Chile. 28 marzo. “En esta celebración llena de alegría y esperanza, abramos todas las puertas cerradas por temor y el sufrimiento para que Cristo entre en nuestro propio interior, en nuestras familias, en nuestros lugares de estudio y de trabajo, en nuestros proyectos y en nuestra cultura”, señala el Cardenal Arzobispo de Santiago, monseñor Francisco Javier Errázuriz, en su Mensaje de Pascua de Resurrección, titulado “¡Quédate con nosotros, Señor Resucitado!” “Digámosle con mucha gratitud en este año de la Eucaristía: ‘quédate con nosotros, Señor’, quédate como el pan de nuestros días, como la esperaza de nuestros corazones, como la luz de nuestros pasos, como el aliento y la paz de nuestra vida”, agrega el mensaje del Arzobispo de Santiago. Con la procesión de ramos celebramos el inicio de la Semana Santa. Recordábamos el ingreso de Jesucristo a Jerusalén. Con humildad y mansedumbre, montado sobre un asna, llegó a la Ciudad de la Paz, rodeado de sus discípulos y de una multitud de personas que lo vitoreaban, exclamando: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas! El Jueves Santo acompañamos al Señor hasta el Cenáculo, acogimos sus palabras, sus grandes obras y su ejemplo de servicio en la Última Cena, nos conmovió su oración en el Huerto de los Olivos, nos rebelamos interiormente por la traición de Judas, y revivimos con dolor la captura y la inmensa soledad de Jesús. Amaneció el Viernes Santo, y en espíritu lo acompañamos por los caminos dolorosos, dolorosísimos, de su juicio y de su pasión, hasta llegar en el Calvario a su crucifixión y muerte, tan cruel como injusta, por nuestros pecados, conscientes de haber causado, también nosotros, tanto mal. Mientras estábamos sumidos en este sufrimiento, llegó hasta nosotros la buena noticia. Irrumpió nuestra alabanza a Dios por el resplandor de esa noche asombrosa, de la noche santa que fue iluminada por la luz de Cristo. Ha resucitado el Señor, nuestra Vida y nuestra Esperanza. Celebramos con gozo su paso de la muerte a la vida, y nuestro paso de la esclavitud del pecado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Celebramos su Pascua, y con ella su ingreso a la Ciudad de la Paz más plena, a la Casa y la Gloria de su Padre, que es la casa abierta a toda la humanidad; la casa de nuestra alianza de paz con su Padre, que es nuestro Padre, y entre nosotros, realmente hermanos. Pero no logramos olvidar esa terrible contradicción que penetró el ánimo de tantos peregrinos en Jerusalén. La ciudad se conmovió por quienes lo aclamaban como enviado del Señor, y pocos días más tarde por los gritos de quienes le exigían a Pilatos, representante de la justicia y del poder, que lo sacara de en medio, que lo crucificara. ¡Impresionante dilema, también para nosotros! Aclamarlo o rechazarlo; guardarle inmensa gratitud u optar por el olvido y la exclusión; escuchar sus palabras sabias y seguirlo, o arrojar la piedra angular lejos de la vida, fuera de la ciudad, lejos de nuestra cultura. ¡Asombroso el amor de Dios! Fue tan grande su misericordia, y con ella su voluntad de conducirnos a la felicidad, que no se bloqueó ante los rechazos, los temores y las ingratitudes. Después del horrible tormento, el mismo día de su resurrección Jesús buscó a sus discípulos, entró al Cenáculo, mientras las puertas estaban cerradas por el miedo. Y ahora sigue buscándonos y entrando como en aquel entonces en nuestros recintos cerrados para desearnos la paz, la que brota de su cercanía al Padre, y la que vibra en su relación con nosotros. Los apóstoles, recién cuando recibieron el Espíritu de Cristo, no volvieron a dejarlo solo, ni se apartaron de él, ni lo negaron. Por el contrario, fueron portadores de su vida y de su luz. Entonces supieron hacer suya esa verdad elemental del cristianismo, la de abrazar también ellos, con los sentimientos de Cristo, su propia cruz, para vivir como discípulos suyos. Pero en ese campo de dolor, la Resurrección de Cristo sembraba en su espíritu la esperanza. Si tomamos nuestra cruz con sus sentimientos, encontramos paz en el corazón de Dios. Ofreciendo la cruz con amor a Dios y a los hermanos, el camino de la cruz transfigura el dolor, acrecienta nuestra sed de salvación, nos hace comprensivos y misericordiosos, y atrae sobre nosotros la luz de la Vida y de la Resurrección. Es más, nos conduce a la vida y a la resurrección. Es el mensaje de esta fiesta; es la fuerza y la esperanza que impulsaron hacia la santidad a Teresita de los Andes, a Laurita Vicuña y al beato Alberto Hurtado. Fue la Resurrección de Cristo la fuerza que animó al P. Hurtado a decirle a Dios, su Padre: “Contento, Señor, contento”. Fue la vida nueva en el Señor, aspirando a los bienes de arriba, la que movió a tantos santos extraordinarios, a contemplar a Dios, a cultivar la amistad con él, a inspirarse en la santidad y la misión de María, y a sembrar así el bien a manos llenas en nuestro mundo. También en su vida ocurrieron milagros, por así decirlo, de resurrección. Muchos de ellos fueron conocidos por sus debilidades y sus errores, antes de que penetrara con fuerza la luz de Cristo en sus vidas, y fueran invitados a resucitar, a saborear la sabiduría y el amor gratuito de Dios, y a agradecerlo con gran generosidad, mediante obras de justicia y misericordia. Son los santos que los chilenos necesitamos para superar la tristeza, el desarraigo y el desaliento, y para construir el país con solidaridad. En esta fiesta de la Resurrección, con la alegría de haber experimentado la fecundidad de los caminos del Evangelio, y de haber compartido la fe en Cristo en innumerables comunidades cristianas a lo largo de Chile, comienza una gran misión juvenil. Quienes se acercaron al Señor, y descubrieron en él el torrente de agua vida que ahora da alegría y fecundidad a su vida, quieren ir al encuentro de otros jóvenes, para hacerles fácil un profundo encuentro con Cristo que los vivifique y los llene de fuerzas y esperanza. Recibámoslos como mensajeros de la vida y de la paz; alentémoslos y apoyémoslos en su acción evangelizadora. Queridos hermanos en el Señor, queridos amigos, en esta celebración llena de alegría y esperanza, abramos todas las puertas cerradas por el temor y el sufrimiento para que Cristo entre en nuestro propio interior, en nuestras familias, en nuestros lugares de estudio y de trabajo, en nuestros proyectos y en nuestra cultura. Digámosle con mucha gratitud en este año de la Eucaristía: “quédate con nosotros, Señor”, quédate como el pan de nuestros días, como la esperanza de nuestros corazones, como la luz de nuestros pasos, como el aliento y la paz de nuestra vida. ¡Quédate con nosotros, Señor resucitado! +Francisco Javier Errázuriz Ossa Cardenal Arzobispo de Santiago

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