La decisión sobre si el crucifijo debe estar presente en las aulas de los colegios públicos corresponde a cada uno de los Estados europeos. Así lo confirma la Cámara Alta del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos en su sentencia del pasado 18 de marzo. Por lo tanto, de la presencia de crucifijos en los colegios públicos italianos no se deriva violación alguna de los derechos individuales protegidos por la Convención Europea. Italia, condenada por unanimidad hace casi un año y medio por la segunda sección del mismo Tribunal, hoy queda «absuelta» por la Cámara Alta, con quince votos favorables y dos en contra.

¿Qué ha llevado al Tribunal Europeo a derogar su propia decisión? Dos factores se imponen sobre los demás: una inusual vivacidad en la participación y una riqueza de razones de peso. El caso del crucifijo parece haber despertado la conciencia de una sociedad civil que antes estaba adormecida. La condena a Italia por parte del Tribunal europeo en 2009, de hecho, provocó una reacción muy sentida. Desde aquel momento se puso en marcha el fermento de una novedad. El proceso desarrollado en el Tribunal europeo revela algunos elementos inusuales que merecen destacarse. Por norma, los sujetos que se personan en los procesos europeos son dos: la víctima que ha sufrido una lesión en sus derechos individuales y el gobierno del Estado potencialmente responsable de la violación. Esta vez, sin embargo, han sido diez estados de los 47 miembros del Consejo de Europa los que han intervenido espontáneamente a favor de Italia. Un hecho único, más que raro. Se ha tratado, evidentemente, de gobiernos que han percibido que su implicación era decisiva para preservar su propia tradición en la relación entre la religión y el espacio público. Hay que destacar que algunos de los estados de tradición católica no se han implicado, mientras que resulta significativa la presencia de muchos países de la Europa Oriental, incluida Rusia. Además, ha habido muchas intervenciones de la «sociedad civil», representada por organizaciones de diversas orientaciones culturales y diferentes procedencias geográficas. En los informes oficiales aparecen una decena de sujetos, pero hay otros que han realizado sus observaciones al Tribunal pero no han sido admitidos formalmente en el proceso (hay que mencionar que el Tribunal tiene plena facultad para decidir a quién admite y a quién excluye, sin necesidad alguna de explicar los motivos de sus decisiones). Por último, 33 diputados del Parlamento europeo, una institución que no tiene ningún vínculo formal con el Tribunal, también han intervenido, aportando sus propias razones en apoyo de la posición italiana. Esto también, por lo que yo sé, es un hecho totalmente inédito. Esta vivacidad de peticiones de participación no podía pasar inadvertida para el Tribunal, que se ha visto obligado a decidir en un «espacio público» más vivo y frecuentado que lo habitual. Cada uno de estos sujetos ofreció su contribución y solicitó al Tribunal que profundizara en las razones de su decisión, hasta el punto de que ha tenido que volver sobre sus pasos. La calidad de las razones aducidas en el proceso, por tanto, debía ser de altísimo nivel, dado que el Tribunal ha cambiado por completo su línea argumental. La primera decisión, que condenaba a Italia, se centraba en la libertad de religión y expresaba una posición típica, y muy difundida, de la cultura dominante en materia de laicidad del Estado: en un contexto pluralista y multicultural, la única posibilidad para que el Estado no se comprometa con ninguna religión particular es que sus instituciones sean «neutrales». Esto motivaría las paredes blancas en los colegios: fuera crucifijos, para no lesionar la libertad religiosa de las minorías y para respetar la neutralidad del Estado. Una afirmación que se ha visto puesta a prueba con dureza, sobre todo por las razones de algunos estados, defendidas por el profesor Joseph Weiler, quien hizo notar al Tribunal que en el contexto actual las divisiones más graves no son las que separan a las personas que pertenecen a religiones distintas, sino sobre todo las que contraponen a los laicos «militantes» y a los creyentes. En este contexto, un Estado que asume una iconografía «laica» no es neutral sino que, de hecho, sostiene una de las visiones implicadas, la laica, precisamente. De modo que no hay vía de salida: si dejar los símbolos religiosos puede generar la percepción de que el Estado se identifica con una confesión religiosa, eliminarlos puede generar la percepción de que el Estado milita a favor de una visión del mundo laica, sin Dios. El Tribunal, por tanto, se ha visto obligado a abandonar la lucha por la laicidad, la libertad religiosa y los símbolos religiosos para situarse en el terreno de la libertad de educación. De hecho, toda la decisión final se basa en esto, mientras que la cuestión de las relaciones entre Estado e Iglesia queda de fondo, sin que afecte sustancialmente. Este planteamiento ha hecho que el Tribunal abandonara las cuestiones teóricas de principio y asumiera un enfoque mucho más realista. La Cámara Alta describe ampliamente el ambiente escolar italiano y saca a la luz una serie de elementos por los que se comprende que se trata de un ambiente abierto y acogedor hacia el otro, y capaz de encontrar en la práctica un espacio respetuoso para cualquier identidad. Nadie prohíbe el velo o la kippah, la enseñanza religiosa no es obligatoria y existe la posibilidad de que religiones distintas a la católica organicen cursos de formación, con varios contenidos y enfoques críticos. Nada hace pensar en colegios donde la presencia del crucifijo simbolice una tendencia al adoctrinamiento, al proselitismo religioso o a la violencia moral. A la luz de esta valoración más comprensiva y realista de los elementos en juego, el Tribunal ha llegado a la conclusión de que en este contexto el crucifijo en sí mismo no puede de ninguna manera coartar la libertad de no creer de los demandantes. Aunque esta decisión deje aún muchísimos problemas abiertos y no resuelva la gran cuestión de la presencia del factor religioso en el espacio público, el paso dado es significativo porque lleva la discusión desde el plano de un conflicto abstracto entre valores -que simboliza el conflicto entre civilizaciones- al de la búsqueda de una solución razonable y respetuosa para todos. «Razonabilidad» es el principio jurídico no explicitado, pero que explica el cambio en la decisión del caso Lautsi.

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