La importancia del celibato en la vida sacerdotal y religiosa


«El sentido definitivo del celibato o la virginidad por el reino de los cielos es el de ser signo de la unión esponsal con Dios a la que la humanidad entera está llamada (Mt 22, 23-30); y, en segundo lugar, este signo esponsal capacita a los consagrados para una entrega plena al servicio del reino de Dios…»

Por: Monseñor José Ignacio Munilla Aguirre 

 

La experiencia demuestra que cada vez que se destapa algún escándalo en la vivencia de la sexualidad dentro de la Iglesia, la mayoría de los comentarios terminan confluyendo en un ataque al celibato, como si éste fuese la causa de todo lo acontecido. Se afirma que «no cabe ir contra la naturaleza»; y, en consecuencia, se estima que la virginidad por el reino de los cielos es un ideal inalcanzable; e, incluso, contraproducente.

La incompresión en torno al celibato se acentúa más si cabe en nuestra cultura «practicista», en la que se tiende a sobrevalorar el «hacer», en detrimento del «ser». Lo importante son los resultados, la eficacia… y poco importan otras consideraciones. Cuando asumidos estos valores sin el debido discernimiento sobrenatural, ocurre que la misma concepción de la evangelización se puede ver reducida a un mero «decir» y «hacer», olvidando que lo esencial no es otra cosa que «ser signos de Cristo» ante el mundo. Es cierto que en todo aquello que digamos y hagamos estaremos siendo signos de Cristo, pero no cabe duda de que de la abundancia del corazón hablará la boca; y que los frutos están en estrecha relación con el árbol (Mt 7, 17).

El sentido definitivo del celibato o la virginidad por el reino de los cielos es el de ser signo de la unión esponsal con Dios a la que la humanidad entera está llamada (Mt 22, 23-30); y, en segundo lugar, este signo esponsal capacita a los consagrados para una entrega plena al servicio del reino de Dios.

«…la renuncia al ejercicio de la sexualidad es la consecuencia lógica de quien ha recibido la vocación de desposarse ya en esta vida con Dios.»

No es de extrañar que, periódicamente, vuelvan a desatarse las polémicas en esta cuestión, ya que el signo del celibato es percibido como una «provocación» ante una sociedad hija de la «revolución sexual»; en la cual, primero se produjo la disociación del amor y la procreación, posteriormente vino el divorcio entre sexualidad y amor, y finalmente estamos asistiendo a una desintegración de la sexualidad y la propia personalidad. Y, paralelamente a todo este proceso que se ha ido concatenando en los últimos 40 años, la vida consagrada ha testificado de forma inexorable que:

El amor por su propia naturaleza está abierto a la trasmisión de la vida. No es casusalidad que popularmente se haya utilizado el término «padre» o «madre» para designar a los célibes por el reino de los cielos. La vocación a la virginidad no tendría sentido si no se tradujese en la fecundidad espiritual.

La sexualidad está al servicio de la comunicación del amor; de forma que la renuncia al ejercicio de la sexualidad es la consecuencia lógica de quien ha recibido la vocación de desposarse ya en esta vida con Dios.

La sexualidad esta plenamente integrada en la personalidad del hombre y de la mujer, hasta el punto de configurarnos espiritualmente. En efecto, la religiosa se desposa con Jesucristo, mientras que el sacerdote se desposa con la Iglesia, tal y como lo hizo Cristo, con quien el sacerdocio nos configura de una forma especial.

Es normal, por lo tanto, que el signo del celibato resulte «escandaloso» cuando es vivido en un contexto cultural de revolución sexual; al igual que en la historia de la Iglesia la pobreza evangélica siempre ha irritado a quienes son fieles súbditos del dios dinero. Tenemos que asumirlo, y prepararnos para momentos de incomprensión más duros todavía, si cabe.

«…el sacerdocio no es una «opción», sino una «vocación», una llamada de Dios. En consecuencia, el sacerdocio, antes de ser una forma de vida, es un don para la identificación con Jesucristo.»

Cada vez que algúna noticia de infidelidad celibataria se hace pública, muchos hombres de bien sufren confundidos, otros se frotan las manos sintiéndose justificados; y sin embargo, cualquiera que se haya asomado a la experiencia de la santidad de Dios y de la debilidad humana, debiera entender que el «signo», aunque necesario, se queda siempre muy corto ante el misterio que está llamado a «significar».

En las críticas sostenidas contra el celibato, se ha argumentado también que es injusto obligar a abrazar el celibato a quien quiera elegir el sacerdocio. No podemos por menos de apreciar en este planteamiento una falta de visión de fe. Se ignoran las palabras de Cristo: «no sois vosotros los que me habéis elegido a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16). Es decir, el sacerdocio no es una «opción», sino una «vocación», una llamada de Dios. En consecuencia, el sacerdocio, antes de ser una forma de vida, es un don para la identificación con Jesucristo.

La clave está aquí: La infidelidad celibataria no es más que una manifestación de una crisis espiritual. El celibato opcional no acabaría con los escándalos, sino que a lo más podría conllevar otras modalidades: adulterios, rupturas, maltratos, incestos, etc… Posiblemente, no valoramos suficientemente hasta qué punto el celibato nos preserva a todos de un acceso poco vocacionado al sacerdocio. El cuestionamiento del celibato está ligado a una concepción del sacerdocio entendida más como «opción de vida» que como «respuesta a la llamada» de Jesucristo.

Aunque es cierto que el celibato es una ley eclesiástica, en honor a la verdad hemos de añadir que es del todo improbable que sea modificada, ya que la evolución de esta norma en la historia de la Iglesia ha tendido siempre a adecuarse al ideal evangélico. ¡Cómo olvidar que Cristo, el modelo sacerdotal en el que queremos reflejarnos, fue célibe, y que en sus palabras exigentes, reiteradamente pidió la disposición a una renuncia plena en su seguimiento (Lc 18, 29; Mt 19,12)! Incluso en aquellas iglesias donde existe la tradición del celibato opcional, si bien es cierto que se permite el acceso del casado al sacerdocio, en ningún caso se permite al sacerdote casarse, lo cual es muy significativo en orden a reconocer la máxima conveniencia del celibato con el ideal evangélico del sacerdocio.

Así lo entendió y expresó Pablo VI en la encíclica «Sacerdotalis Celibatus» publicada en 1968; por cierto, el año que algunos analistas designan, como el boom de la «revolución sexual».

Fuente: www.enticonfio.org