«Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48)


«Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48)



Verdad fundamental de la fe


 

Cuando Jesús exhorta a todos sus discípulos: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48), prolonga la norma antigua: «Sed santos para mí, porque yo, el Señor, soy santo» (Lev 20,26). Pero Cristo da ahora a ese imperativo un nuevo acento filial. En efecto, el Padre celestial nos «ha predestinado a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste [como nuevo Adán, cabeza de una nueva humanidad] venga a ser primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Así pues,«ésta es la voluntad de Dios, que seáis santos» (1Tes 4,3).
No quiere nuestro Padre divino tener unos hijos que inicien su desarrollo en la vida de la gracia, para quedarse después fijos en la mediocridad de una vida espiritual incipiente, limitada, crónicamente infantil. Por el contrario, Él quiere que todos, bajo la acción de su Espíritu Santo, vayamos creciendo «como varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo, para que ya no seamos como niños» (Ef 4,13-14). Con ese fin Cristo se hizo hombre, murió por nosotros, resucitó, ascendió a los cielos y nos comunicó el Espíritu Santo, para que tuviésemos «vida, vida sobreabundante» (Jn 10,10). Y no para que languideciéramos indefinidamente en una vida espiritual débil, sin apenas crecimientos notables. Así pues, «purifiquémonos de toda mancha de nuestra carne y nuestro espíritu, realizando el ideal de la santidad en el respeto de Dios» (2Cor 7,1).
«Éste es el más grande y primer mandamiento» (Mt 22,38): «amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27; +Dt 6,5). Ahora bien, si ése es el mandato fundamental que recibe todo cristiano, y la santidad consiste precisamente en la plenitud del amor a Dios, es bien evidente que todo los cristianos están llamados a ser santos, lo mismo los laicos, que los sacerdotes y religiosos (Vat.II, LG cp.V).

La santidad, fin único


La santidad es, pues, el fin único de la vida del cristiano: es «lo único necesario» (Lc 10,41). La enseñanza de Jesús insiste siempre en ese planteamiento tan absoluto: «Buscad primero de todo el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). «Es semejante el reino de los cielos a un tesoro escondido en el campo, que quien lo encuentra lo oculta y, lleno de alegría, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (13,44).
Según esto, para ser cristiano es preciso renunciar, o estar dispuesto a renunciar, a todo, padres y hermanos, mujer e hijos, y aún a la propia vida (Lc 14,26-33); es, pues, necesario condicionarlo todo a las exigencias del amor de Dios; o lo que es lo mismo, es preciso sujetarlo todo a la voluntad de Dios, sin límites restrictivos ni condicionamiento alguno, tal como ésta se vaya manifestando.

No pretender dos fines


La santidad sólo acepta unirse al hombre que la toma como única esposa. No acepta dársele como una esposa segunda. El cristiano ha sido llamado en la Iglesia sólamente a ser santo, y todo el resto —sabiduría o ignorancia, riqueza o pobreza, matrimonio o celibato, relaciones sociales o aislamiento, vivir aquí o allí, etc.— habrá de darse en él sea como consecuencia de la santidad o sea como medio mejor para tender hacia ella; es decir, según lo que Dios quiera. San Ignacio de Loyola, por ejemplo, deja esto muy claro en el principio y fundamento de sus Ejercicios espirituales. Todo lo que el cristiano encuentre en la tierra habrá de ser tomado o dejado tanto en cuanto le ayude o perjudique para su vocación única, que es glorificar a Dios y crecer en santidad.

No acepta dársele como una esposa segunda. El cristiano ha sido llamado en la Iglesia sólamente a ser santo, y todo el resto —sabiduría o ignorancia, riqueza o pobreza, matrimonio o celibato, relaciones sociales o aislamiento, vivir aquí o allí, etc.— habrá de darse en él sea como de la santidad o sea como mejor para tender hacia ella; es decir, según lo que Dios quiera. San Ignacio de Loyola, por ejemplo, deja esto muy claro en el de sus . Todo lo que el cristiano encuentre en la tierra habrá de ser tomado o dejado le ayude o perjudique para su vocación única, que es glorificar a Dios y crecer en santidad.

Por eso el cristiano que quiere vivir la vida cristiana, pero no quiere en realidad tender a la perfecta santidad, hace de su vida un tormento interminable, pues introduce en ella una contradicción gravísima e insuperable. Es como si un hombre se empeñara en levantar un saco pesado con una sola mano, no con las dos. Con las dos podría levantarlo perfectamente, pero con una sola mano le resulta agotador e imposible. De modo semejante, aquél cristiano que no pretende llegar a la plena santidad, no puede menos de experimentar el cristianismo, en mayor o menor medida, como un problema, como una tristeza, como un peso aplastante.
Y es que no acaba de reconocer que «nadie puede servir a dos señores. No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6,24). El que quiere agradar a Dios y también al mundo está perdiendo el tiempo, pues no va a conseguir ni lo uno ni lo otro; al menos, no lo primero. Sus esfuerzos —si es que persiste en ellos— van a ser interminables. Tan inacabables como los esfuerzos de un hombre que pretendiera colmar una tinaja, acarreando laboriosamente a ella agua y más agua, pero dejando al mismo tiempo que permaneciera en su base una grieta. Sería una tarea condenada al fracaso.
Renuncia, igualmente, a la santidad quien, en el camino de la perfección evangélica —camino de bondad, amor y ofrenda personal—, no quiere ir más allá de lo razonable, y se autoriza a sí mismo a rehusar aquellas formas esplendorosas de verdad y de vida, que van más allá de lo razonable y que se adentran en lo que ya es «locura y escándalo de la cruz» (+1Cor 1,23).

Es «lo único necesario» (Lc 10,41). La enseñanza de Jesús insiste siempre en ese planteamiento tan absoluto: «Buscad primero de todo el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). «Es semejante el reino de los cielos a un tesoro escondido en el campo, que quien lo encuentra lo oculta y, lleno de alegría, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (13,44).

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