CÓMO SE LLEGA A LA VERDADERA VIDA DE ORACIÓN 

 

Es necesario, en fin, guardar silencio en el alma, es decir acallar las pasiones, para poder oír la voz del Maestro interior…

 

Recordemos en primer lugar que la oración depende, antes que todo, de la gracia de Dios; de consiguiente, mucho menos se prepara el alma a ella por ciertos medios más o menos mecánicos, que por la humildad, porque «A los humildes da su gracia Dios»,y los hace humildes para colmarles de ella. Nuestro Señor, para traernos a la memoria la necesidad de la humildad y de la simplicidad o pureza de intención, dijo a sus apóstoles: «Si no os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos», sobre todo en la intimidad de ese reino, que es la vida de oración. A los humildes de corazón es a quienes sobre todo se complace Dios en instruirlos él mismo, de corazón a corazón; como al rústico de Ars que permanecía largo tiempo delante del tabernáculo, en conversación íntima, y sin palabras, con el Señor. Si alguien pasa por ser nada y acepta ser menospreciado, y no solamente lo acepta, sino que acaba por recibir placer en ello, este tal hará grandes progresos en la oración; y será colmado más allá de sus anhelos. 

Junto con la humildad, a la vida de oración nos prepara la mortificación, el espíritu y la práctica de desasimiento de las cosas sensibles y de nosotros mismos. Fácilmente se comprende que, si tenemos el espíritu ocupado en los intereses y negocios mundanales, y el alma agitada por afecciones demasiado humanas, por la envidia, por el recuerdo de las injurias y por juicios temerarios, no es fácil encontrar sosiego para conversar con el Señor. Si a lo largo del día hemos criticado a nuestros superiores y les hemos faltado al respeto debido, es lo más seguro que en la oración de la tarde no vamos a poder encontrar la presencia de Dios. Cosa clara es que hemos de mortificar nuestras inclinaciones desordenadas, para que la caridad ocupe el primer lugar en el alma y espontáneamente se eleve hacia Dios, tanto en las penas como en el tiempo de consolación. 

Para alcanzar vida de oración, preciso es que al correr del día, elevemos con frecuencia el corazón hacia el Señor, conversemos con él a propósito de cualquier cosa que nos aconteciere, como lo hacemos con el guía que nos acompaña en la ascensión a una montaña; si lo hacemos así, cada vez que nos detengamos un momento, para comunicar alguna cosa más íntima a ese guía nuestro, tendremos algo interesante que contarle, sobre todo si hemos sido dóciles a sus inspiraciones, ya que estaremos santamente familiarizados con él. Para conseguir esta intimidad, se enseña a los jóvenes religiosos «a rezar la hora» cuando suena el reloj, que es ofrecerse al Señor, para estar más unidos a él y dispuestos a recibirle cuando llegue. Igualmente se aconseja, sobre todo ciertos días de fiesta o el primer viernes del mes, multiplicar, desde la mañana hasta la noche, los actos de amor de Dios y del prójimo, no de una manera mecánica, como alguien que los contase, sino a medida que se presenta la ocasión; por ejemplo, al encontrarnos con cualquier persona, amiga o enemiga. Si fuéramos fieles a esta práctica, al llegar la tarde nos encontraríamos estrechamente unidos con el Señor. 

Es necesario, en fin, guardar silencio en el alma, es decir acallar las pasiones, para poder oír la voz del Maestro interior, que nos habla en voz baja, como un amigo a su amigo. Si habitualmente andamos preocupados con nosotros mismos, si nos andamos buscando en el trabajo, en el estudio y en las actividades exteriores, ¿cómo será posible que encontremos gusto en las sublimes armonías de los misterios de la Santísima Trinidad, presente en nosotros, de la Encarnación redentora o de la Santa Eucaristía? Preciso es, pues, que el desorden y los rumores de la sensibilidad cesen si ha de ser posible la vida de oración; por eso no es de extrañar que el Señor castigue tanto la sensibilidad, sobre todo en la noche pasiva de los sentidos, a  fin de reducirla al silencio y obligarla a someterse con docilidad al espíritu o parte superior del alma.
Toda esta tarea puede llamarse con propiedad preparación remota a la oración. Es mucho más fundamental que la preparación próxima o elección de la materia; porque esta última no tiene otra finalidad que remover el fuego de la caridad que nunca ha de extinguirse en nosotros, y que debe alimentar una generosidad sostenida por la fidelidad al deber del momento presente, de cada minuto. 

Por eso es muy recomendable lo que se ha dado en llamar oración en el trabajo, que consiste en escoger un cuarto de hora a la mañana o a la tarde durante el trabajo intelectual o manual, no para interrumpirlo, sino para realizarlo más santamente bajo la mirada de Dios Nuestro Señor. Es práctica muy provechosa. Consíguese por ese camino dejar de buscarse a sí propio en el trabajo, y eliminar lo que pudiera haber de demasiado natural y de egoísmo en la actividad, para santificarla y no perder la unión con Dios, poniendo a su servicio todas nuestras energías y renunciando a la complacencia y personal satisfacción. 

Las almas generosas y sencillas tienen ahí un gran medio para llegar a la conformidad ininterrumpida con la divina voluntad, y para guardar de continuo la presencia de Dios, que hará menos necesaria la preparación inmediata a la oración, pues siempre estarán dispuestas e inclinadas a acercarse a Dios, como la piedra tiende al centro de la tierra, en cuanto se hace el vacío a su lado. 

Por ahí llegarán a la verdadera vida de oración, que será para ellas como la respiración espiritual. 

 

Del   R. Garrigou-Lagrange,

LAS TRES EDADES DE LA VIDA INTEROR