Al tomar la bajeza de nuestra condición sin que fuese disminuida su majestad, se ha humillado de tal forma que, permaneciendo lo que era y asumiendo lo que no era, unió la condición de siervo

 

Reflexión:Natividad

San León Magno: Asi pues, el Verbo, el Hijo de Dios, que en el principio estaba en Dios, por quien han sido hechas todas las cosas, y sin el cual ninguna cosa ha sido hecha (cfr. Jn 1:1-3), se hace hombre para liberar a los hombres de la muerte eterna. Al tomar la bajeza de nuestra condición sin que fuese disminuida su majestad, se ha humillado de tal forma que, permaneciendo lo que era y asumiendo lo que no era, unió la condición de siervo (cfr. Fi 2:7) a la que Él tenía igual al Padre, realizando entre las dos naturalezas una unión tan estrecha, que ni lo inferior fue absorbido por esta glorificación, ni lo superior fue disminuido por esta asunción. Al salvarse las propiedades de cada naturaleza y reunirse en una sola persona, la majestad se ha revestido de humildad; la fuerza, de flaqueza; la eternidad, de caducidad.

Así lo ha querido el Redentor, en la majestad y gloria que le pertenece, se despoja de ella para que sea su indigencia , pobreza y desprecio que padece las joyas de su misericordia.

Se empobrece para enriquecer la pobreza, se humilla para exaltar todo anonadamiento, se somete al despojo para hacer del desprecio y la indiferencia padecida de parte de los hombres una oportunidad para encontrar el autentico valor,, la perla preciosa, el tesoro verdadero.

Se despoja de todo el Verbo Encarnado, por que todo es nada y el es todo. Se despoja para darnos Él un lugar en su corazón, para darnos hospedaje en su misericordia, para ser Él el albergue de la gracia, la posada de la misericordia, donde sustentarnos con su gracia, alimentarnos con su don.

Se despoja  abrazando y perdonando nuestro desprecio, por que no lo hemos acogido cada vez que rechazamos su voluntad o despreciamos su auxilio, e inundamos las habitaciones de nuestras almas con apegos, afectos desordenados, ambiciones, orgullo y pecado.

Escoge el pesebre por que nuestros corazones están llenos de vanidades y egoísmos,   para que al reconocerlo en la pobreza podamos identificar plenamente el autentico bien que deben buscar nuestros corazones.

Se empobrece para enriquecernos, abraza carne desnuda y frágil, para revestirnos y fortalecernos.

Dios se hace hombre para responder al clamor del pueblo de Israel de un Reino y de un Salvador, para otorgarles ambos anhelos en uno solo y  de modo pleno, Un Reino que es la gloria de la misericordia de Dios y un Salvador que tiene corazón de carne para ser sacrificado en rescate de las almas.

Dios entrega, para este pueblo que es la manifestaciónón de toda la humanidad herida por el pecado, un Cordero nuevo para ser sacrificado, el sacerdocio cuyas manos son santas y puras y un altar cuya carne ofrecida y sangre derramada es la que produce la redención de muchos.

Hay un sagrario de carne que es el vientre de María a quien alumbra la realidad de la persona Divina, con naturaleza humana santa y Divina, que es envuelto en pañales humildes como corporales de pureza, y depositado en un pesebre como el madero del altar cruento del Calvario.

Dios es dado a luz para el mundo, para el tiempo y para la Creación entera, para que con rostro humano, pueda responder a la suplica del salmista:

Salmo 26

8Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro».

Tu rostro buscaré, Señor,

9no me escondas tu rostro.

Para pagar la deuda debida por nuestra condición, la naturaleza inmutable se une a una naturaleza (pasable) creada; verdadero Dios y verdadero hombre se asocian en la unidad de un solo Señor. De este modo, el solo y único Mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1 Tim 2:5) puede, como lo exigía nuestra curación, morir, en virtud de una de las dos naturalezas, y resucitar, en virtud de la otra. Con razón, pues, el nacimiento del Salvador no quebrantó la integridad virginal de su Madre. La llegada al mundo del que es la Verdad fue la salvaguardia de su pureza.

Tal nacimiento, convenía a la fortaleza y sabiduría de Dios, que es Cristo (cfr. 1 Cor 1:24), para que en Él se hiciese semejante a nosotros por la humanidad y nos aventajase por la divinidad. De no haber sido Dios, no nos habría proporcionado remedio; de no haber sido hombre, no nos habría dado ejemplo. Por eso le anuncian los ángeles, cantando llenos de gozo: gloria a Dios en las alturas; y proclaman: en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad (Lc 2:14). Ven ellos, en efecto, que la Jerusalén celestial se levanta en medio de las naciones del mundo. ¿Qué alegría no causará en el pequeño mundo de los hombres esta obra inefable de la bondad divina, si tanto gozo provoca en la esfera sublime de los ángeles?

Él ha sido pequeño, Él ha sido niño, para que tú puedas ser varón perfecto;

Él ha sido ligado con pañales, para que tú puedas ser desligado de los lazos de la muerte;

Él ha sido puesto en un pesebre, para que tú puedas ser colocado sobre los altares;

Él ha sido puesto en la tierra, para que tú puedas estar entre las estrellas;

Él no tuvo lugar en el mesón, para que tú tengas muchas mansiones en los cielos.

(San Ambrosio de Milán «Expositio Evangelli secundum Lucam”)

El Señor de todas las cosas apareció en forma de siervo, revestido de pobreza … Nació en una ciudad que no era ilustre en el Imperio, escogió una obscura aldea para ver la luz, fue alumbrado por una humilde virgen, asumiendo la indigencia más absoluta,…
No existiendo un lecho donde se le reclinase, el Señor fue colocado en un comedero de animales, y la carencia de las cosas más indispensables se convirtió en la prueba más verosímil de las antiguas profecías- Fue puesto en un pesebre para indicar expresamente que venía para ser alimento, ofrecido a todos, sin excepción. El Verbo, el Hijo de Dios, al vivir en pobreza y yacer en ese lugar, atrajo hacia Sí a los ricos y los pobres, a los sabios y a los ignorantes.
(Teodoto de Ancira, Homilía I en la Navidad del Señor)

Con este anonadamiento, humillación y pobreza, nos revela la potencia de la gracia, y nos desnuda de las ataduras, del tener, el placer y el poder…

El poder que es mal contagioso que nubla la conciencia y oscurece los sentidos del alma:

Ya el Augusto Cesar nos muestra como puede la malicia ser tal homicida, que por temor a ser desplazado, trama la puerta de un Niño sacrificando la de muchos;

él mismo, un idólatra que se consideraba Salvador, se hacia llamar el “Natus ad pace”, nacido para la paz, sin embargo teme ante la verdad que instuye de la potencia de aquel que no necesita de fuerza, palacios y ejércitos para reinar, solo la plenitud de quien es la Luz y la Gracia y que conquista los corazones de las naciones con la humildad.

Los falsos tesoros:

El Papa Francisco dice que Jesús se refiere ”Principalmente a tres y siempre vuelve sobre el mismo tema».

“El primer tesoro: el oro, el dinero, las riquezas…»Pero con estos no están seguros porque, tal vez, te lo pueden robar, ¿no? ‘; No, yo estoy seguro con las inversiones «; ‘Pero quizá el mercado de valores se derrumba y te quedas sin nada! Y luego dime ¿un euro de más te hace feliz o no? La riqueza, son un tesoro peligroso, peligroso… Sí pero las riquezas son buenas, sirven para hacer un montón de cosas buenas, para llevar adelante la familia: ¡esto es verdad! ¡Pero si tú las acumulas como un tesoro, te roban el alma! Jesús, en el Evangelio, vuelve sobre este tema, las riquezas, sobre el peligro de las riquezas, sobre el poner las esperanzas en las riquezas».

Otro tesoro, prosiguió “es la vanidad: el tesoro de tener un prestigio, de hacerse ver”. Y Jesús, advirtió el Papa Francisco, “siempre condena esto”. Pensemos, “qué dice a los doctores de la ley, cuando ayunan, cuando dan la limosna, cuando rezan para hacerse ver”. La vanidad, subrayó, “no sirve, termina”. a San Bernardo que afirmaba: “Tu belleza terminará por ser pasto a los gusanos”. El tercer tesoro, evidenció, es “el orgullo, el poder”…no acumular dinero, vanidad, orgullo, poder. Estos tesoros, subrayó, “no sirven”. En cambio el Señor, dijo el Papa, nos pide que acumulemos “tesoros del cielo”:

«Este es el mensaje de Jesús: «Pero si tu tesoro está en la riqueza, la vanidad, el poder, en el orgullo, tu corazón quedará encadenado allí! Tu corazón quedará esclavizado por la riqueza, la vanidad, el orgullo. ¡Y lo que Jesús quiere es que tengamos un corazón libre! “

El Hijo de Dios se sometió a una existencia semejante a la de la carne de pecado para condenar el pecado y, una vez condenado, expulsarlo fuera de la carne. Asumió la carne para incitar al hombre a hacerse semejante a él y para proponerle a Dios como modelo a quien imitar. Le impuso la obediencia al Padre para que llegara a ver a Dios, dándole así el poder de alcanzar al Padre. El Verbo de Dios que habitó en el hombre se hizo también Hijo del hombre, para que el hombre se habituara a percibir a Dios y Dios a vivir en el hombre, conforme a la voluntad del Padre.

No es un palacio real donde nace el Redentor, destinado a establecer el Reino eterno y universal. Nace en un establo y, viniendo entre nosotros, enciende en el mundo el fuego del amor de Dios (cf. Lc 12, 49). Este fuego no se apagará jamás.

¡Que este fuego arda en los corazones como llama de caridad efectiva, que se haga acogida y sostén para muchos hermanos aquejados por la necesidad y el sufrimiento!

El Niño Dios nos revela el valor de la virtud infusa de la humildad:

La humildad es la roca sólida y segura sobre que debe erigir el edificio de su vida espiritual toda alma cristiana. “Así que, hermanas –dice Santa Teresa de Jesús– para que [el edificio] lleve buenos cimientos, procurad ser la menor de todas, [es decir, ejercitaos mucho en la humildad]… poniendo piedras tan firmes que nos se os caiga el castillo” (M. VII, 4, 8). La humildad cava los cimientos de la caridad, en cuanto que vacía al alma del orgullo, de la soberbia, del amor desordenado a si misma y a su propia excelencia, dejando lugar al amor de Dios y del próximo. Cuanto más la humildad desembarazada al alma de las vanas orgullosas pretensiones del yo, más capacidades tiene ésta para Dios. “Y cuando [el hombre espiritual] viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará echa la unión espiritual entre el alma y Dios (JC. S. II, 7, 11). El alma que desea escalar las sublimes alturas de la unión con Dios, para luego conducir a los demás, tiene que recorrer el camino de una profunda humildad, porque, como dice el divino Maestro, solamente “el que se humilla será exaltado” (Lc. 18, 14).

Cuanto más alto sea el ideal de santidad a que aspiras, cuanto más encumbrada sea la meta a que te diriges, más tienes que profundizar y excavar en ti el fecundo abismo de la humildad. Abyssus invocat (Sal. 41, 8), el abismo de la humildad llama al abismo de la misericordia infinita, de las gracias y de los dones divinos; de hecho “Dios resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes” (I Pe. 5, 5). Humíllate bajo la mano poderosa de Dios, que se humillo a sí mismo para inundarnos de su gloria…reconoce sinceramente tu nada, convéncete de su misericordia, y si quieres gloriarte, gloríate –como San Pablo– en tus enfermedades, porque es precisamente en tu debilidad, humildemente reconocida, donde obra y triunfa la gracia y la virtud de Dios” (II Cor. 12, 9).

El Niño Dios nos manifiesta , entregándose frágil  e inocente, en las manos humanas de nuestra Madre Santísima y de San José, la necesidad de la confianza en su voluntad y la potencia de su gracia:

La humildad cristiana no deprime, sino ensalza; no abate, sino infunde valor, porque cuanto más descubre al alma su nada, su bajeza, con más ímpetu la lanza hacia Dios, llena de confianza y seguridad. La realidad misma de que en todo –el existir y el obrar, en cuanto al orden natural y en cuanto al sobrenatural– dependamos de Él y que nada podamos hacer sin Él, nos manifiesta que Dios quiere sostenernos continuamente con su asistencia, con su gracia. Por consiguiente, las relaciones de un alma humilde con Dios serán las de un hijo que todo lo espera confiadamente de su padre.

Es ésta la enseñanza que Jesús quiso dar a sus Apóstoles, cuando preguntaron quien sería el mayor en el reino de los cielos: “En verdad os digo, si no os hicierais como niños, no entrareis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de estos, éste será el más grande en el reino de los cielos” (Mt. 18, 13 y 4). “Hacerse niño –explica Santa Teresa del Niño Jesús– es reconocer su propia nada, esperarlo todo de Dios como un niñito lo espera todo de su padre… Aún en las casas de los pobres al niño se le da todo lo que necesita: mas cuando se hace mayor, su padre se niega a alimentarle, diciéndole: “Ahora trabaja, puedes bastarte a ti mismo”. Yo no quiero crecer precisamente para no oír nunca decir esto, sintiéndome incapaz de ganarme la vida, la vida eterna del cielo” (NV. 6-VIII). Para el alma que se vuelve a Dios confianza plena, reconociendo humildemente su indigencia, Dios es un padre ternísimo, que se goza en llenarla de gracia y de hacer por ella lo que ella no sabe hacer por si.

Por eso quien es más pequeño –quien está más convencido de la propia nada– ese llega a ser el más grande, porque puede aprender de la grandeza de Dios. – Dios no levanta a las almas a una vida espiritual más alta, ni las admite a una intensa intimidad con Él, hasta que no las encuentre completamente despojadas de toda confianza en si mismas. Cuando un alma, olvidando prácticamente su nada, confía, vanidosamente, aunque sea poco, en sus fuerzas, en su ciencia, en su iniciativa, en sus virtudes, Dios la abandona a sus propias fuerzas; las consecuencias de este abandono –fracaso, recaídas, la infecundidad de sus obras– pondrán al desnudo su insuficiencia. Y cuanto más terca se muestre el alma en este fiarse solo de si misma, más prolongará el Señor esta práctica de su nada. Santa Teresa de Jesús, hablando de su conversión definitiva y total, confiesa que lo que le impedía superar los últimos obstáculos era precisamente un cierto residuo de confianza que aún tenía en si misma, “más debía faltar a lo que ahora me parece, de no poner en todo la confianza en su Majestad y perdería de todo punto de mi” (Vi. 8, 12). La confianza en Dios crece en la misma proporción que la desconfianza en si, y llega a ser total cuando el alma, habiendo comprendido en toda su dimensión su nada, pierde toda suficiencia y arrogancia.

La confianza se apoya en los méritos infinitos de Jesús, en el amor misericordioso del Padre Celestial, en la eficacia de la gracia: esta confianza la infunde valor y audacia, porque con Dios se puede todo. “Lo que le agrada [a Jesús] –dice la Santa de Liseux– es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, la esperanza ciega que tengo en su misericordia. He aquí mi único tesoro” (Cart. 176).

El sacerdote debe mirar en el pesebre el sentido de su vocación y ministerio: El Señor no desdeña la ayuda que otros hombres puedan aportar a su obra; conoce sus limitaciones, sus debilidades, pero no las desprecia, es más, les confiere la dignidad de ser sus enviados. Jesús los manda de dos en dos y les da instrucciones, que el Evangelista resume en pocas frases. La primera se refiere al espíritu de desapego: los apóstoles no deben ser apegados el  dinero y a las comodidades. Luego Jesús advierte a los discípulos que no siempre recibirán una acogida favorable: a veces serán rechazados; más aun, podrán ser también perseguidos. Pero esto no los debe impresionar: ellos deben hablar a nombre de Jesús y predicar el Reino de Dios, sin preocuparse por tener éxito. El éxito se lo dejan a Dios.

Benedicto XVI: “nos ha nacido un Salvador”. Este anuncio, que lleva consigo un impulso inagotable de renovación, resuena en la noche santa con singular fuerza: es la Navidad, el Gran Jubilo, memoria viva de los dos mil años de Cristo, de su nacimiento prodigioso, que ha marcado un nuevo inicio de la historia. “el Verbo se ha hecho carne y ha venido a habitar entre nosotros” (Jn 1, 14).

Dios abraza así la familia Humana para que siendo redimida por los méritos de la  Pasión de Cristo e inundada de su gracia sea transformada en Trinidad humana que eduque para que por la vida sobrenatural el hombre se beneficie de la Misericordia gloriosa de la Trinidad Divina.

Ha redimido la Maternidad en María, ha restaurado la Paternidad en José, ha constituido a la familia en Iglesia domestica, en cuna y escuela de la caridad y de la vida en Dios.

El Verbo llora en un pesebre. (Mt 1, 21).

No es un palacio real donde nace el Redentor, destinado a establecer el Reino eterno y universal. Nace en un establo y, viniendo entre nosotros, enciende en el mundo el fuego del amor de Dios (cf. Lc 12, 49). Este fuego no se apagará jamás.

 

¡Que este fuego arda en los corazones como llama de caridad efectiva, que se haga acogida y sostén para muchos hermanos aquejados por la necesidad y el sufrimiento!

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