La editorial del Cardenal Sarah en el Wall Street Journal en respuesta a la conferencia de James Martin (LGBT)

 

La Iglesia católica ha sido criticada por muchos, incluidos algunos de sus seguidores, por su respuesta pastoral a la comunidad LGBT. Esta crítica se merece una respuesta; no para defender, de manera instintiva, la práctica de la Iglesia, sino para determinar si nosotros, como discípulos del Señor, estamos realmente abiertos a acoger a un grupo necesitado. Para los cristianos siempre es una lucha seguir el nuevo mandamiento que Jesús dió en la Última Cena: “Que os améis unos a otros, como yo os he amado”.

Amar a alguien como Cristo nos ama significa amar a esa persona en la verdad. “Para esto he nacido”, le dijo Jesús a Pilato, “para dar testimonio de la verdad”. El Catecismo de la Iglesia Católica refleja esta insistencia en la honestidad, afirmado que el mensaje de la Iglesia al mundo debe “destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del camino de Cristo” (n. 1697).

Quienes hablan en nombre de la Iglesia deben ser fieles a la inmutable enseñanza de Cristo, porque sólo si se vive en armonía con el plan creador de Dios encontramos la plenitud total. Jesús, en el Evangelio de Juan, describió su mensaje en estos términos: “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.

Los católicos creen que la Iglesia toma lo que debe enseñar del mensaje de Cristo gracias a la guía del Espíritu Santo.

Entre los sacerdotes católicos, uno de los críticos más abiertos al mensaje de la Iglesia con respecto a la sexualidad es el padre James Martin, un jesuita americano. En su libro Building a Bridge [Construyendo puentes], publicado a principios de este año, repite la crítica común de que los católicos han criticado muy duramente la homosexualidad e ignorado la importancia de la integridad sexual entre sus seguidores.

El padre Martin es justo cuando afirma que no debería haber un doble rasero respecto a la virtud de la castidad que, aunque supone un desafío, es parte de la buena nueva de Jesucristo para todos los cristianos. Para los célibes -no importa cuál sea su atracción-, la castidad fiel requiere abstenerse del sexo.

Esto puede parecer un valor muy elevado, sobre todo hoy en día. Sin embargo, sería contrario a la sabiduría y bondad de Cristo pedir algo que no se puede conseguir. Jesús nos llama a esta virtud porque ha hecho nuestros corazones para la pureza, del mismo modo que ha hecho nuestras mentes para la verdad. Con la gracia de Dios y nuestra perseverancia, la castidad no sólo es posible, sino que se convierte en una fuente de verdadera libertad.

No necesitamos ir muy lejos para ver las tristes consecuencias de rechazar el plan de Dios para la afectividad y el amor humano. La liberación sexual que el mundo fomenta no ha cumplido su promesa. Más bien al contrario, la promiscuidad es causa de un sufrimiento innecesario, de corazones rotos, de soledad y de tratar al otro como un medio para la propia satisfacción sexual. Como Madre y como expresión de su caridad pastoral, la Iglesia quiere proteger a sus hijos del daño que causa el pecado.

En su enseñanza sobre la homosexualidad, la Iglesia guía a sus seguidores a distinguir su identidad de sus atracciones y acciones. Primero están las personas en sí mismas, que son siempre buenas porque son hijos de Dios. Luego están las atracciones hacia el mismo sexo, que no son pecado si no son deseadas o seguidas por acciones, aunque se contradicen con la naturaleza humana. Y, por último, están las relaciones entre personas del mismo sexo, que son gravemente pecaminosas y perjudiciales para el bienestar de quienes participan en ellas. Las personas que se identifican como miembros de la comunidad LGBT tienen derecho a esta verdad en la caridad, sobre todo por parte del clero que, en nombre de la Iglesia, habla sobre este tema difícil y complejo.

Rezo para que el mundo preste atención a las voces de esos cristianos que sienten atracción por el mismo sexo, y que han descubierto la paz y la alegría viviendo la verdad del Evangelio. He sido bendecido por mis encuentros con ellos, y su testimonio me conmueve profundamente. He escrito el prólogo de uno de estos testimonios: el libro de Daniel Mattson,  Why I Don’t Call Myself Gay: How I Reclaimed My Sexual Reality and Found Peace [Por qué no me defino gay: cómo he recuperado mi identidad sexual y he encontrado la paz], con la esperanza de que su voz y la de otros testimonios similares se oigan.

Estos hombres y mujeres dan testimonio del poder de la gracia, de la nobleza y resiliencia del corazón humano y de la verdad de la enseñanza de la Iglesia sobre la homosexualidad. Muchos de ellos han vivido lejos del Evangelio durante un periodo de tiempo, pero se han reconciliado con Cristo y su Iglesia. Sus vidas no son fáciles o sin sacrificio. Sus inclinaciones homosexuales no han sido derrotadas, pero ellos han descubierto la belleza de la castidad y de la amistad casta. Su ejemplo merece respeto y atención porque tienen mucho que enseñarnos sobre cómo acoger y acompañar mejor a nuestros hermanos y hermanas, con auténtica caridad pastoral.

El cardenal Robert Sarah es prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

Artículo publicado en The Wall Street Journal; traducción de Elena Faccia Serrano para InfoVaticana.