La comunión primera es la que se instaura y se desarrolla entre los cónyuges; en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer «no son ya dos, sino una sola carne» y están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total.

Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús.

El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos los niveles —del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del alma, revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor, donada por la gracia de Cristo.

Semejante comunión queda radicalmente contradicha por la poligamia; ésta, en efecto, niega directamente el designio de Dios tal como es revelado desde los orígenes, porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo. Así lo dice el Concilio Vaticano II: «La unidad matrimonial confirmada por el Señor aparece de modo claro incluso por la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que debe ser reconocida en el mutuo y pleno amor»
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
SAN JUAN PABLO II

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