De la fe nace la alegría verdadera  ¿Podría estar triste o angustiado quien se ha encontrado con el Señor resucitado?

 


¿Podría vencer el pesimismo a quien ha palpado que

Cristo vive y vence?


¿Podría ser la tristeza la nota habitual de quien ha recibido el Espíritu Santo?
¿Acaso el mal y el pecado pueden impregnarlo todo? ¿O no es el Señor quien lo domina todo?

La fe, don sobrenatural, suscita la esperanza auténtica, y de ahí a la alegría, don del Espíritu Santo, hay un pequeñísimo paso. La existencia creyente se acompasa por el fruto espiritual de una alegría, de un gozo, que nadie nos puede arrebatar porque su origen es el Señor que está vivo y actuante, salvando y redimiendo, santificando.

Muchas pueden ser las dificultades y hasta las persecuciones; grande el pecado que nos abate o que parece triunfar en la mundanidad, pero ni el pesimismo ni la angustia pueden hallar cobijo en el corazón cristiano.

Ciertamente es una alegría distinta y superior, alejada de la superficialidad de quien está vacío; ni tampoco es el optimismo ingenuo que ignora la verdad y proyecta una realidad desde una febril imaginación. La alegría que brota de Cristo y nos da el Espíritu Santo es realista, serena, pacífica, eficaz.

La fe nos conduce a la alegría, la fe es alegre, gozosa, y su premio es la bienaventuranza, o sea, la felicidad, la dicha, la sonrisa eterna.

Aquí nos encontramos cómo la fe da un tono y una pauta constante a nuestro vivir en cristiano. Vivir la fe -y renovarla- es vivir en la alegría nueva del Señor.


«La vida cristiana no puede existir sin alegría.»

Si el desarrollo de la vida cristiana comprende otras notas, otras lecciones, además de la alegría (comprende la cruz, la renuncia, la mortificación, el arrepentimiento, el dolor, el sacrificio, etc.), no está privada de consuelo, de una animación profunda, de un gozo, que no debería nunca faltar, y no falta nunca cuando nuestra alma está en gracia de Dios.

Cuando Dios está con nosotros, ¿podemos estar tristes?

¿Podemos sentir amargura y desesperación? No: la alegría de Dios debe ser siempre, al menos en el fondo, una prerrogativa del alma.

Un escritor moderno católico observa: «he conocido jóvenes de familias cristianas muy fervientes que decían a sus padres: ‘Es duro ser católico’, y la respuesta era: ‘¡Oh sí!, es duro, siempre privaciones; es una religión triste’. Recordamos el famoso apóstrofe de Nietzsche, que reprobaba a los cristianos pretender ser ‘hombres salvados y, en cambio, comportarse muy poco como tales'» (J. Leclercq, «Croire en J.C.», p. 21).

Sí, nosotros los cristianos no deberíamos sentirnos más desdichados que los demás por haber aceptado llevar el yugo de Cristo: ese yugo que Él lleva con nosotros y que por ello lo llama «suave y ligero» (Mt 11,30); sino más dichosos, precisamente porque tenemos motivos magníficos y seguros para estarlo. La salvación que Cristo nos ha merecido, y con ella la luz sobre los más arduos problemas de nuestra existencia, nos autoriza a mirarlo todo con optimismo.

Nosotros estamos en mejores condiciones que los ciegos ante la luz evangélica, para mirar el panorama del mundo y de la vida con gozosa admiración y disfrutar de cuanto nos dispensa la existencia, incluso de las pruebas que tanto abundan en ella, con una serenidad consciente y sabia. El cristiano es afortunado. El cristiano sabe encontrar las razones de la bondad de Dios en cada acontecimiento, en cada situación de la historia y de la experiencia; y sabe que «todas las cosas se resuelven bien para aquellos que viven en la benevolencia de Dios» (cf. Rm 8,28). El cristiano debe dar siempre testimonio de una seguridad superior, que permita a los demás entrever de dónde saca esa serena superioridad espiritual: de la alegría de Cristo.

Hoy, afortunadamente, esta actitud de alegre vigor se va difundiendo entre los cristianos modernos; son más desenvueltos y más alegres que antes; y está bien. Pero con una condición que les preserve de caer en un naturalismo triunfalista, pronto a convertirse en pagano e ilusorio; la condición está en que saque de la fe, y no sólo de las afortunadas contingencias del bienestar temporal, la alegría interior y la serenidad exterior. Cristo es nuestra felicidad»


(San  Pablo VI, Audiencia general,17-abril-1968).

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