Por S.E. Mons. Jean-Louis Brugués  Arzobispo-Obispo emérito de Angers  Secretario de la Congregación para la Educación Católica


Introducción


El ministerio sacerdotal ocupa un puesto central en la vida y en el ser de la Iglesia. No hay Iglesia sin sacerdocio. Ciertamente, hoy vivimos una preocupante crisis de vocaciones. Quizás no deberíamos olvidar que en los años setenta existió una grave crisis de formación, en medio de un contexto realmente complejo en el ámbito eclesial.

Hoy, los tiempos parecen más tranquilos y podemos valorar desde una perspectiva más serena las enseñanzas de algunos de los últimos pontífices sobre la formación sacerdotal. Lo hacemos convencidos de poder encontrar numerosas luces que nos ayuden a afrontar el gran reto actual de la preparación de los candidatos al ministerio sacerdotal.

1. La identidad sacerdotal


¿Por qué plantearnos el problema de la identidad? Dirigiéndose a los participantes del I Congreso Nacional Italiano para el fomento de las vocaciones, el Papa Juan XXIII, exhortaba a los sacerdotes a convertirse en heraldos, ante los fieles, de la sublime belleza del estado sacerdotal. Para fundamentar su afirmación, hace uso de las palabras de su predecesor, el Papa Pío XII, en la famosa Encíclica Mediator Dei. En ellas podemos apreciar la identidad que define el ministerio sacerdotal: «El sacramento del Orden distingue a los sacerdotes del resto de los cristianos no consagrados, porque sólo ellos, por vocación sobrenatural, han sido introducidos en el augusto ministerio que los destina a los sagrados altares, y los constituye en divinos instrumentos, por medio de los cuales se comunica la vida celeste y sobrenatural al místico Cuerpo de Jesucristo (…) sólo ellos son marcados con el carácter indeleble que los configura a Cristo sacerdote».[41]

En esta línea, el Papa Pascelli afirmará que «la grandeza y la fuerza del sacerdote consiste en ser, en plenitud, hombre de Dios y hombre de la Iglesia».[42] Mientras que el ser «hombre de Dios» significa, principalmente, tender a la perfección de la caridad divina, el ser «hombre de Iglesia» apunta al hecho de que, en su enseñanza y en su entera actividad, los sacerdotes deben comportarse como fieles colaboradores de sus Obispos.[43]

La fuente de esta identidad sacerdotal se encuentra en el Misterio mismo de la Santísima Trinidad, que se revela y se comunica a todos los hombres en la persona de Jesucristo, el Verbo encarnado.[44] De aquí que el Papa Juan Pablo II afirme: «El presbítero encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, una participación específica y una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la nueva y eterna alianza. El sacerdocio de Cristo (…) constituye la única fuente y paradigma insustituible del sacerdocio del cristiano y, en particular, del presbítero».[45] No cabe duda que presentar esta visión teocéntrica de la vida sacerdotal resulta del todo necesario en el contexto actual de un mundo que se rige por criterios positivistas y funcionalistas.[46]

Nos detendremos un momento a profundizar algunos aspectos de la identidad sacerdotal.

1.1.Naturaleza de la vocación sacerdotal


a) El sacerdocio es un don

A la luz del texto de Mt 9, 37-38, el Papa Pablo VI advierte que «la primera fuente de la vocación sacerdotal es la misericordiosa y libérrima voluntad de Dios».[47] Ciertamente, el sacerdocio es «el gran don del Divino Redentor, el cual, para hacer perenne la obra de redención del género humano cumplida por Él en la Cruz, transmitió sus poderes a la Iglesia, a la cual quiso hacer participe de su único y eterno sacerdocio».[48]

b) Un don concedido a la Iglesia

Por tanto, el don del sacerdocio es concedido por Dios a la Iglesia, y por medio de ella al mundo entero, con el fin de extender a los cuatro puntos cardinales los abundantes frutos de la redención obtenida por Nuestro Señor Jesucristo. En consecuencia, podemos resaltar, pues, otras dos características fundamentales del ministerio sacerdotal: su pertenencia al ser mismo de la Iglesia —el Papa Juan Pablo II lo incluye entre uno de sus elementos constitutivos (cf. PDV 16)— y su alcance universal. En efecto, el ministerio del presbítero «está ordenado no sólo para la Iglesia particular, sino también para la Iglesia universal (cf. Presbyterorum Ordinis 10), en comunión con el Obispo, con Pedro y bajo Pedro».[49] Es importante este último punto, ya que nos indica que la misión no puede ser entendida como «un elemento extrínseco o yuxtapuesto a la consagración» sacerdotal, sino que constituye, propiamente, su finalidad intrínseca.[50]


1.2. El sacerdocio es imitación y configuración con Cristo

La dimensión cristológica del ministerio sacerdotal es subrayada por todas las enseñanzas pontificias. La vida sacerdotal deriva de Cristo y debe estar siempre dirigida a Él.[51] Si bien es cierto que la imitación de Cristo es condición obligatoria de toda vocación cristiana, lo es de manera particular para aquellos que han sido llamados a ser sus representantes ante los hombres.

En este sentido, los efectos de la efusión sacramental del Orden en la vida del sacerdote son radicales: «la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y que se compendian en su caridad pastoral».[52] Inspirándose en la doctrina agustiniana, el Papa Juan Pablo II, se ha referido a dicha caridad pastoral, que ha de unificar todas las actividades del sacerdote, en cuanto elemento que caracteriza el ejercicio del ministerio sacerdotal como «amoris officium» y que encuentra «su expresión plena y su alimento supremo en la Eucaristía».[53]

Ciertamente, la mirada del sacerdote no podrá desviarse nunca de Aquél al que representa sacramentalmente, Jesucristo. La íntima unión con Jesús debe caracterizar el impulso originario del espíritu sacerdotal, en la conciencia de que no es suficiente para el sacerdote «limitarse a cumplir los deberes a los que se encuentran obligados los simples fieles, sino que debe tender siempre con mayor ahínco hacia aquella santidad que exige la dignidad sacerdotal».[54]


1.3.Por tanto: vocación a una santidad especial


La consecuencia que se deriva de la profunda intimidad que caracteriza la relación entre Jesucristo, el Buen Pastor, y el ministerio sacerdotal, es que el sacerdote es llamado a una santidad eximia.

A este respecto, resultan particularmente significativas las hermosas palabras preparadas por el Papa Pío XII y que sólo la muerte le impidió pronunciar. Ellas fueron recogidas por Juan XXIII en su Encíclica Sacerdotii Nostri Primordia: «El carácter sacramental del Orden sella de parte de Dios un pacto eterno de su amor de predilección, que exige de la creatura elegida el contracambio de la santificación (…) el clérigo será un elegido entre el pueblo, un privilegiado de los carismas divinos, un depositario del poder divino, en una palabra un “alter Christus” (…) Él no se pertenece, como no pertenece a parientes, amigos, ni siquiera a una determinada patria: la caridad universal será su respiro. Los mismos pensamientos, voluntad, sentimientos, no son suyos, sino de Cristo, su vida» (párr. 6).

Así pues, el sacerdote, por haber sido puesto como mediador entre Dios y el hombre, mediante la consagración sacramental, en representación y por mandato del único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, dispensador de las cosas santas y, en definitiva, embajador en nombre de Cristo, «ha de vivir de modo que pueda con verdad decir con el Apóstol: “Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 4,16; 11, 1); ha de vivir como otro Cristo, que con el resplandor de sus virtudes alumbró y sigue alumbrando el mundo».[55]


1.4.Medios


Este «existir y actuar para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre»,[56] mediante un testimonio de vida virtuosa y santa, requiere de unos medios. Los exponemos a continuación.

a) La oración: El sacerdote, que continua la misión de Cristo, no puede dejar de sentirse llamado a imitar al Jesús orante que buscaba en el silencio de la oración unirse a la voluntad del Padre e interceder ante Él por los hombres. A este propósito, el beato Juan XXIII recuerda cuanto había afirmado San Pío X: «el sacerdote, para estar dignamente a la altura de su grado y oficio, debe dedicarse en modo eximio al ejercicio de la oración».[57]

En este contexto orante, en el que principalmente se busca adquirir las mismas intenciones de Jesús, mediante la meditación de las cosas celestes, el rezo del Oficio Divino es también un medio eficaz de santificación.[58]

b) La Eucaristía y la Penitencia: Nos detenemos todavía con el Papa Roncalli para descubrir que toda la santificación personal del sacerdote debe modelarse sobre el sacrificio que celebra. En efecto, dice: «Si es cierto que el sacerdote ha recibido el carácter del Orden para el servicio del altar, y ha comenzado el ejercicio de su sacerdocio con el sacrificio eucarístico, éste no cesará de estar, durante todo el curso de su vida, en la base de su actividad apostólica y de su santificación personal».[59]

Esto mismo proclama Pastores dabo vobis cuando recuerda las palabras del rito de la ordenación en las cuales se invita al neo-presbítero a conformar su vida con el misterio de la cruz del Señor (cf. n. 24).

Muy unido al sacramento de la Eucaristía se encuentra el de la Penitencia. Juan Pablo II, en efecto, volvió a situar este sacramento en el centro de la vida sacerdotal, de la cual afirmó que era «sostenimiento, orientación y medicina».[60] Por esta razón, aludiendo a la Carta Apostólica Novo Millenio Ineunte, recordó la importancia que los sacerdotes «vuelvan a descubrir el sacramento de la reconciliación como instrumento fundamental de su santificación».[61]

c) Celo pastoral por las almas: Fruto de una vida entregada totalmente al servicio del Evangelio, desasido de los principales lazos terrenos y del propio interés, el corazón del sacerdote estará en disposición de ser inflamado por los mismos sentimientos y el mismo amor que profesaba el Corazón de Cristo hacia los hombres y de su deseo de rendir gloria al Padre. Nos lo recuerda el Papa Pío XI diciendo: «Este celo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas debe (…) devorar al sacerdote, hacerle olvidarse de sí mismo y de todas las cosas terrenas e impulsarlo fuertemente a consagrarse de lleno a su sublime misión, buscando medios cada vez más eficaces para desempeñarla con extensión y perfección siempre crecientes».[62]

d) La ciencia: El camino de la santidad del sacerdote va ligado a la obra de la verdad, revelada en Jesucristo. El sacerdote ha recibido de Cristo el oficio y la misión de enseñar la verdad a todas las gentes. Podemos decir que está obligado a enseñar la doctrina de la salvación. Esta exigencia de su misión ilumina la necesidad de la ciencia sacerdotal. Por tanto, «el sacerdote debe tener pleno conocimiento de la doctrina de la fe y de la moral católica; debe saber y enseñar a los fieles, y darles la razón de los dogmas, de las leyes y del culto de la Iglesia, cuyo ministro es; debe disipar las tinieblas de la ignorancia que, a pesar de los progresos de la ciencia profana, envuelven a tantas inteligencias de nuestros días en materia de religión».[63]

La ciencia del sacerdote, que lo predispone para salvaguardar la doctrina y enseñar la verdad revelada, se integra en su ministerio de caridad «pro mundi vita», es decir, por la santificación de los fieles, por el progreso verdadero de la sociedad y por la concordia entre las naciones, como bien advertía el Papa Juan XXIII.[64]

e) Celibato: Es considerada por Pío XI una preciosísima perla del sacerdote católico.[65] El celibato, abrazado fielmente y con gozo, es el testimonio más claro de todo amor genuino, se revela como lenguaje del don de sí por amor al amado y se convierte en el símbolo de la plenitud de amor manifestada por Jesús en la Cruz.[66] Ciertamente, el verdadero fundamento del celibato sólo puede ser teocéntrico y debe ser expresado como «Dominus pars». Por tanto, no es privación de amor, sino un dejarse arrastrar por el amor de Dios, el cual da sentido a toda la vida del consagrado.[67]


2. El Seminario


2.1.Identidad del Seminario


Habiendo presentado en la primera parte la identidad del sacerdocio, sus altas exigencias y su sublime finalidad, no es difícil entender la necesidad imprescindible de dar a los candidatos una formación adecuada, en un ambiente convenientemente adaptado a tal fin.

Dos años antes de la promulgación del Decreto Optatam Totius sobre la formación sacerdotal, en la Carta Apostólica Summi Dei Verbum, el Papa Pablo VI, dedica las primeras páginas a exponer los precedentes históricos de la institución de los Seminarios, los motivos de su institución y la importancia del Seminario en la historia de la Iglesia y de la sociedad. Allí subraya la particular diligencia con la que la Iglesia ha atendido, desde los primeros siglos, la instrucción y educación de los jóvenes candidatos al sacerdocio.[68]

El citado documento conciliar explicitará con claridad la necesidad del Seminario y su función específica: «Los Seminarios Mayores son necesarios para la formación sacerdotal. Toda la educación de los alumnos en ellos debe tender a que se formen verdaderos pastores de almas a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor, prepárense, por consiguiente, para el ministerio de la palabra (…); para el ministerio del culto y de la santificación (…); para el ministerio pastoral».[69]

La Exhortación Pastores dabo vobis define el Seminario en sus diversas formas, así como las casas de formación de los sacerdotes religiosos, no tanto como un lugar o un espacio material, sino como un ambiente espiritual, un itinerario de vida, una atmósfera que favorezca y asegure un proceso formativo que permita al candidato convertirse, por medio del sacramento del Orden, en una imagen viva de Jesucristo Cabeza y Pastor de la Iglesia.[70]

El Papa Benedicto XVI, no ha dudado en presentarlo como «una inversión muy valiosa para el futuro, porque garantiza, mediante un trabajo paciente y generoso, que las comunidades cristianas no queden privadas de pastores de almas, de maestros de fe, de guías celosos y de testigos de la caridad de Cristo».[71] Profundizando en la definición que daba la Pastores dabo vobis, el Papa Benedicto habla del Seminario como un «tiempo significativo en la vida de un discípulo de Jesús».[72] Tiempo destinado a la formación y al discernimiento. Prioritariamente, tiempo de búsqueda constante de una relación personal con Jesús, de una experiencia íntima de su amor, fruto de un don gratuito, a través de la oración y la meditación de las Sagradas Escrituras.[73] Tiempo, también, de maduración en la conciencia del joven, «ya no ve la Iglesia desde fuera, sino que la siente (…) en su interior, como su casa, porque es casa de Cristo, donde habita María, su Madre».[74] Y, finalmente, debe ser «un tiempo de preparación para la misión».[75]


2.2.Tipos de Seminarios


A los ya conocidos Seminarios diocesanos, se le suman aquellos de tipo Regional, o Interdiocesanos, o bien para el territorio de una entera nación. Las motivaciones para su creación las describía ya el Papa Pío XI, aunque el impulso originario fue de Pío X, y se basan en cuestiones de carácter geográfico (pequeña extensión de las diócesis), vocacional (escasez de candidatos) y logístico (falta de medios y de personas capacitadas para la formación). En estos casos, el Papa anima a la creación de estos Seminarios Regionales ya que «las grandes ventajas de tal concentración compensarán abundantemente los sacrificios hechos para conseguirlas».[76]

Esta propuesta la veremos de nuevo presentada por el Concilio Vaticano II, en el Decreto Optatam Totius, nº 7: «Donde cada diócesis no pueda establecer convenientemente su Seminario, eríjanse y foméntense los Seminarios comunes para varias diócesis, o para toda la región o nación, para atender mejor a la sólida formación de los alumnos, que en esto ha de considerarse como ley suprema. Estos Seminarios, si son regionales o nacionales, gobiérnense según estatutos establecidos por los Obispos interesados y aprobados por Sede Apostólica».

Al hilo de las palabras de Pío XI, sobre las ventajas que pueden reportar estos Seminarios Regionales, el Papa Benedicto XVI ha dado también razones de tipo espiritual y eclesiológico, diciendo que: «pueden ser lugares privilegiados para formar a los seminaristas en la espiritualidad diocesana, insertando con sabiduría y equilibrio esta formación en el contexto eclesial y regional más amplio».

2.3.Superiores y Formadores


Con diversas metáforas han caracterizado los Pontífices la importancia de la institución del Seminario para la diócesis y el estrecho cuidado que le debe prestar el Obispo. El Seminario puede definirse «el jardín de la Diócesis», decía el Papa Juan XXIII.[77] O también, nos resultan conocidas las palabras de Pío XI: «El Seminario, por lo tanto, es y debe ser como la pupila de vuestros ojos (…); es y debe ser el objeto principal de vuestros cuidados».[78]

Se entiende, pues, que se exhorte a los Obispos, con frecuencia, a dotar sus seminarios con los mejores efectivos. Destacamos aquí las palabras del Papa Pío XI: «Ante todo se debe hacer con mucho miramiento la elección de superiores y maestros, y particularmente del director y padre espiritual (…) Dad a vuestros seminarios los mejores sacerdotes, sin reparar en quitarlos de cargos aparentemente más importantes (…); buscadlos en otra parte, si fuere necesario, dondequiera que podáis hallarlos verdaderamente aptos para tan noble fin».[79]

En ocasión de las Visitas ad limina apostolorum, el Papa Juan Pablo II y nuestro actual Santo Padre, Benedicto XVI, han continuado insistiendo a los Obispos sobre la necesidad de poner al servicio del Seminario los mejores formadores y los medios materiales convenientes que ayuden a los futuros sacerdotes a adquirir la madurez humana, espiritual y sacerdotal que el pueblo fiel espera de ellos.

En efecto, a estos responsables de la formación se les pide que sean para sus alumnos, testigos antes que maestros de vida evangélica.[80] Con lenguaje bien expresivo se dirigía el Papa Juan XXIII a un grupo de Rectores de toda Italia manifestando su deseo de poder ver «cada vez más numerosas generaciones de jóvenes sacerdotes salir de los Seminarios con el ojo luminoso y el corazón abierto, para difundir a su alrededor aquella luz y aquel calor que habrán tomado de vosotros, de vuestra fe, de vuestro sacrificio».[81]

Otro aspecto importante que no quisiera pasar por alto en este apartado es la conveniencia, subrayada por las enseñanzas pontificias, de que cada superior actúe en su oficio según su responsabilidad formativa peculiar, siempre bajo la dirección del Rector, y éste siempre en perfecta comunión con el Obispo («cor unum et anima una»),[82] primer responsable de la formación en la Diócesis.

2.4.Selección de los candidatos


a) Criterios

Se trata de uno de los apartados que en la actualidad más preocupa a nuestra Congregación y que con mayor reiteración el Papa Benedicto XVI transmite a los Obispos llegados en Visita ad limina a la Santa Sede. Las enseñanzas pontificias al respecto resultan claras y manifiestan la suma responsabilidad con que la Iglesia espera que se actúe en el proceso de admisión de los candidatos en el Seminario. Al respecto, ya exhortaba el Papa Pío XII que «es necesario examinar siempre con diligencia cada uno de los aspirantes al sacerdocio, para ver con qué intenciones y por qué causas han tomado esta resolución (…) Se requiere indagar si poseen las necesarias dotes morales y físicas, y si aspiran al sacerdocio únicamente por su dignidad y por la utilidad espiritual propia y de los demás».[83]

En definitiva, se trataría, sobre todo, de garantizar la rectitud de intención, que va más allá del simple sentimiento del corazón o de la sensible atracción, así como la volundad clara, decidida y constante de abrazar el estado sacerdotal, al servivio del Señor y de las almas. Sin olvidar que pueden existir algunos tipos de disturbios que merman la capacidad misma de tomar una decisión absolutamente libre a la hora de abrazar el estado sacerdotal.

Resulta clave el papel que deben adoptar los Obispos en este punto. En particular, «se requiere una cercanía y una atención esmerada por parte de cada Obispo, sin ceder en el cuidadoso discernimiento de los candidatos, ni en las rigurosas exigencias necesarias para llegar a ser sacerdotes ejemplares y rebosantes de amor a Cristo y a la Iglesia».[84]

b) Responsables de la selección

Quedando claro que «la responsabilidad principal será siempre la del Obispo, el cual (…) no debe conferir las Sagradas Órdenes a ninguno de cuya aptitud canónica no tenga certeza moral fundada en razones positivas; de lo contrario, no sólo peca gravísimamente, sino que se expone al peligro de tener parte en los pecados ajenos»,[85] también los Rectores, los formadores, los directores espirituales y confesores del Seminario, poseen una responsabilidad gravísima en dicha selección, cada uno según el fuero que les pertoca, sea al inicio del proceso, como durante la fase de formación en el Seminario.[86]


3. Dimensiones fundamentales de la formación sacerdotal


3.1. Formación integral y actualizada


La formación de los futuros sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, debe caracterizarse por dos principios fundamentales. Debe ser integral y actualizada. Lo resumía de forma muy oportuna el Papa Benedicto XVI en un discurso al Episcopado brasileño, en la Catedral de Sao Paulo, en ocasión de la Conferencia de Aparecida: «La formación teológica y en las disciplinas eclesiásticas exige una actualización constante, pero siempre de acuerdo con el Magisterio de la Iglesia. Apelo a vuestro celo sacerdotal y al sentido de discernimiento de las vocaciones, también para saber completar la dimensión espiritual, psico-afectiva, intelectual y pastoral en jóvenes maduros y disponibles al servicio de la Iglesia. Un buen y asiduo acompañamiento espiritual es indispensable para favorecer la maduración humana y evita el peligro de desviaciones en el campo de la sexualidad. Tened presente que el celibato sacerdotal constituye un don “que la Iglesia ha recibido y que quiere guardar, convencida de que es un bien para ella y para el mundo”».[87]

El sentido integral de la formación al sacerdocio o al estado religioso que deben promover los responsables de la misma queda reflejado en otro de sus discursos: «hace falta una formación que integre fe y razón, corazón y mente, vida y pensamiento. Una vida en el seguimiento de Cristo necesita la integración de toda la personalidad».[88]

Veamos a continuación algunos de los principales objetivos que se persiguen en cada una de las dimensiones fundamentales de la formación sacerdotal, a la luz de la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis.

3.2. Formación humana


La formación humana es fundamento de toda la formación sacerdotal.[89] El candidato debe plasmar su personalidad de manera que sirva de puente y no de obstáculo a los demás en el encuentro con Jesucristo. Para ello se deben cultivar una serie de cualidades humanas que son necesarias para la formación de una personalidad equilibrada, sólida y libre, capaz de asumir las responsabilidades inherentes al ministerio sacerdotal.

Estas cualidades necesarias son: amor a la verdad, la lealtad, el respeto por la persona, el sentido de la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la verdadera compasión, la coherencia, el equilibrio de juicio y de comportamiento.

Se ha de prestar una particular importancia a la capacidad de relacionarse con los demás. En este sentido, será determinante la formación del candidato a la madurez afectiva, en el contexto de una educación al amor verdadero y responsable que incluya una educación a la sexualidad que favorezca la estima y el amor a la castidad y al compromiso del celibato. Todo ello exige una formación clara y sólida para una libertad responsable y la educación de la conciencia moral.

3.3.Formación espiritual


Los Padres sinodales afirmaron que la formación espiritual «constituye un elemento de máxima importancia en la educación sacerdotal» (Propositio 23).[90] Todo debe estar orientado hacia el trato familiar con las personas de la Santísima Trinidad y la búsqueda constante de la íntima comunión con Cristo. Para ello, se deben dedicar espacios y tiempos de oración diaria y de meditación de la Palabra de Dios, se requiere una activa participación en los misterios de la Iglesia, especialmente en la Eucaristía y el Oficio divino, se debe fomentar el amor y la veneración a la Santísima Virgen María y enseñar a los candidatos a ver la presencia de Cristo en el Obispo que los envía, y en los hombres, a quienes son enviados, principalmente en los pobres, en los niños, en los enfermos, los pecadores y los incrédulos.

Se debe formar a los aspirantes en aquellas actitudes que derivan de la Eucaristía: la gratitud, la actitud donante, la caridad y el deseo de contemplación y de adoración. A la vez, es urgente invitar a redescubrir la belleza del sacramento de la Penitencia.

Finalmente en la perspectiva de la caridad se debe encontrar un sitio para la educación de la obediencia, de la pobreza y del celibato. En el caso de este último se exhorta a que el Seminario lo presente con claridad, sin ambigüedades y de forma positiva. A este punto, se resalta la importancia vital del director espiritual como ayuda preciosa para que el candidato llegue a una decisión madura y libre, fundada en la estima de la amistad sacerdotal y de la autodisciplina, en la aceptación de la soledad y en un correcto estado personal y psicológico.

3.4. Formación intelectual


La formación intelectual se relaciona con la formación humana y espiritual en una manera profunda.[91] Dicha formación intelectual, además de encontrar su justificación en la naturaleza misma del sacerdocio, resulta hoy más urgente ante el reto de la nueva evangelización que se le plantea a la Iglesia.

Se incide en la importancia esencial del estudio de la filosofía para enriquecer en el candidato «una especie de veneración amorosa de la verdad». Se aprecia la gran utilidad de las llamadas ciencias del hombre. Pero, la formación intelectual del futuro sacerdote se basa en y se construye sobre todo en el estudio de la sagrada doctrina y de la teología. El futuro ministro ha de disponer de una seria competencia teológica en plena sintonía con el Magisterio y la Tradición de la Iglesia.[92] Dicha formación teológica debe aportar una visión completa y unitaria de las verdades reveladas y de su acogida en la experiencia de fe de la Iglesia.[93]

La orientación pastoral que ha de tener el estudio de la teología no debe significar que ésta pierda su carácter doctrinal. Otro aspecto importante es el de la necesaria y esencial dimensión de la inculturación. Sin embargo, esto exige previamente una teología auténtica, inspirada en los principios católicos de esa inculturación. No puede significar ni sincretismo, ni simple adaptación del anuncio evangélico. Es el Evangelio el que debe penetrar las culturas, encarnarse en ellas, superando sus elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y elevando sus valores al misterio de la salvación de Cristo.

Cuando los candidatos al sacerdocio provienen de culturas autóctonas, se requieren métodos adecuados de formación. Por una parte, para revitalizar los elementos buenos y auténticos de sus culturas y tradiciones; por otra, para evitar el peligro de ceder en la exigencia y desarrollar un educación más débil.

3.5. Formación pastoral


Toda la formación de los futuros sacerdotes ha de tener un carácter eminentemente pastoral.[94] La formación pastoral se desarrolla mediante la reflexión madura y la aplicación práctica. Al necesario estudio de una verdadera y propia disciplina teológica, se podrán añadir algunos servicios pastorales que los candidatos realizarán, de manera progresiva y siempre en armonía con el resto de tareas formativas, sin detrimento de ninguna de ellas.

Sin embargo, se precisa que el objetivo principal de la formación pastoral es, sobre todo, garantizar el crecimiento de un modo de estar en comunión con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, buen Pastor. No se trataría tanto de un aprendizaje dirigido a adquirir una técnica pastoral, sino de instruir en un hábito interior que sepa valorar los problemas y establecer prioridades y medios de solución.

En este campo de la formación pastoral, se les concede una importante responsabilidad formativa a los presbíteros a los cuales serán enviados los candidatos para realizar las prácticas. En todo caso, se exhorta a actuar siempre en coordinación con el programa del Seminario y a proceder a una verificación metódica de las diversas experiencias pastorales.

4. Conclusión


En la presente exposición nos hemos querido ceñir estrictamente al título que se nos propuso, es decir, a las enseñanzas pontificias sobre la formación sacerdotal. Por tanto, hemos basado nuestros argumentos, exclusivamente, en textos de los documentos pontificios más significativos de los últimos años.

Sin embargo, como Ustedes bien saben, la Congregación para la Educación Católica, a lo largo de las últimas décadas, ha ido publicando un extenso material en referencia a todas y cada una de las dimensiones fundamentales de la formación. En este sentido, su último documento, Orientaciones para el uso de las competencias de la psicología en la admisión y en la formación de los candidatos al sacerdocio, fue publicado aún no hace un año.

Toda la extensa elaboración de nuestra Congregación, junto a lo presentado por las enseñanzas de los Pontífices sobre la formación sacerdotal, supone, sin lugar a dudas, un extraordinario material de ayuda para las instituciones formativas y un subsidio del que, ni los Obispos, ni los Superiores y Formadores de los Seminarios, deberían prescindir.

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