. A él remite a su Madre. Ahí, en este común «sí» a la voluntad del Padre, se encuentra la solución. También nosotros debemos aprender a encaminarnos hacia este punto; ahí encontraremos la respuesta a nuestras preguntas.

Partiendo de ahí comprendemos ahora también la segunda frase de la respuesta de Jesús:  «Todavía no ha llegado mi hora». Jesús nunca actúa solamente por sí mismo; nunca actúa para agradar a los otros. Actúa siempre partiendo del Padre, y esto es precisamente lo que lo une a María, porque ahí, en esa unidad de voluntad con el Padre, ha querido poner también ella su petición. Por eso, después de la respuesta de Jesús, que parece rechazar la petición, ella sorprendentemente puede decir a los servidores con sencillez:  «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). (11 de Septiembre 2006)


+ Comunión Espiritual: 

Dices: «Venid a mí todos los que tenéis trabajos y estáis cargados, que yo os recrearé» (Mt 11,28). ¡Oh dulce y amable palabra en los oídos del pecador! ¡Que tú, Señor Dios mío, convidas al pobre y al mendigo a la comunión de tu santísimo cuerpo!  Mas, ¿quién soy yo, Señor, para que presuma llegar a ti? Veo que no cabes en los cielos de los cielos, y tú dices: «¡Venid a mí todos!”.  ¿Qué quiere decir esta tan piadosísima dignación y este tan amistoso convite? ¿Cómo osaré llegarme yo que no reconozco en mí cosa buena en que pueda confiar? ¿Cómo te hospedaré en mi casa yo, que tantas veces ofendí tu benignísima presencia? Los ángeles y arcángeles tiemblan; los santos y justos temen, y tú dices: «!Venid a mí todos!”. Si tú, Señor, no dijeses esto, ¿quién lo creería?  Y si tú no lo mandases, ¿quién osaría llegarse a ti?” (Imitación de Cristo, IV)