Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor.


De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado…

+Santo Evangelio:

Evangelio según San Mateo 24,37-44. 

En aquél tiempo Jesús dijo a sus discípulos:

Cuando venga el Hijo del hombre, sucederá como en tiempos de Noé.

En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca; y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre.

De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado.

De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada.

Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor.

Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa.

Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada.


+Padres de la Iglesia

San Jerónimo

Mas en algunos códices latinos se ha añadido: «Ni el Hijo», mientras que en los ejemplares griegos, especialmente en los de Ademancio y Pierio no se encuentra añadido esto. Mas como quiera que se lee en algunos, parece que debe discutirse acerca de ello.

En lo que se regocijan Arrio y Eunomio: pues dicen, no puede ser igual el que sabe y el que ignora. Contra ellos diremos brevemente, que habiendo hecho Jesús, es decir, el Verbo de Dios, todos los tiempos (pues todas las cosas fueron hechas por El), y sin El nada se hizo ( Jn 1,3) y hallándose contenido el día del juicio en todos los tiempos, ¿cómo puede deducirse que ignora una parte del mismo el que conoce el todo? También hay que decir esto. ¿Qué es más, el conocimiento del Padre o el conocimiento del juicio? Si conoce lo que es más, ¿cómo ignora lo que es menos?

Así, pues, habiendo probado que el Hijo no ignora el día de la consumación, se ha de manifestar la causa por qué se diga que lo ignora. Interrogado después de la resurrección por los apóstoles acerca de este día, bien claramente respondió ( Hch 1): No toca a vosotros saber los tiempos y los momentos que puso el Padre en su propio poder. Con ello da a entender que El lo sabe, pero que no conviene sea conocido por los apóstoles, para que estando siempre inciertos de la venida del Juez, vivan de tal manera todos los días como si hubiesen de ser juzgados en el mismo día.

Se trata de averiguar, cómo se ha dicho anteriormente: «Se levantará gente contra gente y reino contra reino, y habrá pestilencia, y hambres, y terremotos». Y al mencionar ahora las cosas que han de suceder, se diga que son indicios de paz. Pero hay que tener en cuenta que, después de las guerras y de todo lo demás que ha de desolar al género humano, ha de seguir una paz corta, que aparente estar ya tranquilo todo, para que sea probada la fe de los creyentes.

O dos se encontrarán a un tiempo en el campo, teniendo la misma labor, y como igual sementera; pero no recibirán igualmente el fruto de su trabajo. También en las dos que muelen a un tiempo, debemos entender la sinagoga y la Iglesia, que parecen moler a un tiempo en la ley, y obtener de las mismas Escrituras santas la harina de los preceptos de Dios. O las demás herejías que, o bien de ambos testamentos, o bien de uno de ellos, parecen moler la harina de sus doctrinas.

San Juan Crisóstomo,homiliae in Matthaeum, hom. 77,2

Habiendo indicado el Señor todas las cosas que precederán a la venida del Cristo, y habiendo llevado la narración hasta las mismas puertas, quiso guardar silencio acerca del día; por esto dice: «Mas de aquel día ni de aquella hora nadie sabe», etc.

Y para que comprendas que no es efecto de su ignorancia lo que calla, acerca del día y de la hora del juicio, aduce otro pronóstico cuando añade: «Y así como sucedió en los días de Noé, así será también la venida del Hijo del hombre». Esto lo dijo dando a entender que vendrá repentina e inopinadamente, y cuando muchos estarán entregados al pecado. Esto mismo dice San Pablo ( 1Tes 5): porque cuando digan: paz y seguridad, entonces les sobrecogerá una muerte repentina. Por lo que añade también aquí: «Porque así como en los días antes del diluvio se estaban comiendo y bebiendo», etc.

O bien paz y disipación para aquéllos que insensiblemente están dispuestos al placer. Por este motivo no dijo el Apóstol: cuando haya paz, sino cuando digan: paz y seguridad ( 1Tes 5,3), indicando la insensibilidad de aquéllos semejantes a la de los que vivieron en los días de Noé, cuando los malos se entregaban a la disolución. Mas no así los justos que vivían constantemente en la tribulación y en la tristeza. Con esto da a entender que, cuando venga el Anticristo, los apetitos más indecentes tendrán aceptación en aquéllos que a la sazón serán hombres inicuos, quienes desesperarán de su propia salvación. Y por lo mismo pone un ejemplo que viene muy a propósito a este caso: cuando, pues, se construía el arca estaba puesta a la vista de todos, prediciendo los males futuros. Mas los hombres malos no lo creían, y se entregaban a la disipación (como si ningún mal hubiese de venir). Y dado que muchos no dan crédito a las cosas futuras, el ejemplo de las pasadas hace creíble lo que se predice.

Fija después otra señal, por la que da a conocer también que aquel día vendrá de una manera impensada, y que no ignora aquel día, cuando dice: «Entonces estarán dos en el campo: el uno será tomado, y el otro será dejado». Con estas palabras da a entender que serán tomados y dejados los siervos y los señores, los ociosos y los que trabajan.

San Hilario, in Matthaeum, 26

O el día del Señor sorprenderá a dos en el campo, a saber, los dos pueblos de los fieles y de los infieles en el siglo, como en el trabajo de esta vida. Serán, con todo, separados, y el uno dejado y tomado el otro; en lo cual se da a conocer la separación de los fieles e infieles. Porque al agravarse la ira de Dios, los escogidos se ocultarán en sus moradas; mas los pérfidos serán dejados para combustible del fuego del cielo. Lo mismo hay que decir, respecto de los que muelen; de donde sigue diciendo: «Dos mujeres molerán, etc.» La muela es la obra de la ley, mas, porque una parte de los judíos, así como creyó por los apóstoles, ha de creer también por Elías y ha de ser justificada por la fe; por eso, una parte será tomada por la misma fe, a causa de sus buenas obras, y la otra será dejada en el trabajo infructuoso de la ley, moliendo en vano, y no amasará el pan del manjar celestial.


+Catecismo de la Iglesia  

2612: En Jesús «el Reino de Dios está próximo», llama a la conversión y a la fe pero también a la vigilancia. En la oración, el discípulo espera atento a Aquel que «es y que viene», en el recuerdo de su primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria. En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como no se cae en la tentación.

2730: Mirado positivamente, el combate contra el yo posesivo y dominador consiste en la vigilancia. Cuando Jesús insiste en la vigilancia, es siempre en relación a Él, a su Venida, al último día y al «hoy». El esposo viene en mitad de la noche; la luz que no debe apagarse es la de la fe: «Dice de ti mi corazón: busca su rostro» (Sal 27,8).

2849: Pues bien, este combate [contra la tentación] y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio y en el último combate de su agonía. En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya. La vigilancia es «guarda del corazón», y Jesús pide al Padre que «nos guarde en su Nombre» (Jn 17,11). El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia. Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela» (Ap 16,15).

1817: La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los Cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. «Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa» (Heb 10,23).

1818: La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los Cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

1821: Podemos, por tanto, esperar la gloria del Cielo prometida por Dios a los que le aman y hacen su voluntad. En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, «perseverar hasta el fin» (ver Mt 10,22) y obtener el gozo del Cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que «todos los hombres se salven» (1Tim 2,4). Espera estar en la gloria del Cielo unida a Cristo, su esposo:

Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin (Sta. Teresa de Jesús).


+Pontífices

S. S. Francisco

(1 de Diciembre de 2013)

Comenzamos hoy, Primer Domingo de Adviento, un nuevo año litúrgico, es decir un nuevo camino del Pueblo de Dios con Jesucristo, nuestro Pastor, que nos guía en la historia hacia el cumplimiento del Reino de Dios. Por esto este día tiene un atractivo especial, nos hace experimentar un sentimiento profundo del sentido de la historia. Redescubrimos la belleza de estar todos en camino: la Iglesia, con su vocación y misión, y la humanidad entera está en camino, los pueblos, las civilizaciones, las culturas, todos en camino a través de los senderos del tiempo.

Pero ¿en camino hacia dónde? ¿Hay una meta común? ¿Y cuál es esta meta? El Señor nos responde a través del profeta Isaías. Y dice así: “Sucederá en días futuros que el templo del Señor será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: ‘Vengan, subamos al monte del Señor, al templo del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos’”. (2, 2-3).

Esto es lo que dice Isaías sobre la meta hacia la que vamos. Es una peregrinación universal hacia una meta común, que en el Antiguo Testamento es Jerusalén, donde surge el templo del Señor, porque desde allí, de Jerusalén, ha venido la revelación del rostro de Dios y de su ley. La revelación ha encontrado en Jesucristo su cumplimiento, es el “templo del Señor”, Jesucristo. Él mismo se ha vuelto el templo, el Verbo hecho carne: es Él la guía y al mismo tiempo la meta de nuestra peregrinación, de la peregrinación de todo el Pueblo de Dios; y a su luz también los demás pueblos pueden caminar hacia el Reino de la justicia y hacia el Reino de la paz. Dice además el profeta: “Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra” (2, 4).

Me permito de repetir esto que dice el profeta, escuchen bien: “Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra”. ¿Pero cuándo sucederá esto? Qué hermoso día será ese en el que las armas sean desarmadas, para ser transformadas en instrumentos de trabajo. ¡Qué hermoso día será éste! Y esto es posible. Apostemos a la esperanza. La esperanza de una paz. Y será posible.

Este camino no ha concluido. Como en la vida de cada uno de nosotros siempre hay necesidad de volver a partir, de volver a levantarse, de volver a encontrar el sentido de la meta de la propia existencia, de la misma manera para la gran familia humana es necesario renovar siempre el horizonte común hacia el cual estamos encaminados. ¡El horizonte de la esperanza! Ese es el horizonte para hacer un buen camino. El tiempo de Adviento, que hoy de nuevo comenzamos, nos devuelve el horizonte de la esperanza, una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios. ¡Una esperanza que no decepciona sencillamente porque el Señor no decepciona jamás! Él es fiel, Él no decepciona. ¡Pensemos y sintamos esta belleza!

El modelo de esta actitud espiritual, de este modo de ser y de caminar en la vida, es la Virgen María. ¡Una sencilla muchacha de pueblo, que lleva en su corazón toda la esperanza de Dios! En su seno, la esperanza de Dios ha tomado carne, se ha hecho hombre, se ha hecho historia: Jesucristo. Su Magníficat es el cántico del Pueblo de Dios en camino, y de todos los hombres y las mujeres que esperan en Dios, en el poder de su misericordia. Dejémonos guiar por Ella, que es Madre, es mamá, y sabe cómo guiarnos. Dejémonos guiar por Ella en este tiempo de espera y de vigilancia activa.

Benedicto XVI

(Vísperas, 1 de Diciembre de 2007)

El Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza. Cada año, esta actitud fundamental del espíritu se renueva en el corazón de los cristianos que, mientras se preparan para celebrar la gran fiesta del nacimiento de Cristo Salvador, reavivan la esperanza de su vuelta gloriosa al final de los tiempos. La primera parte del Adviento insiste precisamente en la parusía, la última venida del Señor. Las antífonas de estas primeras Vísperas, con diversos matices, están orientadas hacia esa perspectiva. La lectura breve, tomada de la primera carta de san Pablo a los Tesalonicenses (1 Ts 5, 23-24) hace referencia explícita a la venida final de Cristo, usando precisamente el término griego parusía (v. 23). El Apóstol exhorta a los cristianos a ser irreprensibles, pero sobre todo los anima a confiar en Dios, que es «fiel» (v. 24) y no dejará de realizar la santificación en quienes correspondan a su gracia.

Toda esta liturgia vespertina invita a la esperanza, indicando en el horizonte de la historia la luz del Salvador que viene: «Aquel día brillará una gran luz» (segunda antífona); «vendrá el Señor con toda su gloria» (tercera antífona); «su resplandor ilumina toda la tierra» (antífona del Magníficat). Esta luz, que proviene del futuro de Dios, ya se ha manifestado en la plenitud de los tiempos. Por eso nuestra esperanza no carece de fundamento, sino que se apoya en un acontecimiento que se sitúa en la historia y, al mismo tiempo, supera la historia: el acontecimiento constituido por Jesús de Nazaret. El evangelista san Juan aplica a Jesús el título de «luz»: es un título que pertenece a Dios. En efecto, en el Credo profesamos que Jesucristo es «Dios de Dios, Luz de Luz».

Al tema de la esperanza he dedicado mi segunda encíclica,…Me alegra entregarla idealmente a toda la Iglesia en este primer domingo de Adviento a fin de que, durante la preparación para la santa Navidad, tanto las comunidades como los fieles individualmente puedan leerla y meditarla, de modo que redescubran la belleza y la profundidad de la esperanza cristiana. En efecto, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su encarnación, con su vida terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y resurrección.

La esperanza verdadera y segura está fundamentada en la fe en Dios Amor, Padre misericordioso, que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16), para que los hombres, y con ellos todas las criaturas, puedan tener vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Por tanto, el Adviento es tiempo favorable para redescubrir una esperanza no vaga e ilusoria, sino cierta y fiable, por estar «anclada» en Cristo, Dios hecho hombre, roca de nuestra salvación.

Como se puede apreciar en el Nuevo Testamento y en especial en las cartas de los Apóstoles, desde el inicio una nueva esperanza distinguió a los cristianos de las personas que vivían la religiosidad pagana. San Pablo, en su carta a los Efesios, les recuerda que, antes de abrazar la fe en Cristo, estaban «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2, 12). Esta expresión resulta sumamente actual para el paganismo de nuestros días: podemos referirla en particular al nihilismo contemporáneo, que corroe la esperanza en el corazón del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de él y en torno a él reina la nada: nada antes del nacimiento y nada después de la muerte.

En realidad, si falta Dios, falla la esperanza. Todo pierde sentido. Es como si faltara la dimensión de profundidad y todas las cosas se oscurecieran, privadas de su valor simbólico; como si no «destacaran» de la mera materialidad. Está en juego la relación entre la existencia aquí y ahora y lo que llamamos el «más allá». El más allá no es un lugar donde acabaremos después de la muerte, sino la realidad de Dios, la plenitud de vida a la que todo ser humano, por decirlo así, tiende. A esta espera del hombre Dios ha respondido en Cristo con el don de la esperanza.

El hombre es la única criatura libre de decir sí o no a la eternidad, o sea, a Dios. El ser humano puede apagar en sí mismo la esperanza eliminando a Dios de su vida. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede acontecer que la criatura «hecha para Dios», íntimamente orientada a él, la más cercana al Eterno, pueda privarse de esta riqueza?

Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su verdadero rostro; por eso no cesa de llamar a nuestra puerta, como humilde peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo tiempo a la humanidad precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo. Este es también el sentido de un nuevo año litúrgico que comienza: es un don de Dios, el cual quiere revelarse de nuevo en el misterio de Cristo, mediante la Palabra y los sacramentos.

Mediante la Iglesia quiere hablar a la humanidad y salvar a los hombres de hoy. Y lo hace saliendo a su encuentro, para «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). Desde esta perspectiva, la celebración del Adviento es la respuesta de la Iglesia Esposa a la iniciativa continua de Dios Esposo, «que es, que era y que viene» (Ap 1, 8). A la humanidad, que ya no tiene tiempo para él, Dios le ofrece otro tiempo, un nuevo espacio para volver a entrar en sí misma, para ponerse de nuevo en camino, para volver a encontrar el sentido de la esperanza.

He aquí el descubrimiento sorprendente: mi esperanza, nuestra esperanza, está precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a nosotros. Sí, Dios nos ama y precisamente por eso espera que volvamos a él, que abramos nuestro corazón a su amor, que pongamos nuestra mano en la suya y recordemos que somos sus hijos.

Esta espera de Dios precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor nos abraza siempre primero (cf. 1 Jn 4, 10). En este sentido, la esperanza cristiana se llama «teologal»: Dios es su fuente, su apoyo y su término. ¡Qué gran consuelo nos da este misterio! Mi Creador ha puesto en mi espíritu un reflejo de su deseo de vida para todos. Cada hombre está llamado a esperar correspondiendo a lo que Dios espera de él. Por lo demás, la experiencia nos demuestra que eso es precisamente así. ¿Qué es lo que impulsa al mundo sino la confianza que Dios tiene en el hombre? Es una confianza que se refleja en el corazón de los pequeños, de los humildes, cuando a través de las dificultades y las pruebas se esfuerzan cada día por obrar de la mejor forma posible, por realizar un bien que parece pequeño, pero que a los ojos de Dios es muy grande: en la familia, en el lugar de trabajo, en la escuela, en los diversos ámbitos de la sociedad. La esperanza está indeleblemente escrita en el corazón del hombre, porque Dios nuestro Padre es vida, y estamos hechos para la vida eterna y bienaventurada.

Todo niño que nace es signo de la confianza de Dios en el hombre y es una confirmación, al menos implícita, de la esperanza que el hombre alberga en un futuro abierto a la eternidad de Dios. A esta esperanza del hombre respondió Dios naciendo en el tiempo como un ser humano pequeño. San Agustín escribió: «De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos podido juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros» (Confesiones X, 43, 69, citado en Spe salvi, 29).

Dejémonos guiar ahora por Aquella que llevó en su corazón y en su seno al Verbo encarnado. ¡Oh María, Virgen de la espera y Madre de la esperanza, reaviva en toda la Iglesia el espíritu del Adviento, para que la humanidad entera se vuelva a poner en camino hacia Belén, donde vino y de nuevo vendrá a visitarnos el Sol que nace de lo alto (cf. Lc 1, 78), Cristo nuestro Dios! Amén.


+Santos

San Elredo de Rieval, monje cisterciense 

(Sermón PL 195, 363; PL 184, 818)

Este tiempo de Adviento representa las dos venidas de nuestro Señor: primeramente la dulcísima venida del «más bello de los hijos de los hombres» (Sl 44,3), del «Deseado de todas las naciones» (Ag 2,8 Vulg), que manifestó visiblemente a este mundo su presencia en la carne largo tiempo esperada y ardientemente deseada por todos los santos padres: la venida en la cual vino al mundo para salvar a los pecadores. Este tiempo nos recuerda también la venida que esperamos con firme esperanza y que debemos a menudo traer con lágrimas a la memoria, la que tendrá lugar cuando el mismo Señor vendrá visiblemente en la gloria…: es decir, el día del juicio cuando vendrá visiblemente para juzgar. La primera venida la conocieron muy pocos hombres; en la segunda se manifestará a los justos y a los pecadores tal como lo anuncia el Profeta: «Y toda carne verá la salvación de Dios» (Is 40,5; Lc 3,6)…

Sigamos pues, hermanos muy amados, los ejemplos de los santos padres, vivamos de nuevo su deseo y abrasemos nuestros espíritus del amor y el deseo de Cristo. Sabéis bien que la celebración de este tiempo fue instituida para renovar en nosotros ese deseo que los antiguos Padres tenían de la primera venida del Señor y, con su ejemplo, aprendamos a desear también su retorno. Pensemos en todo el bien que, para nosotros, el Señor llevó a cabo en su primera venida; ¡cuánto mayor aún será lo que llevará a cabo cuando vuelva! Este pensamiento nos ayudará a amar todavía más su venida pasada y desear todavía más su retorno…

Si queremos estar en paz cuando venga, esforcémonos por acoger con fe y amor su primera venida. Mantengámonos fieles en el cumplimiento de las obras que entonces nos manifestó y enseñó. Abriguemos en nuestros corazones el amor del Señor, y a través del amor, el deseo para que, cuando venga el Deseado de las naciones, podamos, con toda confianza, tener los ojos fijos en él.

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