«El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga comida haga lo mismo»


DOMINGO III DE ADVIENTO

«¿Qué debemos hacer?»


Evangelio según San Lucas 3, 10-18


En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan:

— «¿Entonces, qué hacemos?»

Él les contestó:

— «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga comida haga lo mismo».

Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron:

— «Maestro, ¿qué hacemos nosotros?»

Él les respondió:

— «No exijan más de lo establecido».

A su vez algunos soldados le preguntaron.

— «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?»

Juan les respondió:

— «A nadie extorsionen ni denuncien falsamente y conténtense con su sueldo».

Como el pueblo estaba a la expectativa, y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y dijo a todos:

— «Yo los bautizo con agua; pero viene uno que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego; tiene en la mano la horquilla para separar el trigo de la paja y recoger el trigo en su granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga».

Añadiendo otras muchas cosas, exhortaba al pueblo y le anunciaba el Evangelio.


PADRES DE LA IGLESIA


San Juan Crisóstomo: «La verdadera alegría se encuentra donde dijo San Pablo: En el Señor. Las demás cosas, a parte de ser mudables, no nos proporcionan tanto gozo que puedan impedir la tristeza ocasionada por otros avatares. En cambio, el temor de Dios la produce indeficiente porque quien teme a Dios como se debe a la vez que teme confía en Él y adquiere la fuente del placer y el manantial de toda la alegría».


San Ambrosio: Como acabáis de escuchar en la lectura de hoy, amados hermanos, la misericordia divina, para bien de nuestras almas, nos llama a los goces de la felicidad eterna, mediante aquellas palabras del Apóstol: Estad siempre alegres en el Señor. Las alegrías de este mundo conducen a la tristeza eterna, en cambio, las alegrías que son según la voluntad de Dios durarán siempre y conducirán a los goces eternos a quienes en aquellas perseveren. Por ello, añade el Apóstol: Os lo repito, estad alegres.»

Se nos exhorta a que nuestra alegría, según Dios y según el cumplimiento de sus mandatos, se acreciente cada día más y más, pues cuanto más nos esforcemos en este mundo por vivir entregados al cumplimiento de los mandatos divinos, tanto más felices seremos en la otra vida y tanto mayor será nuestra gloria ante Dios».


CATECISMO DE LA IGLESIA


717:  «Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan» (Jn 1, 6). Juan fue «lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre» (Lc 1, 15.41) por obra del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La «visitación» de María a Isabel se convirtió así en «visita de Dios a su pueblo» (Lc 1, 68).

718: Juan es «Elías que debe venir» (Mt 17, 10-13): El fuego del Espíritu lo habita y le hace correr delante [como «precursor»] del Señor que viene. En Juan el Precursor, el Espíritu Santo culmina la obra de «preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lc 1, 17).

719: Juan es «más que un profeta» (Lc 7, 26). En él, el Espíritu Santo consuma el «hablar por los profetas». Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías. Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la «voz» del Consolador que llega (Jn 1, 23). Como lo hará el Espíritu de Verdad, «vino como testigo para dar testimonio de la luz» (Jn 1, 7). Con respecto a Juan, el Espíritu colma así las «indagaciones de los profetas» y el ansia de los ángeles: «Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo… Y yo lo he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios… He ahí el Cordero de Dios» (Jn 1, 33-36).

720: En fin, con Juan Bautista, el Espíritu Santo, inaugura, prefigurándolo, lo que realizará con y en Cristo: volver a dar al hombre la «semejanza» divina. El bautismo de Juan era para el arrepentimiento, el del agua y del Espíritu será un nuevo nacimiento.


Benedicto XVI:


Estamos ya en el tercer domingo de Adviento. Hoy en la liturgia resuena la invitación del apóstol san Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. (…) El Señor está cerca» (Flp 4, 4-5). La madre Iglesia, mientras nos acompaña hacia la santa Navidad, nos ayuda a redescubrir el sentido y el gusto de la alegría cristiana, tan distinta de la del mundo. En este domingo, según una bella tradición, los niños de Roma vienen a que el Papa bendiga las estatuillas del Niño

Jesús, que pondrán en sus belenes. Y, de hecho, veo aquí en la plaza de San Pedro a numerosos niños y muchachos, junto a sus padres, profesores y catequistas.

Queridos hermanos, os saludo a todos con gran afecto y os doy las gracias por haber venido. Me alegra saber que en vuestras familias se conserva la costumbre de montar el belén. Pero no basta repetir un gesto tradicional, aunque sea importante. Hay que tratar de vivir en la realidad de cada día lo que el belén representa, es decir, el amor de Cristo, su humildad, su pobreza. Es lo que hizo san Francisco en Greccio: representó en vivo la escena de la Natividad, para poderla contemplar y adorar, pero sobre todo para saber poner mejor en práctica el  mensaje del Hijo de Dios, que por amor a nosotros se despojó de todo y se hizo niño pequeño.

La bendición de los «Bambinelli» —como se dice en Roma— nos recuerda que el belén es una escuela de vida, donde podemos aprender el secreto de la verdadera alegría, que no consiste en tener muchas cosas, sino en sentirse amados por el Señor, en hacerse don para los demás y en quererse unos a otros. Contemplemos el belén: la Virgen y san José no parecen una familia muy afortunada; han tenido su primer hijo en medio de grandes dificultades; sin embargo, están llenos de profunda alegría, porque se aman, se ayudan y sobre todo estánseguros de que en su historia está la obra Dios, que se ha hecho presente en el niño Jesús. ¿Y los pastores? ¿Qué motivo tienen para alegrarse? Ciertamente el recién nacido no cambiará su condición de pobreza y de marginación. Pero la fe les ayuda a  reconocer en el «niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre», el «signo» del cumplimiento de las promesas de Dios para todos los hombres «a quienes él ama» (Lc 2, 12.14),¡también para ellos!

En eso, queridos amigos, consiste la verdadera alegría: es sentir que un gran misterio, el misterio del amor de Dios, visita y colma nuestra existencia personal y comunitaria. Para alegrarnos, no sólo necesitamos cosas, sino también amor y verdad: necesitamos al Dios cercano que calienta nuestro corazón y responde a nuestros anhelos más profundos. Este Dios se ha manifestado en Jesús, nacido de la Virgen María. Por eso el Niño, que ponemos en el portal o en la cueva, es el centro de todo, es el corazón del mundo. Oremos para que toda persona, como la Virgen María, acoja como centro de su vida al Dios que se ha hecho Niño, fuente de la verdadera alegría.