De dicha cercanía se ha ocupado desde hace mucho tiempo el Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, que el pasado mes de mayo celebró un Congreso sobre el tema: “La centralidad del cuidado de la persona en la prevención y en el tratamiento de la enfermedad del SIDA”. Dos días de estudio centrados en “lo que se puede y se debe hacer contra la pandemia para ayudar a las naciones afectadas mayormente, en África Subsahariana”.
Se calcula que todavía un millón ochocientas mil personas mueren cada año como consecuencia del virus del SIDA. Se trata de personas que podrían conducir normalmente su existencia si sólo hubiesen tenido acceso a las terapias farmacológicas adecuadas conocidas como antirretrovirales. Por tanto, se registran muertes que ya no se pueden justificar, como no se puede justificar la transmisión del contagio de la madre al niño, como no se pueden justificar el dolor de sus parientes, el empobrecimiento de sus núcleos familiares, el aumento de su marginación o los niños que se quedan huérfanos.
Otro aspecto fundamental, señala la nota del Discasterio de la Salud es la formación, la educación de todos y, de manera particular de las nuevas generaciones, a una sexualidad fundada “en una antropología anclada en el derecho natural e iluminada por la Palabra de Dios”. La Iglesia y su Magisterio piden un estilo de vida que ponga en primer lugar la abstinencia, la fidelidad conyugal y el rechazo de la promiscuidad sexual pues, como lo subraya la Exhortación Apostólica Post-Sinodal Africae Munus, todo esto forma parte de la cuestión del “desarrollo integral” al que tienen derecho las personas y las comunidades.