Hasta ahora no había salido nunca del cine con la sensación de haber invertido 7 euros y 2 horas y media de una forma tan inútil como después de ver 2012. Al final uno se cansa de cómo se derrumban edificios, se deslizan como por un tobogán ciudades hacia el mar, y se sepulta el Himalaya bajo las aguas. Lo que me queda claro es que el filme sólo es útil para quienes se conforman con un rato de simulaciones hechas por ordenador, o para quienes poco a poco, con alevosía y por la espalda, mediante adoctrinamiento multimedia silencioso, nos van metiendo entre las sienes postulados de la New Age.

Pese a su duración, la película tiene poco para contar. Viene a relatar cómo debido a una especialmente intensa actividad de la superficie solar, la corteza terrestre se vuelve inestable y se derrite. Lo que a la postre provoca fenomenales terremotos y tsunamis, que cambian la faz de la tierra. Sólo unos pocos miles de seres humanos logran salvarse tripulando unas enormes arcas en las que viajan con animales. Este fenómeno dura 27 días. Al cabo de los cuales, la tierra ya es nuevamente estable y habitable (lo cual científicamente sería aún más imposible que lo anterior). Y, en este nuevo orden mundial, el Polo Sur se sitúa en Wisconsin; el Polo Norte, por las islas australianas, y emerge África de entre las aguas. Es hacia allí donde ponen su rumbo los marineros, para comenzar una “Nueva Era”, como advierte la pantalla al final con grandes letras, al tiempo suprime el calendario cristiano y comienza el año 1.

Los efectos especiales son repetitivos (por ejemplo, los protagonistas cogen tres aviones y las tres veces, se hunde el suelo justo un instante después de despegar), el argumento facilón y los diálogos al más puro estilo estadounidense contemporaneo, es decir, con muy poca gracia. En lo único que destaca el filme de Roland Emmerich es en el pestiño que desprende a amalgama de ideas peregrinas típicas de la New Age. Subliminalmente, entre cataclismo y cataclismo, en 2012 se van arguyendo cosas como “todas las religiones son iguales, tienen algo que comparten”. Y en el filme, queda muy claro: quienes ponen su confianza en Dios son, bien barbudos poco aseados que gesticulan por la calle levantando carteles y desgañitándose: “¡Convertíos, antes de que sea demasiado tarde!”, o cristianos que rezan piadosamente, lo cual, como advierte uno de los protagonistas “no sirve para nada”. Y así lo confirman las imágenes: en los frescos de Miguel Ángel de la Capilla Sistina aparece una colosal grieta que separa el dedo de Dios del dedo del hombre. Ello unos instantes antes de que la cúpula de San Pedro caiga sobre Papa, curia y fieles congregados para rezar en la plaza. El largometraje también se recrea en el desplome de la enorme estatua del Cristo Redentor en la bahía de Sao Paulo o deja clara la muerte de los presidentes norteamericano e italiano que prefieren quedarse junto a su pueblo rezando. Para qué, si la verdad y la solución sólo la tienen los científicos, los astrólogos y los iluminados que han tenido en cuenta las predicciones del calendario maya. Al final, se salvan algunos hombres a sí mismos. Gracias, por supuesto, a la técnica, al dinero y a su saber. Y como no podía ser de otro modo, esta “historia de salvación” pasa por una gran alianza entre 47 países que crean las colosales arcas en las que embarcan “los elegidos”. Esta salvación, estrictamente terrenal, es, como muestra la película, fruto de una conciencia planetaria, del reciclaje de las creencias de civilizaciones precristianas y de la adopción por parte de los hombres de forma unilateral de una ética del amor, pero siempre rechazando la fe en Dios. Todo tal y como defienden las sectas que convergen en la New Age.

Escrito por Martín Ruiz  

 

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