La palabra amor, como tantas otras del lenguaje humano, es equívoca, y puede significar muchas realidades diversas, incluso contradictorias entre sí. Por eso, si de verdad queremos saber qué es el amor, no podremos contentarnos con las cuatro tonterías que acerca de él se dicen muchas veces. Por el contrario, hemos de tomarnos la molestia de analizar atentamente lo que significa esa palabra tan preciosa, pues el amor designa la realidad más profunda de Dios y del hombre, y nos da la clave decisiva para entender el misterio natural del matrimonio.
La atracción
El atractivo está en el origen del amor. Viene a ser un amor naciente, ya en alguna medida amor, aunque imperfecto. En él se implican varios elementos:
-Conocer. Sin conocimiento, no hay amor. No puede amarse lo que no se conoce, ni puede amarse mucho lo que se conoce poco. Si una hermanita vuestra os dice que está locamente enamorada de un muchacho con el que todos los días se cruza en la calle al ir a la escuela, vosotros os reís y pensáis que sí, que está un poco loca. ¿Cómo va a haber un amor profundo si no le conoce personalmente, ni sabe su nombre, ni su modo de ser ni nada, como no sea su figura corporal?
-Querer. El atractivo implica el querer de la voluntad. Nadie puede atraernos (=traernos hacia sí) sin el querer, o el consentimiento al menos, de nuestra voluntad.
-Sentir. La esfera de la afectividad, el juego de los sentimientos, tiene parte muy importante en este amor naciente. Por la afectividad, más que conocer a una persona, la sentimos. Incluso una persona puede atraernos sin que sepamos bien por qué: tiene un no sé qué que nos atrae.
Pues bien, daos buena cuenta de esto: es una persona la que resulta atrayente. Una persona. Podrá atraernos sobre todo por su belleza, su cultura, su bondad, o aquello que nosotros más valoremos en ella, según nuestro modo de ser. Pero, al menos, no podría hablarse de amor si la atracción se produjera haciendo abstracción de la persona.
Y esto debe ser tenido muy en cuenta por las mujeres coquetas -o por sus equivalentes masculinos-, pues si ante todo procuran atraer por sus valores físicos, pondrán con ello un grave obstáculo para que pueda formarse el verdadero amor, que sólamente se afirma como una vinculación decididamente interpersonal.
Otra observación importante. Un fuerte componente afectivo puede falsear la atracción y debilitarla, al menos si se alza como factor predominante, pues tiende entonces a establecer ese amor inicial sobre bases falsas e inestables. La afectividad, cuando vibra desintegrada de la razón y de la voluntad, abandonada a sí misma, suele ser muy poco objetiva. Puede llevar a ver en la persona amada cualidades de las que carece. Por eso la atracción afectiva, cuando se constituye en impulso rector de la persona, puede conducir al desengaño, e incluso puede transformar el atractivo primero en una aversión profunda, nacida de un corazón decepcionado. Y aunque esto -yo creo que lo entendéis perfectamente- es así, sigue siendo opinión común que el amor consiste sobre todo en la verdad de los sentimientos. Eso es falso. Un amor no es verdadero cuando, desentendiéndose de la verdad de la persona, se afirma casi sólamente en la verdad de los sentimientos que ella nos inspira. Es éste un amor destinado al fracaso. Y si no, al tiempo.
Ésta es la verdad: si la atracción sensible y afectiva ha de hacerse pleno amor, ha de centrarse más y más en la persona. La misma persona amada ha de llegar a ser el valor supremamente atractivo, respecto del cual todos los otros valores en ella existentes han de cobrar una importancia accesoria, por grande que sea. Por eso os decía que quien pretende atraer sobre todo por su belleza corporal o por otras cualidades accesorias -dinero, saber, poder, prestigio social, etc.-, está procurando con infalible eficacia, sin saberlo, hacer vano y débil el amor que intenta suscitar en la otra persona.
MATRIMONIO EN CRISTO,  José María Iraburu
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