A los ‘limpios de corazón’ se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a El (cf 1 Co 13, 12, 1 Jn 3, 2).
Mediante la pureza de intención, que consiste en buscar el fin verdadero del hombre: con una mirada limpia, el bautizado se afana por encontrar y realizar en todo la voluntad de Dios.
(cf Rm 12, 2; Col 1, 10)
Pero la pureza de corazón no se refiere sólo a las realidades bajas sometidas a la concupiscencia de la carne.
La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un ‘prójimo’; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza Divina.
También a las intenciones. Que respondan a las fines verdaderos que persigan determinadas obras y no a otras intenciones que aunque parezcan honestas, no son los motivos auténticos de determinadas acciones.
Muchas veces las obras que se realizan aunque sean honestas y buenas tienen es su substrato una intención en 2 nivel, que es en realidad el verdadero motor o impulso de esta. La búsqueda de la atención de los demás, el propio bienestar, la propia fama, el afecto desordenado, el asegurar el propio bienestar. Puede inclusive que lo que se hace externamente sea de verdad necesario y querido por Dios, como un acto de piedad o devoción, o una donación de caridad o una obra social. Pero pierde todo sí valor y mérito cuando quien la realiza lo hace movido por estas segundas intenciones. Generalmente cuando no ve estas últimas realizadas, renuncia a toda obra honesta por que su despecho y enojo le hace reaccionar sancionando de modo indirecto el no poder alcanzar lo que movió verdaderamente sus aparentes intención.
En este aspecto, el Corazón de Jesús es la escuela de virtudes, donde los corazones son purificados y colmados de aquello que supera todas las carencias y necesidad: la abundancia de su Amor Divino.
