Algo se mueve en Haití, y se puede notar en la misa del campo de desplazados de Carrefour Fleurieux, un suburbio de Puerto Príncipe. «Aquí, en marzo, sólo había lonas, suelo de tierra y los niños estaban tristes, aún muy afectados; en esta misa es la primera vez que los he visto alegres», explica Jimena Francos, la coordinadora de Manos Unidas en Haití, en su cuarta visita al país. Entre las tiendas ha surgido una capilla de madera, y en ella los desplazados y algunos vecinos de la zona, ataviados con galas impolutas, cantan y alaban a Dios, con bajo eléctrico, guitarra, gran megafonía, saxofón y tres equipos de percusión. Los haitianos siempre van elegantes a misa, aunque vivan bajo lonas. Hay un coro de señoras y otro de niños, y cantan en español como gesto de acogida a los visitantes de la ONG católica. El padre Fredy Elie, de los paúles, congregación dedicada siempre a los más pobres, ha conseguido aquí crear una comunidad con ganas de cambiar cosas.
«Es muy difícil encontrar voluntarios en este país», explica el sacerdote haitiano, «pero aquí tenemos una epidemióloga, una técnica de laboratorio, una profesora de universidad, que ya forman un equipo». Y Mamá Franc, una señora que acoge en su casa a varios niños huérfanos. Este es el núcleo que arrastra a que otras personas colaboren. «Ustedes me recuerdan a las mujeres españolas que hace 50 años fundaron Manos Unidas porque no se podían resignar ante el hambre», dice a las señoras la presidenta de la ONG, Miriam García Abrisqueta. «Aquello empezó pequeño y hoy estamos en todo el mundo», les anima.
Algunos niños viven en el campamento de tiendas, quizá solo con un padre o madre, pero el padre Fredy y su equipo los alimentan y educan, con ayuda de una parroquia paúl de Puerto Rico, y ahora también con la de Manos Unidas. Los niños van limpios con sus uniformes: expresa disciplina y voluntad de mejora. La capilla sirve como escuela para 220 niños y allí comen unos 80. Les educan 8 profesores, de ellos 3 son voluntarios. Esnel, un crío risueño de 7 años, era vagabundo y parte de una pandilla de ladrones. El padre Fredy lo llevó aparte y le dijo: «si vienes conmigo a la escuela has de ser distinto». Y el niño dijo sí y cambió. Una decisión para una vida. Algunas ONGs internacionales grandes que abrieron escuelas tras el terremoto ya se han ido; pasada la primera emergencia, lo difícil es mantener proyectos estables, y para eso la clave es tener un equipo local comprometido.
Que es esencial la educación de los niños lo tienen claro también en Cáritas Jacmel. Esta ciudad de la costa del sur, famosa antaño por sus carnavales y estilo artístico y bohemio, fue muy dañada por el desastre. Vulnerable también a los huracanes (el martes se hundía bajo una lluvia torrencial) muchos de sus habitantes se han desplazado al interior. Allí vemos casas construidas con dinero de la Diputación de Guipuzcoa, de Cáritas Ecuador… También Manos Unidas va a financiar 45 hogares aquí. Pero lo que ya es una realidad es que con dinero de Manos Unidas, Cáritas ha abierto o reparado 11 escuelas, casi siempre con aulas de madera sencillas pero eficaces.

Las clases empiezan a las siete con toque de campana, oración y saludo a la bandera, y acaban a las 2. El Estado empieza a usar algunas escuelas católicas para educar niños en un turno de tarde: un germen de escuela concertada. «Aquí un estudiante flojo puede repetir curso, pero si su comportamiento es malo y en un año no cambia, se le puede echar», explica el director del Instituto del Buen Pastor, diocesano, el padre Jean Théodule Domond.
«Somos una de las tres mejores escuelas de la ciudad, competimos con las salesianas y la Escuela Francesa, y nuestros alumnos sacan un diez en el examen del Estado», comenta mientras una gallina corretea entre las piernas de los chavales de secundaria, sentados tras sus pupitres. También en esta escuela Jimena Francos se alegra de ver risas y juegos: han hecho falta casi dos años y mucho trabajo, pero la tristeza que hace tres meses aún impregnaba el lugar se ha mitigado. «Ahora el mayor problema para el aprendizaje, gracias a Dios, son las distracciones propias de la edad, los enamoramientos», dice el directior.
Al lado del instituto, Cáritas y la Universidad Católica de Puerto Príncipe acaban de abrir dos facultades en Jacmel: Enfermería y Administración. «Una enfermera aquí puede vivir, siempre tendrá trabajo, pero el deseo de emigrar a EEUU, que está cerca y paga mejor, siempre existe», comenta el director de Cáritas Jacmel, el padre Simon Francois. En su equipo local hay dos enfermeras, un chófer -imprescindible en el infernal tráfico del país- un mecánico, dos técnicos de agricultura, varios administradores y un médico internista, el doctor Yves Derissier, que vive en EEUU pero cada año dedica sus 30 días de vacaciones a ayudar en Jacmel.
«Hay haitianos en Canadá y EEUU, médicos y técnicos, que no pueden volver por problemas políticos o por miedo a la inseguridad y a ser secuestrados, pero quieren ayudar a su país», explica este médico de piel negrísima y barba blanca. «Yo no tengo miedo, soy campesino, en el fondo; mi país me ayudó porque de niño pude estudiar en una escuela pública, y también una monja española me ayudó, y hoy quiero ver el cambio en mi país, digamos, cuando tenga 105 años, y después ya me puedo morir», afirma con humor.

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