La Iglesia, en efecto, «cuenta con muchos… calumniados, perseguidos, asesinados por odio a Jesús, por odio a la fe»


Mayor gravedad reviste el pecado de calumnia, ya que combina tres pecados: uno contra la veracidad (mentir), otro contra la justicia (herir el buen nombre ajeno), y el tercero contra la caridad (fallar en el amor debido al prójimo). La calumnia hiere al prójimo en lo más delicado: su reputación.

Para hundir a Jesús, los poderosos de su tiempo pusieron en movimiento la primera arma que suelen usar contra los que estorban: la calumnia. Corrieron la voz de que era un mentiroso, agitador del pueblo. Decían que era un gran pecador, blasfemo, que hacía milagros con la ayuda del diablo. Lo tomaron por loco. Le llamaron samaritano, o sea, enemigo religioso y político del pueblo.

Algunos se comieron estos cuentos. Pero la campaña de desprestigio no dio resultado completo. Todavía mucha gente seguía a Jesús. Por eso decidieron eliminarlo. Lo vigilaron de cerca. Lo apresaron después en público. Le hicie­ron sufrir torturas físicas y morales. Presentaron testigos falsos con acusaciones mentirosas. Y todo terminó en un juicio fuera de la ley.

La calumnia destruye la obra de Dios, porque nace del odio. Es hija del «padre de la mentira» y quiere aniquilar al hombre, alejándolo de Dios. La calumnia es una brisa, cantaba Basilio en el «Barbero de Sevilla», para el Papa Francisco la calumnia es un fuerte viento. Lo dijo el lunes 15 de abril por la mañana durante la habitual misa celebrada en la capilla de la Domus Sanctae Marthae. Entre los presentes, empleados y responsables de los Servicios de teléfonos y Servicio internet de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, con el padre Fernando Vérgez Alzaga, director de la Dirección de telecomunicaciones de la Gobernación, que concelebró con el Papa, y algunos familiares del cardenal argentino Eduardo Francisco Pironio, fallecido en 1998.

La calumnia es tan antigua como el mundo y de ella ya se encuentra referencia en el Antiguo Testamento. Basta pensar en el episodio de la reina Jezabel con la viña de Nabot, o el de Susana con los dos jueces. Cuando no se podía obtener algo «por un camino justo, un camino santo», se utilizaba la calumnia, que destruye. «Esto nos hace pensar —comentó el Papa— que todos nosotros somos pecadores: todos. Hemos pecado. Pero la calumnia es otra cosa». Es un pecado, pero es algo más, porque «quiere destruir al obra de Dios y nace de algo muy malo: nace del odio. Y quien origina el odio es Satanás».

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La Historia de Susana: Libro de Daniel 13

Octavo Mandamiento

Mentira y calumnia van a la par, porque una tiene necesidad de la otra para seguir adelante. Y no cabe duda, agregó el Pontífice, que «donde está la calumnia está Satanás, precisamente él». El Papa Francisco se inspiró luego en el Salmo 118 de la liturgia del día, para explicar el estado de ánimo del justo calumniado: «Aunque los nobles se sienten a murmurar de mí, tu siervo medita tus decretos; tus preceptos son mi delicia». El justo, en este caso es Esteban, el protomártir, a quien hacía referencia la primera lectura tomada de los Hechos de los Apóstoles. Esteban «mira al Señor y obedece la ley». Él es el primero de una larga serie de testigos de Cristo que han colmado la historia de la Iglesia. No sólo en el pasado, sino también en nuestros días hay muchos mártires. «Aquí en Roma —agregó el Santo Padre— tenemos numerosos testimonios de mártires, comenzando por Pedro. Pero el tiempo de los mártires no se ha acabado: también hoy podemos decir, en verdad, que la Iglesia tiene más mártires que en los primeros siglos».

La Iglesia, en efecto, «cuenta con muchos hombres y mujeres que son calumniados, perseguidos, asesinados por odio a Jesús, por odio a la fe». Algunos son asesinados porque «enseñan el catecismo», otros porque «llevan la cruz». La calumnia tiene lugar en muchos países, donde los cristianos son perseguidos. «Son hermanos y hermanas nuestros —subrayó— que hoy sufren, en este tiempo de mártires. Debemos pensar en esto».

El Pontífice destacó también que nuestra época se caracteriza por tener «más mártires que en la época de los primeros siglos. Perseguidos por el odio: es precisamente el demonio quien siembra el odio en aquellos que realizan las persecuciones».

Hablando aún de Esteban, el Papa recordó que era uno de los diáconos ordenados por los apóstoles. «Se muestra lleno de gracia y de poder —agregó— y hacía grandes prodigios, grandes signos entre el pueblo, y llevaba adelante el Evangelio. Algunos, entonces, empezaron a discutir con él sobre Jesús: si Jesús era el Mesías o no». Esa discusión llegó a ser violenta y quienes «discutían con él no lograban resistir a su poder, a su sabiduría, a su ciencia». ¿Y qué han hecho?, se preguntó el Papa. En lugar de pedirle explicaciones, pasaron a la calumnia para destruirlo. «Como no resultaba la lucha limpia —dijo—, la lucha entre hombre buenos, pasaron al camino de la lucha sucia: la calumnia». Encontraron testigos falsos, que dijeron: «Este individuo no para de hablar contra el lugar santo y la ley de Moisés, contra esto, contra aquello». Lo mismo habían hecho con Jesús.

En nuestra época caracterizada por «tantas turbulencias espirituales» el Papa invitó a reflexionar sobre un icono medieval de la Virgen. La Virgen que «cubre con su manto al pueblo de Dios». También la primera antífona latina de la Virgen María es Sub tuum presidium. «Nosotros pedimos a la Virgen que nos proteja —afirmó—, y en tiempos de turbulencia espiritual el sitio más seguro se encuentra bajo el manto de la Virgen». Es, en efecto, la madre que cuida a la Iglesia. Y en este tiempo de mártires, ella es, en cierto sentido, la protagonista de la protección: es la mamá».

El Papa invitó a tener confianza en María, a dirigirle la plegaria, que inicia con «Bajo tu amparo», y a recordar el icono antiguo donde «con su manto cubre a su pueblo: es la mamá». Es la cosa más útil en este tiempo de «odio, de persecución, de turbulencia espiritual», porque —concluyó— «el sitio más seguro se encuentra bajo el manto de la Virgen».

Conviene recordar por último que este mandamiento, igual que el séptimo, nos obliga a reparar los males causados. Si perjudicamos a un tercero con alguna mentira, lo difamamos, lo humillamos o revelamos sus secretos, nuestra falta no estará saldada hasta que compensemos los perjuicios lo mejor posible.

Grave falta se comete al mentir para dañar el buen nombre del prójimo o manifestar sin causa justa sus pecados y defectos, aunque sean verdad.

Mayor gravedad reviste el pecado de calumnia, ya que combina tres pecados: uno contra la veracidad (mentir), otro contra la justicia (herir el buen nombre ajeno), y el tercero contra la caridad (fallar en el amor debido al prójimo). La calumnia hiere al prójimo en lo más delicado: su reputación.

Si a un hombre le robamos su reloj, puede enojarse o entristecerse, pero normalmente al cabo del tiempo quizá compre otro. Pero si lo perdido es su buen nombre, lo privamos de algo que no podrá comprar con dinero. Es fácil entender, pues, que el pecado de calumnia es mortal si con él dañamos gravemente el honor del prójimo, aunque sea en la estimación de unas pocas gentes. Y esto es así incluso aunque ese mismo prójimo no se entere del daño que le hemos causado.

Lo anterior se aplica también cuando deliberada e injustamente dañamos la reputación del prójimo sólo en nuestra propia mente. Esto es el juicio temerario, un pecado que nos afecta a todos y al que muy posiblemente demos poca importancia. Si alguien inesperadamente realiza una buena acción, y yo me sorprendo pensando: “eso lo hizo sólo por presumir”, he cometido un pecado de juicio temerario. Si alguien hace un acto de generosidad, y yo me digo: “¿a quién tratará de impresionar?”, pecó contra el octavo mandamiento.

Contra este mandamiento se peca también a través de la difamación. Consiste en dañar la fama ajena manifestando sin causa justa pecados y defectos que son verdad. Por ejemplo, cuando comunico a los amigos los pleitos que tiene el matrimonio vecino cuando el marido llega borracho a casa.

Puede que haya ocasiones en que, con el fin de prevenir males mayores, deba revelar los pecados ajenos. Será una obligación hacer ver a mi hijo que su nuevo amigo es drogadicto, o que convenga informar a la autoridad pública las actividades sospechosas en la oficina contigua. Puede ser necesario advertir a los profesores del colegio la deshonesta actitud mostrada por un compañero de mi hijo. Pero lo más usual es que cuando hablamos mal de alguien lo hagamos llevados por una intención poco recta. Por eso, si no tenemos una causa justa, aunque lo que digamos sea verdad, es ilícito difundir sin necesidad los defectos ajenos.

Ahora bien, si el hecho peyorativo que menciono es algo público, algo que resulta del conocimiento de todos, no es pecado, como el caso de crímenes pasionales que publican todos los periódicos. Pero, aun en estos casos, la caridad nos llevará a condolernos y a rezar por el pecador, más que cebarnos en su desgracia.

No sólo se falta al octavo mandamiento con la palabra y la mente, sino que también hay pecados de oído. Escuchar con gusto la calumnia y difamación, aunque no digamos una palabra, fomenta la difusión de murmuraciones maliciosas. Nuestro deber cuando se ataque la fama de alguien en nuestra presencia, es cambiar la conversación, e incluso intentar sacar a relucir las virtudes del difamado.

Afrentar la dignidad de una persona, es decir, lesionar su honor, es el pecado de contumelia. En los pecados anteriores el prójimo está ausente, en éste el prójimo está presente. Este pecado de contumelia adopta distintas modalidades. Una de ellas sería, por ejemplo, negarnos a dar al prójimo las muestras de respeto y amistad que le son debidas, como no contestar su saludo o ignorar su presencia, como hablarle de modo altanero o ponerle apodos humillantes. Un pecado parecido de grado menor es esa crítica despreciativa, ese encontrar faltas en todo, que para algunas personas -por ejemplo, para la esposa con su marido; para el marido con su suegra- parece constituir una arraigada costumbre.

Otro posible modo de ir contra el octavo mandamiento es revelar secretos que nos han sido confiados. La obligación de guardar un secreto puede surgir de una promesa hecha, de la misma profesión (políticos, médicos, investigadores, etcétera), o, simplemente, porque la caridad me lleva a no divulgar lo que pueda dañar o herir al prójimo. Se incluyen en este tipo de pecados leer la correspondencia ajena sin permiso, o escuchar conversaciones privadas atrás de la puerta o por la extensión telefónica. La gravedad del pecado dependerá en estos casos del daño o perjuicios ocasionados por nuestra actitud.

Conviene recordar por último que este mandamiento, igual que el séptimo, nos obliga a reparar los males causados. Si perjudicamos a un tercero con alguna mentira, lo difamamos, lo humillamos o revelamos sus secretos, nuestra falta no estará saldada hasta que compensemos los perjuicios lo mejor posible. Y debemos hacerlo aunque hacer esa reparación nos exija humillarnos o sufrir un perjuicio nosotros mismos.

Si he calumniado, debo decir que me había equivocado radicalmente; si he murmurado, tengo que compensar mi difamación hablando cosas buenas del afectado; si he insultado, debo pedir disculpas, públicamente, si el insulto fue público; si he revelado un secreto, debo reparar lo mejor que pueda las consecuencias que se sigan de mi imprudencia.

Ojalá que la comprensión de la Verdad como atributo divino nos ayude a aborrecer todo lo que sepa a doblez, simulación, charlatanería y murmuración. “Que sea tu sí, sí; y tu no, no” (Mt. 5, 37); abrir la boca sólo para decir lo que estamos seguros de que es cierto y que es oportuno para el bien de nuestro interlocutor. Que nunca hablemos del prójimo si no es para alabarlo, y, si tenemos que decir de él algo negativo, lo hagamos obligados por una razón grave y suavizando nuestras palabras con el aceite de la caridad.

En Chile la calumnia es un delito

La calumnia es un delito contra el honor que se comete cuando se imputa un delito a otra persona a sabiendas de que la acusación realizada es falsa. La calumnia consiste en acusar falsamente a una persona de un delito sabiendo que en realidad tal delito no existe. Dicho de otra manera, es la imputación de un delito a otra persona conociendo que todo lo imputado es falso pues no pudo ser esa persona la autora del delito.

Por ejemplo, si una persona imputa el robo de unas joyas que había en su casa a la empleada de hogar, sabiendo que el día en el que se produjo el robo, ella no estaba trabajando, estará cometiendo un delito de calumnias.

Las leyes en Chile califican tanto a la injuria como a la calumnia como delitos contra el honor de una persona, y su marco legal se describe en los artículos 205 a 216 del Código Penal.

El proceso que se lleva a cabo para querellarse contra los responsables de este tipo de delitos se encuentra en los artículos 804-815 de La Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Por lo que si una persona ha sido víctima de algunos de estos hechos, hay vías para conseguir justicia y una reparación del hecho.