«Dios es la verdad. Quien busca la verdad, busca a Dios, sea de ello consciente o no».

 

«Solo la plenitud hace propiamente inteligible por qué ‘de lo que se trata

para el hombre es de su ser»

 


Nació el 12 de octubre de 1891, en la entonces ciudad alemana de Breslau (hoy Wroclaw-capital de la Silesia, que pasó a pertenecer a Polonia después de la Segunda Guerra Mundial).

Ella era la menor de los 11 hijos que tuvo el matrimonio Stein. Sus padres, Sigfred y Auguste, dedicados al comercio, eran judíos. Él murió antes de que Edith cumpliera los dos años, y su madre hubo de cargar con la dirección del comercio y la educación de sus hijos.

Edith escribió de sí misma que de niña era muy sensible, dinámica, nerviosa e irascible, pero que a los siete años ya empezó en ella a madurar un temperamento reflexivo. Pronto se destacaría por su inteligencia y por su capacidad de estar abierta a los problemas que la rodean.

En plena adolescencia deja la escuela y la religión porque no encuentra en ellas sentido para la vida. Surgen sus grandes dudas existenciales sobre el sentido de la vida del hombre en general, y se percata de la discriminación que sufre la mujer. Desde ahí inicia su búsqueda, motivada por un sólo principio: «estamos en el mundo para servir a la humanidad».

Fue una brillante estudiante de fenomenología, en la Universidad de Gottiengen. Husserl la escoge antes que a Martín Heidegger (uno de los filósofos más importantes del siglo XX) para ser su asistente de cátedra. Como mujer, en la época de 1916 esto era un logro impresionante. Partiendo de una personalidad marcada fuertemente por la determinación, la tenacidad, terquedad y seguridad en sí misma, recibió el título de Filosofía de la Universidad de Friburgo.

Siendo una mujer con una personalidad de alta tensión y fuertemente pasional, así como totalmente racionalista y atea, en el fondo mismo de su corazón, la semilla de la generosidad y servicio a la humanidad causaba un profundo cuestionamiento existencial. Fue así que decidió enlistarse en la Cruz Roja como enfermera durante la primera Guerra mundial. Sus palabras fueron: «ahora mi vida no me pertenece. Todas mis energías están al servicio del gran acontecimiento. Cuando termine la Guerra, si es que vivo todavía, podré pensar de nuevo en mis asuntos personales. Si los que están en las trincheras tienen que sufrir calamidades, porqué he de ser yo una privilegiada?»

Todo esto revela la búsqueda de un alma buena, de un alma que en ese momento no conocía a Dios pero que, sin embargo, ante el sufrimiento ajeno, se hace solidaria. En 1915 recibe la “medalla al valor».

Otras características humanas de su carácter brillaron en ese período: su amabilidad, paz, silencio, servicio y dominio de sí misma. Todo el mundo la quería. Dios ya estaba preparando su alma para un día reinar en ella.


El Momento de la Conversión

En el año 1921, tras la muerte de un amigo muy cercano, Edith decide acompañar a la viuda, Hedwig Conrad, que también es muy amiga suya. Edith pensaba que se iba a encontrar con una mujer totalmente desconsolada ante la pérdida de su esposo tan querido. La muerte le causaba siempre un impacto interior muy grande, porque le hacia sentir la urgencia de dar respuesta a los grandes interrogantes de la vida. En este momento de su vida, ya vivía interiormente una cierta kenósis, pues había experimentado el vacío de las aspiraciones de las ideas filosóficas. Éstas no eran capaces de llenar su alma, ni de calmar su deseo de una verdad más profunda, más completa. Reconocía que en ellas quedaban grandes vacíos y lagunas. Edith buscaba más.

Fue por tanto de gran impacto para ella, encontrar que su amiga, no sólo no estaba desconsolada, sino que tenía una gran paz y gran fe en Dios. Viéndola, Edith deseaba conocer la fuente de esta paz y de esta fe. Mientras estaba en casa de la viuda Conrad, Edith tiene acceso a leer la biografía de quien pasaría a ser su maestra de vida interior y su Madre Fundadora, Santa Teresa de Jesús. Una vez que lo comienza, Edith no pudo soltar el libro, sino que pasó toda la noche leyendo hasta terminarlo. Intelectual y lógica como era, leía y analizaba cada página hasta que finalmente su raciocinio se sometió a la gracia haciéndola pronunciar aquellas palabras desde su corazón femenino: «ésta es la verdad».

La fenomenóloga brillante quiere rendirse a la gracia, pero atraviesa crisis profundas. Crisis a las que su voluntad se resiste. Edith estudia incansablemente «los fenómenos» que se van sucediendo en su alma, se apasiona por «explicar» qué es lo que pasa sin lograrlo. Esto la lleva a tener un cansancio crónico pero que finalmente le muestra lo que es el poder de la gracia de Dios en el alma.

Ella misma escribe: «hay un estado de sosiego en Dios, de total relajación de toda actividad espiritual, en el que no se hacen planes ningunos, no se toman decisiones de ninguna clase y, sobre todo, no se actúa, sino que todo el porvenir se deja a la voluntad de Dios, se abandona uno totalmente al «destino». Edith ha descubierto la verdad y se entrega: Seré Católica.

Unos pocos meses más tarde, sin más, Edith entra en una Iglesia Católica, y después de la Santa Misa, busca al sacerdote en la sacristía y le comunica su deseo de ser bautizada. Ante el asombro del Padre y cuestionamiento de su preparación para recibir el sacramento y de ser iniciada en la Fe Católica, Edith responde simplemente: ‘Haga la prueba.”

El día 1 de enero de 1922, Edith es bautizada Católica. Añade a su nombre el de Hedwig, en honor a su amiga quien fue instrumento en su conversión. Su bautismo es fuente de inmensas gracias. Ella reconoce, admirablemente, que su inserción en el Cuerpo Místico de Cristo como Católica, lejos de robarle su identidad como Judía, más bien le da cumplimiento y un sentido más profundo. Al ser Católica se siente mas Judía; encuentra en Jesucristo el sentido de toda su fe y vida como Judía. Este doble aspecto, crea en Edith un corazón auténticamente reconciliador entre las dos religiones.

Después de su bautismo emergió en ella, como fruto directo, la seguridad de su vocación a la vida religiosa. Ella misma escribía a su hermana Rosa en una ocasión: «Un cuerpo, pero mucho miembros. Un Espíritu, pero muchos dones. ¿Cuál es el lugar de cada uno? Ésta es la pregunta vocacional. La misma no puede ser contestada sólo en base de auto-examen y de un análisis de los posibles caminos. La solución debe ser pedida en la oración y en muchos casos debe ser buscada a través de la obediencia».

Es difícil a una mujer tan acostumbrada a la vida independiente y con la tenacidad de su carácter someterse a la obediencia. Pero en efecto, lo hizo. 


Integración de tomismo y fenomenología

En el período que transcurre entre las dos guerras mundiales ocurre un florecimiento de la intelectualidad católica, en el marco de una renovación de la filosofía escolástica, especialmente tomista, sostenida y animada sobre todo por la encíclica de León XIII Aeterni Patris (1897), que exhorta a seguir el modelo de los estudios filosófico-teológicos de Santo Tomás. Las obras de filósofos cristianos como los franceses Etienne Gilson y Jacques Maritain y los alemanes Martin Grabmann y Romano Guardini son un gran estímulo espiritual para las reflexiones de Edith Stein. Especialmente importante es la cercanía con el jesuita alemán Erich Przywara, que le encomienda la traducción al alemán de las Cartas y diarios del Cardenal Newman (aparecida en 1928), y la traducción, en dos tomos, de las Cuestiones sobre la verdad de Santo Tomás de Aquino (1931-32). La cada vez mayor importancia que cobra Santo Tomás para Edith cristaliza primero en el artículo “La fenomenología de Husserl y la filosofía de Santo Tomás”, publicado en 1929 como aporte a un número especial del anuario de fenomenología en homenaje a Husserl en su septuagésimo cumpleaños. En él confronta la búsqueda infinita de la verdad por parte de una razón que pone entre paréntesis la existencia real de lo que se presenta en la inmanencia de la conciencia (Husserl), con una filosofía de la vida que se asienta en la experiencia de lo real y se abre a la trascendencia (Santo Tomás).

Sin negar su primera etapa como fenomenóloga, Edith desarrolla en los años siguientes una metafísica de inspiración tomista, en Potencia y acto (1930-1931) y en su obra principal, Ser finito y Ser eterno (1936), que retoma y perfecciona el libro anterior. Uno de los temas que aborda en esta etapa se refiere al análisis husserliano de la temporalidad de la conciencia, al que conecta con la estructura aristotélica y tomista de potencia y acto. La fenomenología describe el presente como una vivencia que retiene lo que acaba de pasar y anticipa lo que está por venir. Ambos momentos son para Stein formas de potencialidad referidas al ser en acto del presente:

“En lo que yo soy ahora, hay algo que yo no soy actual, pero que lo será en el futuro. Lo que yo soy ahora en el estado de actualidad, lo era ya antes, pero sin serlo en el estado de actualidad. Mi ser presente contiene la posibilidad de un no ser actual futuro y presupone una posibilidad en mi ser precedente. Mi ser presente es actual y potencial, real y posible al mismo tiempo”. [11]

Por otra parte, recupera el concepto aristotélico y tomista de sustancia como núcleo permanente en el que se asienta la estructura acto-potencia que subyace a las múltiples vivencias subjetivas, sin reducirlas a la conciencia que el yo tiene de sí.

Otro tema que Edith Stein aborda en estos textos se refiere al principio de la individualidad personal. Tomás de Aquino veía el principio de individuación en la materia signata quantitate, la materia dotada de relaciones de extensión y magnitud determinadas, o sea, la materia concreta que singulariza la forma esencial del ser humano. En cambio, para el fenomenólogo personalista Max Scheler, la esencia humana es propiamente individual e irrepetible, y que en el ámbito del espíritu solo puede haber existencias distintas si hay esencias distintas. Edith Stein tampoco piensa que el principio de individuación en el caso de los seres espirituales sea la materia signata quantitate. Sostiene que el criterio tomista se puede aplicar a los seres materiales inanimados, las plantas y los animales. Pero agrega que respecto de los seres humanos cada individuo es en cierto modo su propia especie, retomando a su manera un argumento que el propio Santo Tomas aplicó a los ángeles.

También es digna de mención la posición que Stein toma frente a una de las principales obras filosóficas de esa época, Ser y tiempo (1927) de Martin Heidegger, discípulo de Husserl que había propuesto una ontología fundamental que pudiera abrir un camino de respuesta a la pregunta por el sentido del ser. Ello exige una previa explicitación del ente que se plantea dicha pregunta, el hombre, cuyo modo de ser es la existencia, que tiene que hacerse cargo de sí mismo y proyectarse eligiendo entre las diversas posibilidades de ser que se le presentan. Entre ellas hay una que no puede rehuir: la muerte, posibilidad de que todas las demás posibilidades se conviertan en imposibles, y que nadie puede asumir por otro. El “ser para la muerte” no se constata mediante un acto de pensamiento, sino mediante una disposición afectiva: la angustia ante la carencia de fundamento seguro de los proyectos humanos y de la existencia misma. El análisis existencial revela, según Heidegger, que la unidad de las distintas estructuras que caracterizan el Dasein es esencialmente temporal, en la que el futuro y el pasado se entrelazan con el presente y fundan la historicidad humana.

Edith Stein comienza a leer Ser y tiempo desde el mismo año en que apareció. Si bien reconoce la potencia del pensamiento de Heidegger, considera que, a pesar de declarar que solo pretende hacer un análisis fenomenológico de la existencia, asume de hecho compromisos ontológicos que de ningún modo son evidentes. Entre ellos resalta que el filósofo alemán haya situado al ser del hombre únicamente en el horizonte de lo temporal finito. Ella busca compensar esa perspectiva con la afirmación de la eternidad que trasciende la temporalidad, y por eso afirma que

“solo la plenitud hace propiamente inteligible por qué ‘de lo que se trata para el hombre es de su ser’. Ese ser es no solo un ser que se extiende en el tiempo y por tanto está siempre ‘adelantado a sí mismo’, el hombre anhela el siempre nuevo ser regalado con el ser para poder agotar lo que el instante simultáneamente le da y le quita. No quiere dejar lo que le da plenitud, y querría ser sin final y sin límites para poseerlo enteramente y sin fin. Alegría sin fin, dicha sin sombras, amor sin límites, vida intensificada al máximo sin debilitamiento, obra plenísima de fuerza, simultáneamente la completa calma y el verse desligado de todas las tensiones: esta es la beatitud eterna. De este ser es de lo que se trata para el hombre en su ser ahí.” 


 

Fuente:  Humanitas.cl