«Soy un confesor», le gusta decir al padre Pío. Así es, pues llega incluso a dedicar entre quince y diecisiete horas al día en recibir a los penitentes.

 

Uno de los pocos laicos que participó en el concilio Vaticano II, Jean Guitton, declaraba en octubre de 1968: «Emitir un juicio sobre el padre Pío será algo largo y complejo, pero habrá millares de testigos que dirán que acrecentó en ellos la convicción de la presencia divina y de la verdad del Evangelio». Efectivamente, en un siglo marcado fuertemente por el ateísmo teórico y práctico, Dios se dignó presentarnos una señal manifiesta de su presencia, y ese hermano capuchino, en quien Jesucristo quiso renovar el misterio de su Pasión durante medio siglo, es un testigo excepcional. Beatificado por el Papa Juan Pablo II el 2 de mayo de 1999, el padre Pío recuerda a los cristianos y a toda la humanidad que Jesucristo es el único Salvador del mundo (Cf. Dominus Iesus, 6 de agosto de 2000).

Francisco Forgione nació en 1887 en Pietrelcina, pequeña ciudad del sur de Italia. Desde edad muy temprana recibe la gracia de frecuentes visiones de la Santísima Virgen. Pero también se le presenta el diablo, sobre todo por la noche, con aspecto aterrador. A partir de los nueve años comienza a padecer cíclicamente, por decirlo de alguna manera, graves enfermedades que sólo desaparecerán con su muerte. No obstante, a los dieciséis años ingresa en los capuchinos, donde profesa con el nombre de hermano Pío. Pero la salud del joven religioso no mejora, pues padece del pulmón izquierdo; hasta tal punto que sus accesos de fiebre consiguen reventar los termómetros. Con la esperanza de que un clima más favorable ayude a la curación de aquella inexplicable enfermedad, lo cambian varias veces de convento, hasta que entre 1910 y 1916 regresa a Pietrelcina, cerca de su familia. A pesar de todo, el 10 de agosto de 1910 es ordenado sacerdote: «¡Qué felicidad la de aquel día!, dirá. Mi corazón ardía de amor por Jesús… estaba empezando a probar el paraíso». En julio de 1916, consigue por fin establecerse en el convento de San Giovanni Rotondo, cerca de Foggia, en Apulia.

Milagros en el siglo XX

El 20 de septiembre de 1918, a la edad de 31 años, recibe la gracia de los estigmas, con llagas sangrientas en las manos, los pies y el costado, que reproducen las de Jesús crucificado. En adelante, perderá el equivalente a un vaso de sangre al día, y ello durante cincuenta años. «En su caso, atestigua uno de sus cofrades, no se trata solamente de manchas, sino de verdaderas llagas que le atraviesan las manos y los pies. Yo mismo tuve ocasión de observar la del costado, que era un auténtico desgarro del que brotaba continuamente sangre». Aquellas llagas le producirán continuos desfallecimientos, que, aunque fueran benignos, no eran menos dolorosos. Ante semejante gracia, el padre Pío es perfectamente consciente de su indignidad, pero se siente feliz de haber sido configurado a Cristo.

Sus superiores acuden a médicos prestigiosos para examinar los estigmas, y los especialistas constatan la realidad de las heridas. Algunos los atribuyen a fuerzas magnéticas, otros a una autosugestión, y otros a «razones físico-fisiológico-patológicas» (sic); pero hay otros que reconocen que la causa de esos estigmas escapa a la ciencia médica. «Los estigmas, escribe el cardenal Journet, tienen como objeto recordarnos de una manera violenta los sufrimientos de un Dios al que nosotros hemos martirizado, así como la necesidad que tiene toda la Iglesia de padecer y de morir antes de entrar en la gloria… Los estigmas son una predicación sangrienta, a la vez trágica y espléndida, y no permiten que se nos olviden cuáles son las verdaderas señales de la sinceridad del amor».

A principios del mes de mayo de 1919, una niña pequeña es curada de repente después de aparecérsele el padre Pío. El 28 de mayo, un joven soldado que había sido herido durante la guerra y al que los médicos habían desahuciado, pide que le lleven ante el padre Pío, quien le da su bendición y, en el acto, queda completamente curado. Estos dos milagros, mencionados en la prensa, agitan a las multitudes; a partir de junio de 1919, entre trescientos y quinientos peregrinos o curiosos acuden cada día a San Giovanni Rotondo. Se extiende el rumor de que el padre Pío lee en el interior de las almas. Y, de hecho, es algo que sucede con frecuencia. La hermosa y riquísima Luisa V., que se había acercado a San Giovanni Rotondo por pura curiosidad, se siente invadida nada más llegar de un dolor tan grande por sus pecados que se deshace en lágrimas en medio de la iglesia. El padre se le acerca y le dice: «Tranquila, hija mía, la misericordia no tiene límites y la Sangre de Cristo lava todos los crímenes del mundo. – Quiero confesarme, padre. – Primero debe tranquilizarse. Ya volverá mañana». La señora V. no se había confesado desde su infancia, así que se pasa la noche recapitulando sobre sus pecados. Al día siguiente, en presencia del padre, se siente de repente incapaz de declarar sus pecados. El padre Pío acude en su ayuda para hacer un recuento de ellos, y luego añade: «¿Y no recuerda nada más?» Luisa se estremece al venirle al pensamiento un grave pecado que no se atreve a confesar. El padre Pío espera pacientemente, moviendo los labios… Por fin, consigue reponerse: «Todavía quedaba esto, padre. – ¡Alabado sea Dios! Le doy la absolución, hija mía…»

Una clínica para las almas

«Soy un confesor», le gusta decir al padre Pío. Así es, pues llega incluso a dedicar entre quince y diecisiete horas al día en recibir a los penitentes. Más que un tribunal o una cátedra de enseñanza, su confesionario es una clínica para las almas. Según sean las necesidades de cada uno, acoge a los penitentes de maneras diferentes. A éste le acoge con los brazos abiertos en medio de una exuberante alegría, adivinando el lugar de donde viene incluso antes de que abra la boca. A otros los colma de reproches, los amonesta y hasta los empuja. En ocasiones es más exigente con un «buen cristiano» que no cumple con sus deberes que con un gran pecador que desconoce más o menos las leyes de Dios. Severa es su condena de los pecados contra la pureza y contra las leyes de la transmisión de la vida, y no los perdona si no está muy seguro de un firme y categórico propósito de la enmienda, y algunos tendrán que sufrir meses enteros de prueba antes de recibir la absolución. El padre Pío manifiesta de ese modo la importancia de la contrición y del firme propósito de recibir el sacramento de la Penitencia. Sin embargo, donde halla sinceridad es benévolo, de una benevolencia que dilata el corazón.

Desde las primeras palabras que dirige al penitente, «¿Cuándo te confesaste por última vez?», nos percatamos de que el padre espera una confesión clara, breve, completa y sincera. Le bastan cinco o seis minutos para transformar toda una existencia y para redirigir hacia Dios una vida disoluta. A veces el padre despide al penitente antes de acabar, diciéndole: «¡Fuera! ¡Vete! No quiero verte antes de tal día…». El tono se vuelve imperioso y severo. Sabe perfectamente que esa «despedida» es una medida saludable que va a sacudir al pecador, a hacerle llorar, a forzarle a realizar un esfuerzo para convertirse. Esa manera de actuar, que puede sorprender, se enmarca dentro del método pedagógico del padre Pío, y se explica por su carisma personal y los conocimientos que recibe del Espíritu Santo sobre el estado de las conciencias. Las almas tratadas con esa especial energía sólo hallan la paz cuando, sinceramente arrepentidas, regresan a los pies del confesor, quien se muestra entonces como un padre lleno de ternura. Pero el sufrimiento del padre cuando recurre a tales métodos es inconmensurable; un día le confiesa a un cofrade después de haber despedido a un penitente sin buena disposición: «¡Si supieras cuántas flechas han atravesado antes mi corazón! Pero si no lo hago de ese modo, ¡habrá tantos que no se convertirán a Dios!».

Al participar él mismo de forma excepcional, en cuerpo y alma, de los sufrimientos de la Redención, puede percibir con especial vivacidad la gravedad del pecado. Un día, un hombre ya maduro que no se había confesado desde que tenía siete años se arrodilla ante el confesionario del padre Pío. Poco a poco, mientras se alivia su conciencia, se da cuenta cómo el padre Pío se vuelve pálido y sudoroso. Algunos penitentes afirman haber visto aparecer en su frente gotas de sangre mientras describían sus infidelidades. «¡Almas, almas!, ¡cuánto cuesta vuestra salvación!», exclama un día el padre. En estos tiempos, el pecado ha dejado de causar horror. «En los juicios que se realizan actualmente, decía el Papa Pablo VI, ya no se considera a los hombres como pecadores; se les cataloga como sanos, enfermos, honrados, buenos, fuertes, débiles, ricos, pobres, cultos o ignorantes; pero la palabra pecado nunca aparece» (20 de septiembre de 1964). Hay sin embargo hombres, como el padre Pío, que no pactan con el mal y que se trastornan a la vista del pecado y de la infelicidad de quienes viven en estado de pecado mortal.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que «El pecado es una ofensa a Dios: Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones… El pecado es así «amor de sí hasta el desprecio de Dios» (San Agustín)» (Catecismo, 1850). Su consecuencia eterna para quienes no se convierten antes de morir es terrible: el infierno. «La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno»» (Catecismo, 1035). El padre Pío llora y solloza cuando, al leer las Glorias de María de San Alfonso de Ligorio, pronuncia las siguientes palabras: «Te agradezco todo lo que has hecho, en especial por haberme librado del infierno, que tantas veces he merecido».

Lo más importante

El padre Pío se nutre de la oración para conseguir la fuerza sobrenatural que le ayuda a combatir el mal. A pesar de los dolores que le causan sus cinco llagas, reza mucho, dedicando todos los días cuatro horas a la meditación. Reza con gemidos del corazón, con oraciones jaculatorias (pequeñas oraciones lanzadas como flechas hacia el Cielo), pero sobre todo con el Rosario. A menudo se le oye decir: «¡Acudid a la Virgen, haced que sea amada! Rezad siempre el Rosario, pero rezadlo bien. ¡Rezadlo lo más que podáis!… Tenéis que ser almas en oración. No os canséis nunca de rezar. Es lo más importante. La oración conturba el corazón de Dios, obteniendo gracias necesarias».

La culminación de la jornada y de la oración del padre Pío es la celebración del Santo Sacrificio de la Misa. «En este divino sacrificio que se realiza en la Misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo una vez de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera no cruenta» (Concilio de Trento; cf. Catecismo, 1367). Configurado a Cristo por sus estigmas, el padre Pío vive la Misa en unión íntima con la Pasión de Jesús: «La Misa es una especie de unión sagrada entre Jesús y yo. Aunque de manera del todo indigna, sufro todo lo que Él sufrió, dignándose asociarme al misterio de la Redención». El padre llora con frecuencia durante la celebración del Sacrificio, y lo explica así a una persona que se sorprende de ello: «¿Le parece poco que un Dios converse con sus criaturas? ¿Y que éstas le contradigan? ¿Y que sea lastimado continuamente por su ingratitud e incredulidad?». La Misa que celebra el padre Pío puede llegar a durar una hora y media o dos horas. Un embajador de Francia en la Santa Sede, que tuvo la oportunidad de asistir a una de ellas, escribía: «Nunca en mi vida había asistido a una Misa tan conmovedora. La Misa se convertía –lo que es en realidad– en un acto absolutamente sobrenatural. Cuando sonó la elevación de la Hostia, y después del Cáliz, el padre Pío se inmovilizó en la contemplación. ¿Cuánto tiempo?… Diez o doce minutos, quizá más… Y entre aquella multitud sólo se oía el murmullo de la oración».

Pero si bien es verdad que el padre Pío reza mucho, también induce a los demás a rezar y, para responder al deseo que había formulado el Papa Pío XII, organiza unos grupos de oración para laicos. Cada tarde preside él mismo la ceremonia que reúne a los fieles en la pequeña iglesia del convento, donde se reza el rosario, se imparte la bendición del Santísimo Sacramento o se sigue la «Novena irresistible» del Sagrado Corazón de Jesús y la «Visita a la Virgen». Así, los grupos de oración impulsados por él se multiplican en el mundo entero. De hecho, para celebrar su 80 cumpleaños, más de mil de esos grupos enviarán a sus representantes a San Giovanni Rotondo.

Una molesta presencia

De ese modo, poco a poco, el fervor religioso renace en San Giovanni Rotondo, donde la situación espiritual era deplorable antes de la llegada del padre Pío. Pero el celo apostólico del joven capuchino suscita contradicciones. Para algunos canónigos de la comarca, acostumbrados a llevar una vida de corrupción y a desatender las obligaciones propias de su ministerio, su presencia resulta del todo molesta. Además, la repentina notoriedad del estigmatizado, así como la afluencia de los peregrinos y de las limosnas a su convento, disgustan a una parte del clero local. El obispo del lugar, cuya reputación es realmente mala, obliga a firmar a los sacerdotes y a los fieles una denuncia sobre pretendidos escándalos acontecidos en el convento de San Giovanni Rotondo, iniciando de ese modo un largo proceso judicial elevado a la curia romana. Como consecuencia de unas graves calumnias, a partir de junio de 1922 la autoridad eclesiástica, engañada, toma severas medidas contra el padre Pío: prohibición de toda correspondencia espiritual, incluso con sus directores espirituales; prohibición de celebrar la Misa en público y traslado del sacerdote a otro convento. En realidad, las dos últimas prohibiciones nunca se llevarán a cabo a causa de la frontal oposición de la población del lugar. Pero en 1931, esa persecución desemboca en la prohibición de ejercer todo ministerio, excepto la celebración de la Misa, y en privado. El padre Pío tendrá que vivir recluido en su convento, penosa situación que se prolonga durante dos años, después de los cuales el sacerdote recupera todos sus poderes sacerdotales (julio de 1933). Mientras tanto, una investigación sobre la escandalosa conducta de algunos eclesiásticos opuestos al padre Pío culmina con la condena de los culpables.

«Después del pecado original, decía el padre Pío, el sufrimiento se convirtió en el ayudante de la creación; es una poderosa palanca que puede enderezar el mundo; es el brazo derecho del Amor que quiere conseguir nuestra regeneración». No obstante, conocedor experimentado del dolor y de la enfermedad, está muy atento para aliviarlos, a imitación del Salvador, que curaba a los que tenían necesidad de ser curados y que enviaba a sus apóstoles a proclamar el Reino de Dios y a curar (Lc 9, 11 y 2). Con ese objetivo, proyecta construir un hospital en San Giovanni Rotondo, donde los enfermos, sobre todo los pobres, podrán recibir una hospitalidad y una asistencia cualificadas, en un marco digno y confortable, pero donde también se pondrá especial esmero en sus almas, a fin de que «las almas y los cuerpos agotados se acerquen al Señor y hallen consuelo en Él». En 1947 comienza a construirse la «Casa Sollievo della Sofferenza» (Casa de alivio del sufrimiento), que se convertirá en uno de los hospitales más modernos de Italia, con capacidad para acoger hasta mil enfermos.

Una propiedad codiciada

Pero esa obra será motivo de una nueva persecución del padre, quien, mediante una dispensa expresa del voto de pobreza concedida por el Papa Pío XII, es propietario del hospital. En efecto, a pesar de las advertencias procedentes de la Santa Sede, algunas administraciones diocesanas e institutos religiosos de Italia se habían implicado de manera imprudente en un asunto financiero en el que habían perdido todas sus posesiones. Ante la magnitud de las pérdidas en dinero, unos padres capuchinos y algunos clérigos intentarán echar mano de las reservas económicas que posee el padre Pío, quien se había mantenido sabiamente al margen del asunto. Discusiones, amenazas y campañas de prensa tratan de desacreditar al padre y a los administradores que ha elegido para gestionar la Casa. En abril de 1960, algunos eclesiásticos se atreven incluso a colocar micrófonos en diferentes lugares para grabar las conversaciones de los fieles con el padre. Semejante maniobra tiene un carácter sacrílego, puesto que se escuchan también los consejos impartidos en confesión, con objeto de pillar en falta al confesor. Esas grabaciones duran cuatro meses; finalmente, una rápida investigación desvela los nombres de los culpables y de sus cómplices, siendo todos sancionados. En 1961, para preservar la obra del hospital al abrigo de la codicia, la Santa Sede pide al padre que se la entregue como legado, lo que realiza con obediencia ejemplar. Sin embargo, seguirá siendo tratado como «sospechoso en semilibertad», hasta que el Papa Pablo VI, a principios del año 1964, le devuelve la plena libertad de ejercer su ministerio sacerdotal.

En medio de todas esas contrariedades, el padre Pío practica una obediencia heroica y constante. «Obedecer a los superiores es obedecer a Dios», repite constantemente. Nunca discute las órdenes de sus superiores, por muy injustas que sean. A uno de ellos le escribe lo siguiente: «Actúo solamente para obedecerle, puesto que el Señor me ha enseñado que es lo único que le agrada, y para mí es el único medio de esperar la salvación y de cantar victoria». Con motivo de la beatificación del padre Pío, el Papa Juan Pablo II llegará a decir: «En la historia de la santidad, sucede a veces que, mediante un permiso especial de Dios, el elegido es objeto de incomprensiones. Cuando ello se confirma, la obediencia resulta ser para él un crisol purificador, un camino de asimilación progresiva a Cristo, una consolidación de la auténtica santidad». Pero la asimilación a Cristo solamente se puede realizar dentro y a través de la Iglesia. Para el padre Pío, el amor por Cristo y el amor por la Iglesia son inseparables. A uno de sus hijos espirituales, que quiere emprender su defensa de un modo inaceptable, y por tanto humillante para la Iglesia, le escribe: «Si te tuviera cerca te estrecharía contra mi pecho, me dejaría caer a tus pies para suplicarte y te diría: deja que sea el Señor quien juzgue las miserias humanas y regresa a tu nulidad. Déjame que cumpla la voluntad del Señor, en la cual confío totalmente. Deposita a los pies de nuestra Madre, la Iglesia, todo lo que puede acarrearle perjuicios y tristeza».

Para él la Iglesia es una Madre que hay que amar siempre, a pesar de las debilidades de sus hijos. Su corazón vibra de amor hacia el Vicario de Cristo, como lo atestigua una carta que envía el 12 de septiembre de 1968, poco antes de morir, al Papa Pablo VI: «Sé que vuestro corazón sufre mucho en estos días por el destino de la Iglesia, por la paz en el mundo, por las grandes necesidades de los pueblos, pero sobre todo a causa de la falta de obediencia de algunos católicos respecto de la elevada enseñanza que nos dispensáis, asistido por el Espíritu Santo y en nombre de Dios. Os ofrezco mi oración y mi sufrimiento diario… a fin de que el Señor os reconforte mediante su gracia, para que pueda seguir el camino recto y dificultoso, defendiendo la verdad eterna… Os agradezco igualmente vuestras palabras claras y decisivas que habéis pronunciado, en especial en la última encíclica Humanae vitae, y reafirmo mi fe, así como mi incondicional obediencia a vuestras iluminadas directivas».

Abrazad las cruces de buena gana

El padre Pío seguirá cumpliendo hasta el final su misión de confesor y de víctima. Durante el año 1967, llegará a confesar cerca de 70 personas al día. Los milagros, las profecías, las conversiones y las vocaciones religiosas se multiplican bajo su influencia. Sin embargo, su vida espiritual se desarrolla en «la noche de la fe». «No sé si actúo bien o mal, declara. Y eso me ocurre en todas partes, en todo, en el altar, en el confesionario y en todas partes. Siento que avanzo casi de milagro, pero no comprendo nada… Resulta penoso vivir de ese modo… Me resigno a ello, pero mi «fiat» me parece tan frío y tan inútil… Dejo que sea Jesucristo quien piense en ello». San Juan de la Cruz escribió: «Las épocas de aridez ayudan a que nuestra alma avance por el camino del amor puro de Dios. En adelante ya no actúa bajo la influencia del gusto y del sabor que hallaba en las acciones; sólo se mueve para agradar a Dios». Las mismas enseñanzas quedan anotadas en las cartas del padre Pío: «Os digo siempre que améis vuestro retraimiento. Y eso consiste en seguir siendo humildes, serenos, afables y confiados en los períodos de tinieblas y de impotencia; consiste en no turbaros, sino en abrazar vuestras cruces y vuestras tinieblas de buena gana – no digo con alegría, sino con resolución y demostrando constancia». No obstante, más allá de esos abatimientos de todo tipo, el padre Pío se encuentra profundamente contento, feliz y gozoso: en eso consiste el misterio cristiano.

El padre Pío expira dulcemente el 23 de septiembre de 1968, en su convento de San Giovanni Rotondo. Había escrito: «Cuando suene nuestra postrera hora, cuando se hayan callado los latidos de nuestro corazón, todo habrá terminado para nosotros, el tiempo de la exigencia y el tiempo del demérito… Es difícil llegar a ser santos; difícil pero no imposible. La senda de la perfección es larga, como también lo es la vida de cada uno. Así pues, no nos detengamos en el camino y el Señor no dejará de enviarnos el consuelo de su gracia; Él nos ayudará y nos coronará con el triunfo eterno».

Padre Pío, enséñanos a participar «con nuestra paciencia en los sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con Él también su Reino» (Regla de San Benito, Prólogo).

 

Fuente:  http://www.clairval.com