El Salmo 130 habla de la ambición del corazón, la altanería de los ojos y «las grandezas y los prodigios»


«La gran tentación del soberbio que quiere ser como Dios, árbitro del bien y del mal, es rechazada decididamente por el orante que opta por la confianza humilde y espontánea del único Señor. De esta manera se pasa a la imagen inolvidable del niño y de la madre»

Durante la catequesis (10 de Agosto del 2005), en las que se continuó con la meditación de los Salmos, se habló de la llamada «infancia espiritual», una actitud religiosa «fundamental que impregna toda oración». «Rechazando la altivez, la arrogancia o la pretensión de superioridad, el creyente reconoce la supremacía absoluta de Dios y, como destacaba santa Teresa de Lisieux, prefiere confiar humildemente en él, como un niño se refugia en los brazos su madre», prosiguió. «La gran tentación del soberbio que quiere ser como Dios, árbitro del bien y del mal, es rechazada decididamente por el orante que opta por la confianza humilde y espontánea del único Señor. De esta manera se pasa a la imagen inolvidable del niño y de la madre»

El Santo Padre emérito, en su catequesis ha reflexionado sobre el Salmo 130 “Con espíritu de infancia” (Confiar en Dios como el niño en su madre), Salmo que se reza en las Vísperas de los martes de la tercera semana. De este Salmo el Papa ha dicho que contiene palabras intensas y que desarrolla un tema muy querido en toda la literatura religiosa: la infancia espiritual. El pensamiento se dirige espontáneamente a Santa Teresa de Lisieux, a su “pequeño camino”, a su “permanecer pequeña” para “estar entre los brazos de Jesús”. Benedicto XVI ha recordado que en el centro del Salmo está la imagen de una madre con el niño, signo del amor tierno y materno de Dios, como ya lo había manifestado el profeta Óseas.

El Salmo empieza con la descripción del planteamiento antitético respecto al de la infancia, que es consciente de su propia fragilidad pero confía en la ayuda de los demás. Asimismo se alude en el Salmo al orgullo del corazón, a la soberbia de la mirada, a las “cosas grande y superiores”, es la representación de la persona soberbia que viene presentada mediante vocablos que indican “arrogancia” y “prepotencia”, y que mira a los demás con sentido de superioridad, considerándoles inferiores.

“La gran tentación del soberbio que quiere ser como Dios, árbitro del bien y del mal, es rechazada decididamente por el orante que opta por la confianza humilde y espontánea del único Señor. De esta manera – ha proseguido Benedicto XVI – se pasa a la imagen inolvidable del niño y de la madre”. De hecho, el texto original hebreo no habla de un recién nacido, más bien de un niño pequeño sobre los tres años. 

El niño al que alude el salmista está unido a la madre por una relación más personal e íntima, no por el contacto físico y la necesidad de alimentarse, sino que se trata de una unión más consciente, aunque siempre inmediata y espontánea. De ahí que sea la parábola ideal de la verdadera “infancia” del espíritu que se abandona a Dios, no de manera ciega y automática, sino serena y responsable. Llegados a este punto la profesión de confianza del orante se extiende a toda la comunidad. “Es fácil continuar la oración haciendo resonar otras voces del salterio inspiradas en la misma confianza en Dios – ha exhortado el Papa – A la humilde confianza, como se ha visto, se opone la soberbia”. 

Benedicto XVI ha finalizado su catequesis aludiendo al escritor cristiano Giovanni Casiano, quien amonesta a los fieles sobre la gravedad de este vicio que “destruye todas las virtudes en su conjunto y que no toma solamente en consideración a los mediocres y débiles, sino principalmente a los que se han encumbrado usando sus fuerzas. Análogamente un anciano anónimo de los Padres del desierto escribe: “Nunca superé mi rango para caminar más alto, ni me he turbado en caso de humillación, porque todo mi pensamiento estaba centrado en orar al Señor”. 

Catequesis completa

Confiar en Dios como un niño en brazos de su madre

1. Hemos escuchado sólo pocas palabras, cerca de treinta en el original hebreo del salmo 130. Sin embargo, son palabras intensas, que desarrollan un tema muy frecuente en toda la literatura religiosa:  la infancia espiritual. De modo espontáneo el pensamiento se dirige inmediatamente a santa Teresa de Lisieux, a su «caminito», a su «permanecer pequeña» para «estar entre los brazos de Jesús» (cf. Manoscritto «C», 2r°-3v°:  Opere complete, Ciudad del Vaticano 1997, pp. 235-236). 

En efecto, en el centro del Salmo resalta la imagen de una madre con su hijo, signo del amor tierno y materno de Dios, como ya lo había presentado el profeta Oseas:  «Cuando Israel era niño, yo lo amé (…). Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11, 1. 4). 

2. El Salmo comienza con la descripción de la actitud antitética a la de la infancia, la cual es consciente de su fragilidad, pero confía en la ayuda de los demás. En cambio, el Salmo habla de la ambición del corazón, la altanería de los ojos y «las grandezas y los prodigios» (cf. Sal 130, 1). Es la representación de la persona soberbia, descrita con términos hebreos que indican «altanería» y «exaltación», la actitud arrogante de quien mira a los demás con aires de superioridad, considerándolos inferiores a él. 

La gran tentación del soberbio, que quiere ser como Dios, árbitro del bien y del mal (cf. Gn 3, 5), es firmemente rechazada por el orante, que opta por la confianza humilde y espontánea en el único Señor. 

3. Así, se pasa a la inolvidable imagen del niño y de la madre. El texto original hebreo no habla de un niño recién nacido, sino más bien de un «niño destetado» (Sal 130, 2). Ahora bien, es sabido que en el antiguo Próximo Oriente el destete oficial se realizaba alrededor de los tres años y se celebraba con una fiesta (cf. Gn 21, 8; 1 S 1, 20-23; 2 M 7, 27). 

El niño al que alude el salmista está vinculado a su madre por una relación ya más personal e íntima y, por tanto, no por el mero contacto físico y la necesidad de alimento. Se trata de un vínculo más consciente, aunque siempre inmediato y espontáneo. Esta es la parábola ideal de la verdadera «infancia» del espíritu, que no se abandona a Dios de modo ciego y automático, sino sereno y responsable. 

4. En este punto, la profesión de confianza del orante se extiende a toda la comunidad:  «Espere Israel en el Señor ahora y por siempre» (Sal 130, 3). Ahora la esperanza brota en todo el pueblo, que recibe de Dios seguridad, vida y paz, y se mantiene en el presente y en el futuro, «ahora y por siempre». 

Es fácil continuar la oración utilizando otras frases del Salterio inspiradas en la misma confianza en Dios:  «Desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios» (Sal 21, 11). «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (Sal 26, 10). «Tú, Dios mío, eres mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías» (Sal 70, 5-6). 

5. Como hemos visto, a la confianza humilde se contrapone la soberbia. Un escritor cristiano de los siglos IV y V, Juan Casiano, advierte a los fieles de la gravedad de este vicio, que «destruye todas las virtudes en su conjunto y no sólo ataca a los mediocres y a los débiles, sino principalmente a los que han logrado cargos de responsabilidad con el uso de la fuerza». Y prosigue:  «Por este motivo el bienaventurado David custodia con tanta circunspección su corazón, hasta el punto de que se atreve a proclamar ante Aquel a quien ciertamente no se ocultaban los secretos de su conciencia:  «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad». (…) Y, sin embargo, conociendo bien cuán difícil es también para los perfectos esa custodia, no presume de apoyarse únicamente en sus fuerzas, sino que suplica con oraciones al Señor que le ayude  a evitar los dardos del enemigo y a no ser herido:  «Que el pie del orgullo no me alcance» (Sal 35, 12)» (Le istituzioni cenobitiche, XII, 6, Abadía de Praglia, Bresseo di Teolo, Padua 1989, p. 289). 

De modo análogo, un antiguo texto anónimo de los Padres del desierto nos ha transmitido esta declaración, que se hace eco del Salmo 130:  «No he superado nunca mi rango para subir más arriba, ni me he turbado jamás en caso de humillación, porque todos mis pensamientos se reducían a pedir al Señor que me despojara del hombre viejo» (I Padri del deserto. Detti, Roma 1980, p. 287).