En plena «tempestad», Benedicto XVI rindió homenaje al llegar a Fátima este miércoles a todos los presbíteros que entregan su vida a Dios y a los hermanos y elevó un acto de consagración de los sacerdotes al Corazón Inmaculado de María.

«A todos vosotros, que habéis entregado vuestras vidas a Cristo, deseo expresaros esta tarde el aprecio y el reconocimiento de la Iglesia. Gracias por vuestro testimonio a menudo silencioso y para nada fácil; gracias por vuestra fidelidad al Evangelio y a la Iglesia», afirmó.

 

El acto de consagración culminó las vísperas con sacerdotes, religiosas, religiosos, seminaristas y diáconos que llenaban la moderna iglesia de la Santísima Trinidad.

 

Fue un momento al que el pontífice quiso dar un ambiente de intimidad: «Permitidme que os abra mi corazón para deciros que la principal preocupación de cada cristiano, especialmente de la persona consagrada y del ministro del altar, debe ser la fidelidad, la lealtad a la propia vocación, como discípulo que quiere seguir al Señor».

 

Pero el protagonista del encuentro no fue el Papa, sino Cristo presente en el sacramento de la Eucaristía, que fue adorado por los presentes.

 

«Somos libres para ser santos; libres para ser pobres, castos y obedientes; libres para todos, porque estamos desprendidos de todo; libres de nosotros mismos para que en cada uno crezca Cristo·, afirmó.

 

De este modo los sacerdotes pueden ser «presencia» de Cristo, «prestan su voz y sus gestos; libres para llevar a la sociedad moderna a Jesús muerto y resucitado, que permanece con nosotros hasta el final de los siglos y se da a todos en la Santísima Eucaristía».

 

El Papa confesó también su deseo que este Año Sacerdotal, que concluirá el 11 de junio, deje entre los consagrados la gracia de «una auténtica intimidad con Cristo en la oración, ya que la experiencia fuerte e intensa del amor del Señor llevará a los sacerdotes y a los consagrados a corresponder de un modo exclusivo y esponsal a su amor».

 

En el acto de consagración, el pontífice pidió a la Virgen su intercesión para «no ceder a nuestros egoísmos, ni a las lisonjas del mundo, ni a las tentaciones del Maligno».

 

«Presérvanos con tu pureza, custódianos con tu humildad y rodéanos con tu amor maternal, que se refleja en tantas almas consagradas a ti y que son para nosotros auténticas madres espirituales», imploró.

 

Y concluyó con los ojos puestos en María: «Que tu presencia haga reverdecer el desierto de nuestras soledades y brillar el sol en nuestras tinieblas, haga que torne la calma después de la tempestad, para que todo hombre vea la salvación del Señor, que tiene el nombre y el rostro de Jesús, reflejado en nuestros corazones, unidos para siempre al tuyo».

Zenit.org

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