La voz de la conciencia no es siempre infalible, ni objetivamente es lo supremo

 

Conciencia moral 

La conciencia moral ordena a la persona, «en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas (Cfr Rom 1,32; CEC n. 1777); es decir, la posibilidad de ver nuestros propios actos en relación con los planes de Dios.

Al hablar de algo bueno o malo lo hacemos siempre por referencia a un «patrón». Pero ¿es la misma conciencia? o ¿es algo objetivo? Lo veremos a continuación, pero podemos adelantar que la norma suprema de conducta es la ley divina. La conciencia sólo descubre si sus acciones encajan con lo que Dios quiere. En consecuencia la conciencia es norma próxima (subjetiva, personal, inmediata) de moralidad, pero la norma suprema (objetiva) es la ley de Dios.

 

 Conciencia moral y ley de Dios 

El cogito, ergo sum de Descartes ha influido en la mente del hombre moderno más de lo que normalmente se supone. Desde Descartes existe la tentación de dar por real lo que la evidencia interior asegura: existo porque pienso, y no es así. La verdad es: «pienso, porque existo». La mesa existe no porque la piense yo, sino porque tiene una realidad extramental. La postura cartesiana pasada al terreno de la ética se explicitaría del siguiente modo: «pienso que está bien, luego se puede hacer», «no lo veo claro, pues entonces no lo hago».

Y evidentemente eso no es así. El entender sigue al ser, no le precede. En moral, el hombre tiene la posibilidad de conocerse y conocer sus actos, como consecuencia de que existe y tiene un fin, una ley por la cual conducir sus actos. Por eso, «la conciencia no es la única voz que puede guiar la actividad humana. Y su voz se hace tanto más clara y poderosa cuando a ella se une la voz de la ley de la autoridad legítima. La voz de la conciencia no es siempre infalible, ni objetivamente es lo supremo. Y esto es verdad particularmente en el campo de la acción sobrenatural, en donde la razón no puede interpretar por sí misma el camino del bien, sino que tiene que valerse de la fe para dictar al hombre la norma de justicia querida por Dios, mediante la revelación: el hombre justo –dice San Pablo– vive de la fe»(6). Porque Dios nos ha elevado al plano sobrenatural nos ha hecho partícipes de su misma naturaleza divina. Por eso, por encima de la conciencia está la ley de Dios. «La norma suprema de la vida humana es la propia ley divina, eterna, objetiva y universal»(Dignitatis humanae, nº 3).

La libertad humana es una cualidad del hombre que le permite querer o no querer lo que la inteligencia le muestra. Sólo interviene para facilitar o impedir la Ley, pero no interviene como si fuera una facultad de crear normas. Las normas están ahí y el hombre las ve o renuncia a verlas, pero no puede crearlas, porque tratar de convertir la propia conciencia en norma última de moralidad es tanto como querer colocarla en lugar de Dios y su ley. Con la imagen de lo que se dice en el Génesis –«De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gen 2, 16-17)–, «la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer ´de cualquier árbol del jardín´. Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el ´árbol de la ciencia del bien y del mal´, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, que sólo Él es Bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos» (VS, 35). Por eso, hemos de concluir que «la conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo bueno y lo malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano, como se entrevé ya en la citada página del libro del Génesis (2, 9-17). Precisamente, en este sentido la conciencia es el sagrario íntimo donde resuena la voz de Dios. Es la voz de Dios, aun cuando el hombre reconoce exclusivamente en ella el principio del orden moral del que humanamente no se puede dudar, incluso sin una referencia directa al Creador: precisamente la conciencia encuentra en esta referencia su fundamento y su justificación»(Dominum et Vivificantem, n. 43).

En consecuencia, no hay una autonomía del hombre frente a Dios. Por eso, dice Juan Pablo II que: «En efecto, la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que ésta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo. Esta voz dice claramente a los oídos de su corazón advirtiéndole… haz esto, evita aquello. Tal capacidad de mandar el bien y prohibir el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad clave del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer (Gaudium et spes n. 16; Dominum et Vivificantem, n. 43 ).

 

 Clases de conciencia 

Por razón de su concordancia con la ley de Dios, la conciencia puede ser recta o verdadera y errónea, según si sus dictados se adecuan o no a esa ley. La errónea puede ser vencible (si no se ponen todos los medios para salir del error) e invencible (si puestos todos los medios no se puede salir del error). Se debe seguir la conciencia recta y verdadera y también la invenciblemente errónea.

Por razón del asentimiento que prestamos a lo que la conciencia nos dicta ésta se divide en cierta, probable y dudosa, según el grado de seguridad que se tenga. Se debe seguir la conciencia cierta; en algunos casos la probable, pero nunca la dudosa; hay que salir antes de la duda.

No es lo mismo estar seguro de algo que dar en el clavo. La primera es la conciencia cierta, la segunda es la conciencia verdadera. Una es la seguridad subjetiva y la otra la objetiva. Pues bien, no basta con «estar seguro» (conciencia cierta), además hay que actuar con la ley moral (conciencia verdadera).

Limitarse a una seguridad personal es ponerse en lugar de Dios, que es el único que no se equivoca. Por ese camino se acaba confundiendo lo espontáneo con lo objetivamente bueno. En cambio, «fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su nombre al bien y al mal» (Dominum et Vivificantem, nº 43).

Por la limitación humana puede ocurrir que un hombre esté cierto de algo que no sea verdadero. Por eso mismo, no es el ideal tener meramente una conciencia moral cierta: hay que tender a tener, además, una conciencia recta o verdadera. La conciencia, «para ser norma válida del actuar humano tiene que ser recta, es decir, verdadera y segura de sí misma, y no dudosa ni culpablemente errónea» (Pablo VI, o. c.). Una persona que actúe contra su conciencia, peca; pero también peca por no ajustar deliberadamente sus dictámenes a la ley de Dios que es la norma suprema de actuación. «El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral» (CEC, 1792).

Por eso, apelar a la conciencia para eludir la norma, que quizá por falta de formación –o incluso por mala fe– se desconoce, es absolutamente equivocado.

Es cierto que hemos de decidir con nuestra propia conciencia, y también que nadie nos puede forzar a actuar contra ella, pero no es menos cierto que tenemos el grave deber de que los dictados de esa conciencia se ajusten a lo que Dios quiera, que es tanto como decir que esté bien formada, que sea recta o verdadera.

 

Por: Pablo Cabellos Llorente | Fuente: Biblioteca Almudí