No si está privada de vida interior o de esa conversación íntima y frecuente con Dios.


El terrible conflicto de intereses cuando los hombres ponen, apasionadamente, su último fin en estos bienes inferiores.


DE   R. GARRIGOU-LAGRANGE


Cuando pretenden prescindir de Dios, lo serio de la vida se desplaza. Si la religión no es cosa seria y digna de tenerse en cuenta, hay que buscar en otra parte algo que sea serio y fundamental. Y se lo encuentra, o se pretende encontrarlo, en la ciencia o en la actividad social. Se pretende realizar actividades de tipo y sentido religioso en la investigación de la verdad científica o en el establecimiento de la justicia entre las clases y los pueblos. Y después de algunos tanteos se viene a caer en la cuenta de que se ha desembocado en una inmensa catástrofe; y que las relaciones entre los individuos y los pueblos son cada día más difíciles, si no imposibles. Es cosa evidente, como lo dicen San Agustín y Santo Tomás, que idénticos bienes materiales, a diferencia de los espirituales, no pueden pertenecer íntegramente a muchos a la vez. Una casa, un campo no pueden simultáneamente pertenecer en su totalidad a muchos hombres, ni el mismo territorio a diferentes pueblos. De ahí el terrible conflicto de intereses cuando los hombres ponen, apasionadamente, su último fin en estos bienes inferiores.

Por el contrario, se complace en repetir San Agustín, idénticos bienes espirituales pueden pertenecer simultánea e íntegramente a todos y cada uno. Sin limitarnos mutuamente, podemos poseer en su totalidad la misma verdad, la misma virtud y al mismo Dios. Por eso nos dice Nuestro Señor: Buscad el reino de Dios y todo lo demás se os dará por añadidura (Mat., VI, 33).

El no dar oídos a esta lección es trabajar en la propia ruina.
Así se verifica una vez más la palabra del Salmo CXXVI, 1: «Nisi Dominus aedificaverit domum, in vanum laboraverunt qui aedificant earn; nisi Dominus custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam, si Dios no edifica la casa, en vano   trabajan los que la levantan; si Dios no guarda la ciudad, en vano está alerta el centinela.»
Si lo que hay de serio en la vida se desplaza, si deja de influir en nuestros deberes para con Dios y sólo nos empuja a la actividad científica o social; si el hombre se busca constantemente a sí mismo en vez de buscar a Dios que es su fin último, entonces los hechos no tardan en demostrarle que se ha metido en un camino imposible que conduce no solamente a la nada, sino a un desbarajuste insoportable y a la miseria. Preciso es volver a esta palabra del Salvador: El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo, dispersa (Mat., XII,20). Los hechos lo confirman.

Se sigue de aquí que la religión no puede dar respuesta eficaz, verdaderamente realista, a los grandes problemas actuales, mientras no sea una religión profundamente vivida; lo cual no puede hacer una religión superficial y barata, consistente en algunas oraciones vocales y en algunas ceremonias en las que el arte religioso tendría más lugar que la piedad verdadera. Ahora bien, no hay religión profundamente vivida si está privada de vida interior o de esa conversación íntima y frecuente, no sólo consigo mismo, sino con Dios.

Esto es lo que enseñan las últimas Encíclicas de S. S. Pío XI. Para responder a las aspiraciones generales de los pueblos, en lo que tienen de bueno; a las aspiraciones a la justicia y a la caridad entre los individuos, las clases y los pueblos, el Pastor supremo ha escrito sus Encíclicas sobre Cristo Rey, sobre su influencia santificadora en todo su cuerpo místico, sobre la familia, sobre la santidad del matrimonio cristiano, sobre las cuestiones sociales, sobre la necesidad de la reparación, sobre las misiones. En todas ellas se trata del reinado de Cristo en la humanidad. De lo dicho se sigue claramente que para que   conserve la preeminencia que debe guardar sobre la actividad científica y sobre la actividad social, la religión, la vida interior, debe ser profunda, debe ser una verdadera unión con Dios. Esto es absolutamente necesario.


DEL   R. GARRIGOU-LAGRANGE,

LAS TRES EDADES DE LA VIDA INTEROR