El sacerdocio ministerial encuentra su razón de ser en esta perspectiva de la unión vital y operativa de la Iglesia con Cristo.
La Iglesia entera ha sido hecha partícipe de la unción sacerdotal de Cristo en el Espíritu Santo. En efecto, en la Iglesia «todos los fieles forman un sacerdocio santo y real, ofrecen a Dios hostias espirituales por medio de Jesucristo y anuncian las grandezas de Aquel, que los ha llamado para arrancarlos de las tinieblas y recibirlos en su luz maravillosa (cfr. 1 Pe 2, 5.9)». En Cristo, todo su Cuerpo místico está unido al Padre por el Espíritu Santo, en orden a la salvación de todos los hombres.
La Iglesia, sin embargo, no puede llevar adelante por sí misma esta misión: toda su actividad necesita intrínsecamente la comunión con Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Ella, indisolublemente unida a su Señor, de Él mismo recibe constantemente el influjo de gracia y de verdad, de guía y de apoyo (cfr. Col 2, 19), para que pueda ser para todos y cada uno «signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano».
El sacerdocio ministerial encuentra su razón de ser en esta perspectiva de la unión vital y operativa de la Iglesia con Cristo. En efecto, mediante tal ministerio, el Señor continúa ejercitando, en medio de su Pueblo, aquella actividad que sólo a Él pertenece en cuanto Cabeza de su Cuerpo. Por lo tanto, el sacerdocio ministerial hace palpable la acción propia de Cristo Cabeza y testimonia que Cristo no se ha alejado de su Iglesia, sino que continúa vivificándola con su sacerdocio permanente. Por este motivo, la Iglesia considera el sacerdocio ministerial como un don a Ella otorgado en el ministerio de algunos de sus fieles.
Este don, instituido por Cristo para continuar su misión salvadora, fue conferido inicialmente a los Apóstoles y continúa en la Iglesia, a través de los Obispos, sus sucesores, los cuales, a su vez, lo transmiten en grado subordinado a los presbíteros, en cuanto cooperadores del orden episcopal; por esta razón, la identidad de estos últimos en la Iglesia brota de su conformación a la misión de la Iglesia, la cual, para el sacerdote, se realiza, a su vez, en la comunión con el propio Obispo. «La vocación del sacerdote, por tanto, es altísima y sigue siendo un gran misterio incluso para quienes la hemos recibido como don. Nuestras limitaciones y debilidades deben inducirnos a vivir y a custodiar con profunda fe este don precioso, con el que Cristo nos ha configurado a sí, haciéndonos partícipes de su misión salvífica».
Directorio para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros – Nueva Edición (11 de febrero de 2013)