He recordado esta expresión desde el principio hasta el final de la última visita –habría que decir del último calvario– del Vicario de Cristo, Juan Pablo II, a su país natal, Polonia. Me parece que la expresión, fórmula extraña y magnífica, puede aplicarse más que nunca al hombre de 82 años antes llamado atleta de Dios, y a quien hemos visto, desgastado por la enfermedad, debilitado, doblado en dos, casi sordo, y encontrando, sin embargo, fuerzas para llegar hasta el santuario de la Divina Misericordia, para dirigir una oración ardiente a la Virgen de Kalvaria Zebrzydowska, hito de la veneración de la Pasión de Cristo adonde iba cuando era niño, para multiplicar los encuentros con los políticos, para orar ante el sepulcro de sus padres y hermano, para celebrar una larga misa bajo un sol de justicia en el parque de Blonia, en Cracovia; total, para llevar a cabo, sin desfallecer, su misión de evangelizador.

Yo soy poco sensible –es lo menos que pueda decirse al Evangelio– y, además, soy de los que, por mil razones fáciles de adivinar, escucho siempre con ansiedad lo que se dice en el bello pero inquietante país que sigue siendo Polonia. Pero, al mismo tiempo, ¿cómo no quedar impresionado por el mensaje de este hombre que, después de haber abierto hace veinte años la primera brecha en la ideología granítica del comunismo, encuentra, al atardecer de su vida, a pesar de las pocas fuerzas que le quedan, las palabras más exactas para decir, nada más llegar, al Presidente Kwasniewski su entera solidaridad con los marginados del orden neocapitalista mercantil?¿Cómo no sentirse en total acuerdo con quien, igual que encontró en Toronto palabras oportunas para poner en guardia a los jóvenes contra un mundo regido únicamente por las leyes de dinero, éxito y poder, se pone claramente del lado de los indios víctimas de una liquidación cultural, y a veces física, en México y Guatemala, así como en Jerusalén, hace pocos años, sorprendía a los bien-pensantes de toda confesión al expresar la deuda de la Iglesia para con sus hermanos mayores, los judíos; de la misma manera que el año pasado, en el Kazakhstan musulmán, se situaba en el polo opuesto a las ideas de moda sobre la guerra de civilizaciones entre el mundo cristiano y el Islam? ¿Cómo no estar de acuerdo con este luchador del Derecho y del verdadero universalismo que, en Cracovia, ante un auditorio de ex-apparatchiks comunistas reciclados en el nacionalismo, vuelve a encontrar los acentos del pasado para poner en guardia a los europeos contra la tentación de un ensimismamiento patriotero? Más conmovedor aún: cómo permanecer insensible ante el espectáculo de este peregrino agotado que, dejando de lado su propia debilidad, casi electrizado por el amor que le tienen y que su ser entero irradia, contesta a quienes, incluso en la Curia romana, murmuran que sufre demasiado, que debería pensar en retirarse: «¿Acaso bajó Cristo de la cruz?; y los apóstoles Pedro y Pablo, ¿no siguieron al Señor hasta el martirio? No me mantengo aquí sino por la gracia del Espíritu Santo, y cumpliré, pues, mi misión, por intolerables que sean las miserias del cuerpo, hasta mi último aliento».

En estas escenas hay todo el dolor, pero también toda la nobleza del mundo. Hay en su presencia, en su forma de decir que sólo el descanso eterno puede silenciar una Palabra cuya autoridad no viene sino del Cielo, una fuerza interior, un ánimo del cual no veo, en el momento presente, ningún otro ejemplo en este mundo. Que le sea permitido al escritor judío que soy, impregnado de cultura judía, pero que no tiene la menor duda acerca de lo que nuestra época debe, desde hace 20 años, al largo reinado del gladiador agonizante y de lo que le deberá aún si Dios lo guarda; sí, que me sea permitido decir, como los miles de fieles que lloraban al despedirle en Varsovia, temiendo no volver a verle: ¡Quédate con nosotros, Wojtyla!

Por Bernard Henri Lévy; publicado hoy en la revista francesa Le Point.

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