La vocación más auténtica y profunda de la  familia: acompañar a cada uno de sus componentes en el camino de  descubrimiento de Dios.


En el Evangelio no encontramos discursos sobre la familia, sino un  acontecimiento que vale más que cualquier palabra: Dios quiso nacer y crecer en  una familia humana. De este modo, la consagró como camino primero y ordinario  de su encuentro con la humanidad.


En su vida transcurrida en Nazaret, Jesús honró a la Virgen María y al justo José,  permaneciendo sometido a su autoridad durante todo el tiempo de su infancia y  su adolescencia (cf. Lc 2, 51-52). Así puso de relieve el valor primario de la  familia en la educación de la persona. María y José introdujeron a Jesús en la  comunidad religiosa, frecuentando la sinagoga de Nazaret. Con ellos aprendió a  hacer la peregrinación a Jerusalén, como narra el pasaje evangélico que la liturgia  de hoy propone a nuestra meditación. Cuando tenía doce años, permaneció en el  Templo, y sus padres emplearon tres días para encontrarlo. Con ese gesto les  hizo comprender que debía «ocuparse de las cosas de su Padre», es decir, de la  misión que Dios le había encomendado (cf. Lc 2, 41-52).

Este episodio evangélico revela la vocación más auténtica y profunda de la  familia: acompañar a cada uno de sus componentes en el camino de  descubrimiento de Dios y del plan que ha preparado para él. María y José  educaron a Jesús ante todo con su ejemplo: en sus padres conoció toda la belleza  de la fe, del amor a Dios y a su Ley, así como las exigencias de la justicia, que  encuentra su plenitud en el amor (cf. Rm 13, 10). De ellos aprendió que en  primer lugar es preciso cumplir la voluntad de Dios, y que el vínculo espiritual  vale más que el de la sangre.

La Sagrada Familia de Nazaret es verdaderamente el «prototipo» de toda familia  cristiana que, unida en el sacramento del matrimonio y alimentada con la Palabra  y la Eucaristía, está llamada a realizar la estupenda vocación y misión de ser  célula viva no sólo de la sociedad, sino también de la Iglesia, signo e instrumento  de unidad para todo el género humano.  Invoquemos ahora juntos la protección de María santísima y de san José sobre  todas las familias, especialmente sobre las que se encuentran en dificultades.

Que ellos las sostengan, para que resistan a los impulsos disgregadores de cierta  cultura contemporánea, que socava las bases mismas de la institución familiar.  Que ellos ayuden a las familias cristianas a ser, en todo el mundo, imagen viva  del amor de Dios.


S. S. Papa Emérito Benedicto XVI, Domingo 31 de diciembre del 2006,  Fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret

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