regnum dei liturgia

Domingo Quinto de Cuaresma

 


Tampoco yo te condeno


 

 

+Santo Evangelio
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 8,1-11

Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.
Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y Tú, ¿qué dices?”
Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.
Como insistían, se enderezó y les dijo: “Aquél de ustedes que no tenga pecado, que arroje la primera piedra”.
E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.
Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos.
Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó:
“Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?”
Ella le respondió:
“Nadie, Señor”.
“Yo tampoco te condeno -le dijo Jesús-. Vete, no peques más en adelante”.


 

+Padres del Iglesia

 

San Agustín de Hipona: Dice el salmista: «Aprended, jueces de la tierra» (Sal 2.10). Aquellos que juzgan la tierra son los reyes, gobernadores, príncipes, los jueces propiamente dicho… Sed sensatos, porque es la tierra quien juzga la tierra, pero debe temer al que está en el cielo. Juzgan a sus iguales: un ser humano juzga a un hombre, un mortal a un mortal, un pecador a otro pecador. ¿Si nuestro Señor hizo resonar en medio de los jueces esta frase divina: «el que esté sin pecado que tire la primera piedra», todos los que juzgan la tierra no estarán sobrecogidos de espanto?
Los fariseos, para tentarlo, le llevaron una mujer sorprendida en adulterio…Jesús dijo: «Queréis apedrear a esta mujer, según lo prescrito por la ley. Pues bien, aquel de entre vosotros que esté sin pecado, que tire la primera piedra». Mientras se cuestionaban, Él escribió sobre la tierra, para «enseñar a la tierra»; pero cuando les dio esta respuesta, levantó los ojos, «miró a la tierra y ésta se estremeció» (Sal 103,32). Los fariseos, confundidos y temblorosos, se fueron uno tras otro…
La pecadora se queda a solas con el Salvador: la enferma con el médico, la gran miseria con la gran misericordia. Mirando a esta mujer, Jesús le dijo: «¿Nadie te ha condenado? -Nadie, Señor»… Pero ella permaneció delante del juez que está libre de pecado. «¿Nadie te ha condenado? – Nadie, Señor, y si tú mismo no me condenas, estoy salvada» En silencio, el Señor responde a esta inquietud: «Yo tampoco te condeno… La voz de sus conciencias les impedía a los acusadores castigarte, la misericordia me empuja a venir en tu ayuda». Reflexionar sobre estas verdades e «instruiros jueces de la tierra».

 

 

San Ambrosio de Milan:    Los letrados y los fariseos le habían traído al Señor Jesús una mujer sorprendida en adulterio. Y se la habían traído para ponerle a prueba: de modo que si la absolvía, entraría en conflicto con la ley; y si la condenaba, habría traicionado la economía de la encarnación, puesto que había venido a perdonar los pecados de todos.
Presentándosela, pues, le dijeron: Hemos sorprendido a esta mujer en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?
Mientras decían esto, Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Y como se quedaron esperando una respuesta, se incorporó y les dijo: El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra. ¿Cabe sentencia más divina: que castigue el pecado el que esté exento de pecado? ¿Cómo podrían, en efecto, soportar a quien condena los delitos ajenos, mientras defiende los propios? ¿No se condena más bien a sí mismo, quien en otro reprueba lo que él mismo comete?
Dijo esto, y siguió escribiendo en el suelo. ¿Qué escribía? Probablemente esto: Te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo. Escribía en el suelo con el dedo, con el mismo dedo que había escrito la ley. Los pecadores serán escritos en el polvo, los justos en el cielo, como se dijo a los discípulos: Estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, y, sentándose, reflexionaban sobre sí mismos. Y quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de pie. Bien dice el evangelista que salieron fuera, los que no querían estar con Cristo. Fuera está la letra; dentro, los misterios. Los que vivían a la sombra de la ley, sin poder ver el sol de justicia, en las sagradas Escrituras andaban tras cosas comparables más bien a las hojas de los árboles, que a sus frutos.
Finalmente, habiéndose marchado letrados y fariseos, quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de pie. Jesús, que se disponía a perdonar el pecado, se queda solo, como él mismo dice: Está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pues no fue un legado o un nuncio, sino el Señor en persona, el que salvó a su pueblo. Queda solo, pues ningún hombre puede tener en común con Cristo el poder de perdonar los pecados. Este poder es privativo de Cristo, que quita el pecado del mundo. Y mereció ciertamente ser absuelta la mujer que —mientras los judíos se iban— permaneció sola con Jesús.
Incorporándose Jesús, dijo a la mujer: ¿Dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha lapidado? Ella contestó: Ninguno, Señor. Y Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más. Observa los misterios de Dios y la clemencia de Cristo. Cuando la mujer es acusada, Jesús se inclina; y se incorpora cuando desaparece el acusador: y es que él no quiere condenar a nadie, sino absolver a todos. ¿Qué significa, pues: Anda, y en adelante no peques más? Esto: Desde el momento en que Cristo te ha redimido, que la gracia corrija a la que la pena no conseguiría enmendar, sino sólo castigar.


+ Catecismo

2475 Los discípulos de Cristo se han “revestido del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4, 24). “Desechando la mentira” (Ef 4, 25), deben “rechazar toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias” (1 P 2, 1).

2476 Falso testimonio y perjurio. Una afirmación contraria a la verdad posee una gravedad particular cuando se hace públicamente. Ante un tribunal viene a ser un falso testimonio (cf Pr 19, 9). Cuando es pronunciada bajo juramento se trata de perjurio. Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en que ha incurrido el acusado (cf Pr 18, 5); comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces.

2477 El respeto de la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles un daño injusto (cf CIC can. 220). Se hace culpable:

— de juicio temerario el que, incluso tácitamente, admite como verdadero, sin tener para ello fundamento suficiente, un defecto moral en el prójimo;

— de maledicencia el que, sin razón objetivamente válida, manifiesta los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran (cf Si 21, 28);

— de calumnia el que, mediante palabras contrarias a la verdad, daña la reputación de otros y da ocasión a juicios falsos respecto a ellos.

2478 Para evitar el juicio temerario, cada uno debe interpretar, en cuanto sea posible, en un sentido favorable los pensamientos, palabras y acciones de su prójimo:

«Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquirirá cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve» (San Ignacio de Loyola, Exercitia spiritualia, 22).

2479 La maledicencia y la calumnia destruyen la reputación y el honor del prójimo. Ahora bien, el honor es el testimonio social dado a la dignidad humana y cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto. Así, la maledicencia y la calumnia lesionan las virtudes de la justicia y de la caridad.

2480 Debe proscribirse toda palabra o actitud que, por halago, adulación o complacencia, alienta y confirma a otro en la malicia de sus actos y en la perversidad de su conducta. La adulación es una falta grave si se hace cómplice de vicios o pecados graves. El deseo de prestar un servicio o la amistad no justifica una doblez del lenguaje. La adulación es un pecado venial cuando sólo desea hacerse grato, evitar un mal, remediar una necesidad u obtener ventajas legítimas.

2481 “La vanagloria o jactancia constituye una falta contra la verdad. Lo mismo sucede con la ironía que trata de ridiculizar a uno caricaturizando de manera malévola tal o cual aspecto de su comportamiento.

2482 “La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” (San Agustín, De mendacio, 4, 5). El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: “Vuestro padre es el diablo […] porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8, 44).

2483 La mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error. Lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor.

2484 La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en sí sólo constituye un pecado venial, sin embargo llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad.

2485   La mentira es condenable por su misma naturaleza. Es una profanación de la palabra cuyo objeto es comunicar a otros la verdad conocida. La intención deliberada de inducir al prójimo a error mediante palabras contrarias a la verdad constituye una falta contra la justicia y la caridad. La culpabilidad es mayor cuando la intención de engañar corre el riesgo de tener consecuencias funestas para los que son desviados de la verdad.

2486 La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales.

2487 Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación, aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación se refiere también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia.


 

+Pontífices

 

San Juan Pablo II

 

«Vete y no peques más» (Jn 8,11)

Audiencia General (10-02-1988): Fue juzgada con la ley nueva del Amor

[El relato evangélico] de «una mujer sorprendida en adulterio» (cf. Jn 8, 1-11) es en cierto modo dramático. Este acontecimiento explica en qué sentido era Jesús «amigo de publicanos y de pecadores». Dice a la mujer: «Vete y no peques más» (Jn 8, 11). El, que era «semejante a nosotros en todo excepto en el pecado», se mostró cercano a los pecadores y pecadoras para alejar de ellos el pecado. Pero consideraba este fin mesiánico de una manera completamente «nueva» respecto del rigor con que trataban a los «pecadores» los que los juzgaban sobre la base de la Ley antigua. Jesús obraba con el espíritu de un amor grande hacia el hombre, en virtud de la solidaridad profunda, que nutría en Sí mismo, con quien había sido creado por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gén 1, 27; 5, 1).
¿En qué consiste esta solidaridad? Es la manifestación del amor que tiene su fuente en Dios mismo. El Hijo de Dios ha venido al mundo para revelar este amor. Lo revela ya por el hecho mismo de hacerse hombre: uno como nosotros. Esta unión con nosotros en la humanidad por parte de Jesucristo, verdadero hombre, es la expresión fundamental de su solidaridad con todo hombre, porque habla elocuentemente del amor con que Dios mismo nos ha amado a todos y a cada uno. El amor es reconfirmado aquí de una manera del todo particular: El que ama deseacompartirlo todo con el amado. Precisamente por esto el Hijo de Dios se hace hombre. De El había predicho Isaías: «Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias» (Mt 8, 17; cf. Is 53, 4). De esta manera, Jesús comparte con cada hijo e hija del género humano la misma condición existencial. Y en esto revela Él también la dignidad esencial del hombre: de cada uno y de todos. Se puede decir que la Encarnación es una «revalorización» inefable del hombre y de la humanidad.
Este «amor-solidaridad» sobresale en toda la vida y misión terrena del Hijo del hombre en relación, sobre todo, con los que sufren bajo el peso de cualquier tipo de miseria física o moral. En el vértice de su camino estará «la entrega de su propia vida para rescate de muchos» (cf. Mc 10, 45): el sacrificio redentor de la cruz…
La venida de Cristo a nosotros tiene como finalidad llevarnos al Padre. En efecto, «a Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18)…

 

«Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más.» (Jn 8,11)
Audiencia General (09-08-2000): El encuentro con Jesús es una regeneración

Cuando Cristo se cruza en la vida de una persona, sacude su conciencia y lee en su corazón, como sucede con la samaritana, a la que dice «todo cuanto ha hecho» (cf. Jn 4, 29). Sobre todo suscita el arrepentimiento y el amor, como en el caso de Zaqueo, que da la mitad de sus bienes a los pobres y devuelve el cuádruplo de lo que había defraudado (cf. Lc 19, 8). Así acontece también a la pecadora arrepentida, a la que se le perdonan los pecados «porque ha amado mucho» (Lc 7, 47) y a la adúltera, a la que no juzga sino exhorta a llevar una nueva vida alejada del pecado (cf. Jn 8, 11). El encuentro con Jesús es como una regeneración: da origen a la nueva criatura, capaz de un verdadero culto, que consiste en adorar al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23-24).
[…] Cristo vino para buscar, encontrar y salvar al hombre entero. Como condición para la salvación, Jesús exige la fe, con la que el hombre se abandona plenamente a Dios, que actúa en él. En efecto, a la hemorroísa que, como última esperanza, había tocado la orla de su manto, Jesucristo le dice: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad» (Mc 5, 34).
Ahora Cristo sigue caminando a nuestro lado por los senderos de la historia, cumpliendo su promesa: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Está presente a través de su Palabra, «Palabra que llama, que invita, que interpela personalmente, como sucedió en el caso de los Apóstoles. Cuando la Palabra toca a una persona, nace la obediencia, es decir, la escucha que cambia la vida. Cada día (el fiel) se alimenta del pan de la Palabra. Privado de él, está como muerto, y ya no tiene nada que comunicar a sus hermanos, porque la Palabra es Cristo» (Orientale lumen, 10).
Cristo está presente, además, en la Eucaristía, fuente de amor, de unidad y de salvación. Resuenan constantemente en nuestras iglesias las palabras que él pronunció un día en la sinagoga de la localidad de Cafarnaúm, junto al lago de Tiberíades. Son palabras de esperanza y de vida: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6, 56). «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6, 54).