Toda la victoria del Salvador, que ha subyugado al diablo y al mundo, ha comenzado por la humildad y ha sido consumada por la humildad.


San León Magno, Homilía 7 in Epiphania Domini


Amadísimos, el recuerdo de lo que ha sido realizado por el Salvador de los hombres es para nosotros de gran utilidad, si de este objeto de nuestra fe y de nuestra veneración hacemos el ideal de nuestra imitación. En la economía de los misterios de Cristo, los milagros son gracias y estímulos que refuerzan la doctrina, para que sigamos también el ejemplo de las acciones de Aquél a quien confesamos en espíritu de fe.

Aun estos mismos instantes vividos por el Hijo de Dios, que nace de la Virgen, su Madre, nos instruyen para nuestro progreso en la piedad. Los corazones ven aparecer en una sola y misma persona la humildad propia de la humanidad y la majestad divina. Los cielos y los ejércitos celestiales llaman su Creador al que, recién nacido, se encuentra en una cuna. Este Niño de cuerpo pequeño es el Señor y el Rector del mundo. Aquél a quien ningún límite puede encerrar, se contiene todo entero sobre las rodillas de su Madre. Mas en esto está la curación de nuestras heridas y la elevación de nuestra postración (…).

Los remedios destinados a nosotros nos han fijado una norma de vida, y de lo que era una medicina destinada a los muertos ha salido una regla para nuestras costumbres. No sin razón, cuando los tres Magos fueron conducidos por el resplandor de una nueva estrella para venir a adorar a Jesús, ellos no lo vieron expulsando a los demonios, resucitando a los muertos, dando vista a los ciegos, curando a los cojos, dando la facultad de hablar a los mudos, o en cualquier otro acto que revelaba su poder divino; sino que vieron a un Niño que guardaba silencio, tranquilo, confiado a los cuidados de su Madre. No aparecía en el ningún signo de su poder; mas les ofreció la vista de un gran espectáculo: su humildad. Por eso, el espectáculo de este santo Niño, el Hijo de Dios, presentaba a sus miradas una enseñanza que mas tarde debía ser proclamada; y lo que no profería aun el sonido de su voz, el simple hecho de verle hacía ya que Él lo enseñara.

Toda la victoria del Salvador, que ha subyugado al diablo y al mundo, ha comenzado por la humildad y ha sido consumada por la humildad. Ha inaugurado en la persecución sus días señalados, y también los ha terminado en la persecución. Al Niño no le ha faltado el sufrimiento, y al que había sido llamado a sufrir no le ha faltado la dulzura de la infancia, pues el Unigénito de Dios ha aceptado, por la sola humillación de su majestad, nacer voluntariamente hombre y poder ser muerto por los hombres.

Si, por el privilegio de su humildad, Dios omnipotente ha hecho buena nuestra causa tan mala, y si ha destruido a la muerte y al autor de la muerte (cfr. I Tim. I, 10), no rechazando lo que le hacían sufrir los perseguidores, sino soportando con gran dulzura y por obediencia a su Padre las crueldades de los que se ensañaban contra Él, ¿cuánto más hemos de ser nosotros humildes y pacientes, puesto que, si nos viene alguna prueba, jamás se hace esto sin haberla merecido? ¿Quién se gloriará de tener un corazón casto y de estar limpio de pecado? Y, como dice San Juan, “si dijéramos que no tenemos pecado nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría con nosotros” (I Joann. I, 8). ¿Quién se encontrará libre de falta, de modo que la justicia nada tenga de que reprocharle o la misericordia divina que perdonarle?

Por eso, amadísimos, la práctica de la sabiduría cristiana no consiste ni en la abundancia de palabras, ni en la habilidad para discutir, ni en el apetito de alabanza y de gloria, sino en la sincera y voluntaria humildad, que el Señor Jesucristo ha escogido y ensenado como verdadera fuerza desde el seno de su Madre hasta el suplicio de la Cruz. Pues cuando sus discípulos disputaron entre sí, como cuenta el evangelista, “quién sería el más grande en el reino de los cielos, Él, llamando a si a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: en verdad os digo, si no os mudáis haciéndoos como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de estos, éste será el más grande en el reino de los cielos” (Matth. XVIII, 1-4).

Cristo ama la infancia, que Él mismo ha vivido al principio en su alma y en su cuerpo. Cristo ama la infancia, maestra de humildad, regla de inocencia, modelo de dulzura. Cristo ama la infancia; hacia ella orienta las costumbres de los mayores, hacia ella conduce a la ancianidad. A los que eleva al reino eterno los atrae a su propio ejemplo.

Mas, si queremos ser capaces de comprender perfectamente cómo es posible llegar a una conversión tan admirable y por que transformación hemos de ir a la edad de los niños, dejemos que San Pablo nos instruya y nos diga: “no seáis niños en el juicio; sed párvulos sólo en la malicia, pero adultos en el juicio” (I Cor. XIV, 20).

No se trata, pues, de volver a los juegos de la niñez ni a las imperfecciones del comienzo, sino tomar una cosa que conviene también a los años de la madurez; es decir, que pasen pronto nuestras agitaciones interiores, que rápidamente encontremos la paz, no guardemos rencor por las ofensas, ni codiciemos las dignidades, sino amemos encontrarnos unidos, y guardemos una igualdad conforme a la naturaleza. Es un gran bien, en efecto, que no sepamos alimentar ni tener gusto por el mal, pues inferir y devolver injuria es propio de la sabiduría de este mundo. Por el contrario, no devolver mal por mal (cfr. Rom. XII, 17) es propio de la infancia espiritual, toda llena de ecuanimidad cristiana.

A esta semejanza con los niños nos invita, amadísimos, el misterio de la fiesta de hoy. Esa es la forma de humildad que os enseña el Salvador Niño adorado por los Magos. Para mostrar aquella gloria que prepara a sus imitadores, ha consagrado con el martirio a los nacidos en su tiempo; nacidos en Belén, como Cristo, han sido asociados a Él por su edad y por su pasión. Amen, pues, los fieles la humildad y eviten todo orgullo; cada cual prefiera su prójimo a sí mismo (cfr. I Cor. IV, 6), y “que nadie busque su propio interés, sino el del otro” (I Cor. X, 14), de modo que, cuando todos estén llenos del espíritu de benevolencia, no se encontrará en ninguna parte el veneno de la envidia, pues “el que se exalta será humillado y el que se humilla será exaltado” (Luc. XIV, 11). Así lo atestigua nuestro Señor Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

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