Es indudable que la Bienaventurada Vir­gen tuvo de modo excelentísimo los dones del Espíritu Santo


Después de Cristo, la Madre de Jesús, Madre de Dios y de los hombres, Madre del Cristo total, fue el alma más dócil al Espí­ritu Santo…


  Los dones tienen por misión específica llevar las virtudes infusas a su última perfección y desarrollo. De donde hay que concluir, ya sin más, que las virtudes de María fueron tan excelsas y sublimes porque su alma santísima estaba completamente llena del Espíritu Santo que la regía y gobernaba mediante sus preciosísimos dones, a cuya divina moción la Virgen María correspondió siempre con la más exquisita fidelidad, sin oponerle jamás la menor resis­tencia u obstáculo. 

  Los dones del Espíritu Santo son ciertas per­fecciones sobrenaturales por las cuales el hombre se dispone a obedecer prontamente a la inspiración divina. 

Esta divina inspiración es un impulso y moción especial del Espíritu Santo; a saber: no una invitación sobrenatural co­mún a hacer algún bien o evitar algún mal, sino una moción especial directiva para ejecutar aquello a que aquí y ahora mismo Dios mueve al alma. 

 Siete son los dones del Espíritu Santo, según Isaías (11,2-3), a saber: de entendimiento, de sabiduría, de ciencia, de consejo, de fortaleza, de piedad y de temor de Dios; de los cuales los cuatro primeros pertenecen a la perfección del entendimiento, y los otros tres a la perfección de la voluntad. 

 Los dones del Espíritu Santo son hábitos y no sólo actos o disposiciones dadas transitoriamente, pues estos dones se infunden para que el hombre obre de modo sobrehumano con cierta connaturalidad a las cosas divinas y con cierta experiencia de ellas, como movido por instinto del Espíritu Santo; pero el hombre no puede connaturalizarse con las cosas divinas y como espiritualizarse si no está dispuesto ni siente la afección a las mismas de modo permanente y habitual, ya que lo que se da sólo por modo de don transeúnte no connaturaliza al sujeto con aquello a que le dispone, porque no le habitúa a ello ni a ello le adhiere de modo permanente; luego los dones del Espíritu Santo exigen ser una disposición habitual para obrar. 

 Estos dones del Espíritu Santo son formalmente di­versos de las virtudes, tanto adquiridas como infusas. Las vir­tudes adquiridas ven el objeto como susceptible de ser dirigido por las reglas del conocimiento y de la prudencia adquiridas; las virtudes infusas lo ven como dirigible por las reglas del conocimiento y prudencia igualmente infusas, esto es, por la luz de la fe y de la gracia, pero siempre conforme al modo y capacidad humana, o sea, con la razón, que especula, delibera y aconseja; pero los dones del Espíritu Santo ven su objeto como asequible de un modo más alto, esto es, por afecto interno y especial instinto del Espíritu Santo, fuera de las leyes de la especulación y de las reglas de la prudencia. 

De esta diversa regulación se sigue una modalidad diversa y una diversa especificación de las virtudes y de los dones. De muy diverso modo, en efecto, somos conducidos al fin divino y sobrenatural atenidos a normas de dirección formadas por nuestro estudio y trabajo, aun tratándose de actos de virtu­des infusas, y de otro cuando nos guía y’nos mueve la dirección formada en nosotros por el Espíritu Santo, como la nave es conducida de diverso modo por el esfuerzo de los que reman o por el viento que empuja las velas, aunque se dirija al mismo término a través de las olas. 

 Por lo cual, presupuesta la formal diferencia entre las virtudes y los dones, se ve que los dones o se ordenan o mueven a obras extraordinarias por razón de la materia, que no suelen ocurrírseles a los fieles, o con más frecuencia a la materia ordi­naria de las virtudes, pero de modo extraordinario o sin previo y prudencial estudio». 

  Precisamente porque los dones del Espíritu Santo tienen la misión de perfeccionar el acto de las virtudes infusas hay entre ellos y ellas una estrecha relación y correspondencia. Según Santo Tomás y los grandes maestros de la vida espi­ritual puede establecerse la siguiente correspondencia entre las virtudes y los dones: 

 A través de la virtud teologal o cardinal correspondiente, los dones del Espíritu Santo influyen sobre todas las demás virtudes derivadas de aquéllas. No hay una sola virtud sobre­natural que, ya sea directamente, ya a través de alguna teolo­gal o cardinal, deje de recibir la influencia de alguno o algunos de los dones del Espíritu Santo. Una misma virtud puede recibir la influencia de varios dones en distintos aspectos; así como un mismo don puede dejarse sentir, en diversos as­pectos, sobre varias virtudes distintas. De esta manera la in­fluencia de los dones del Espíritu Santo abarca por completo todo el panorama de las virtudes sobrenaturales o infusas, haciendo que sus actos se produzcan con una modalidad sobrehumana, heroica y divina, que jamás hubieran podido alcanzar por sí mismas, o sea, desligadas de la moción divina de los dones. Por eso es imposible alcanzar la santidad o plena perfección cristiana fuera del régimen habitual o predominante de los dones del Espíritu Santo, que es lo propio y caracterís­tico de la vida mística. 

  Los dones del Espíritu Santo en María 

 Por las nociones que acabamos de dar, ya se habrá dado perfecta cuenta el lector de que los dones del Espíritu Santo brillaron de manera excelentísima en la Virgen María, que era nada menos que la Esposa inmaculada del mismo Espíritu Santo. Escuchemos al P. Philipon: 

«Después de Cristo, la Madre de Jesús, Madre de Dios y de los hombres, Madre del Cristo total, fue el alma más dócil al Espí­ritu Santo. San Juan de la Cruz nos asegura que la Madre de Dios vivía bajo la moción continua del Espíritu de Dios, en la cima de la unión transformante: «Tales eran las (acciones) de la gloriosísima Virgen nuestra Señora, la cual, estando desde el principio levantada a este (tan) alto estado, nunca tuvo en su alma impresa forma de alguna criatura, ni por ella se movió, sino siempre su moción fue por el Espíritu Santo». Cada uno de sus actos conscientes procedía de ella y del Espíritu Santo y presentaba la modalidad deiforme de las virtudes perfectas bajo el régimen de los dones. Mientras que el Verbo encarnado, a causa de su personalidad divina, no podía aumentar en santidad, la Madre de Cristo aparece en la Iglesia como el prototipo del progreso espiritual, el ideal de toda alma cristiana en su ascensión hacia Dios. 

Desde el primer instante de su concepción inmaculada, su ple­nitud de gracia, ordenada ya a la divina maternidad, la aventajaba sobre todo el mundo de la gracia y de la gloria, de los ángeles y de los santos juntos, según la común doctrina de los teólogos. Con ella nos hallamos en presencia de un ser excepcional que sigue siendo simple criatura, pero predestinada a ser la Madre del Verbo en­carnado y, además, debido a la unidad del Cuerpo místico, la Ma­dre del Cristo total. Ella no es Dios. Su Hijo la superará siempre hasta el infinito por su trascendencia divina y en todos los dominios, tanto en el de la naturaleza como en el de la gracia y en el de la gloria. Dentro del orden de su santidad personal y de su misión de mediadora, María seguirá dependiendo totalmente de El, con absoluta subordinación en su rango de criatura, pero como una madre íntimamente asociada a la obra redentora de su Hijo, como la primera de los redimidos, salvadora con El del mundo, nueva Eva junto al nuevo Adán, uno y otra indivisiblemente unidos en una misma tarea común: regenerar a todos los hombres, conseguir­les y comunicarles la vida divina, la vida misma de la Trinidad, fundar juntos la Iglesia, la ciudad de Dios. 

 Ante el misterio de María guardémonos de toda exageración y también de toda minimización. Según el consejo de San Buena­ventura, la Virgen verdadera no necesita el elogio de la mentira. Para entrar en el misterio marial debe hojearse con inteligencia el libro de Dios, donde el Verbo nos habla de su Madre; pero hay que leer la Biblia con la mirada de la Iglesia, lo mismo que el niño aprende a leer sobre las rodillas de su madre. La teología marial,. más que otra ninguna, necesita conservar la nota discreta, pero se­gura, de la ciencia. 

El juego de los dones del Espíritu Santo en la existencia de María debe situarse nuevamente en el clima de su incomparable plenitud de gracia, siempre en progreso». 

Que la Virgen María poseyó en grado eminentísimo— sola­mente inferior al de Jesús— la plenitud de los dones del Espí­ritu Santo, se prueba con gran facilidad con razones del todo convincentes: 

«Es indudable— escribe Alastruey — que la Bienaventurada Vir­gen tuvo de modo excelentísimo los dones del Espíritu Santo, pues: 

a) Estos dones siguen proporcionalmente a la gracia y a la caridad, y cuanto el alma es más perfecta en gracia y caridad divi­na, tanto tiene en más exuberante medida los dones del Espíritu Santo. Y así fue en la Bienaventurada Virgen, que sobrepujó en gracia y caridad a todas las criaturas. 

b) Los dones del Espíritu Santo son ciertas perfecciones de las potencias del alma, por las cuales estas potencias se hacen más aptas para ser movidas por el Espíritu Santo fuera de todo humano modo. Esto acaecía en la Bienaventurada Virgen, que era movida por el Espíritu Santo de un modo perfectísimo y complaciéndole ella en todo. 

c) Aunque la Bienaventurada Virgen estuvo llena de los do­nes del Espíritu Santo desde el primer instante de su concepción, sin embargo, recibió un gran aumento de ellos con la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés. Pues después de la Ascen­sión de Cristo, los Apóstoles, conforme a los mandatos del Señor (Hechos 1,4-8): “Les mandó no alejarse de Jerusalén, sino que esperasen
la promesa del Padre que de mí, les dijo, habéis escuchado…”; pero recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, entraron en el cenáculo y perseveraron unánimes en la oración con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y con los hermanos de El (v. 13-14), para prepararse a recibir el Espíritu Santo con estos y otros santos ejercicios. Finalmente, cuando vino el Espíritu Santo, llenó a cada uno de ellos tanto más copiosamente cuanto más capaz y digno era y más devotamente se había preparado. De ahí que sien­do la Virgen María sola más digna, más capaz, y teniendo más excelente disposición que todos los otros, recibiera ella sola en mayor abundancia los carismas divinos dados aquel día por el Espíritu Santo». 

Fray Antonio Royo Marín

 Teología y Espiritualidad Mariana