El no era la luz, sino el testigo de la luz.


Yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia


Domingo III Adviento Ciclo B


+Santo Evangelio

Evangelio según San Juan 1,6-8.19-28. 

Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. 

Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. 

El no era la luz, sino el testigo de la luz. 

Este es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: «¿Quién eres tú?». 

El confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: «Yo no soy el Mesías». 

«¿Quién eres, entonces?», le preguntaron: «¿Eres Elías?». Juan dijo: «No». «¿Eres el Profeta?». «Tampoco», respondió. 

Ellos insistieron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?». 

Y él les dijo: «Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías». 

Algunos de los enviados eran fariseos,  y volvieron a preguntarle: «¿Por qué bautizas, entonces, si tu no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?». 

Juan respondió: «Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia». 

Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba. 


+Padres de la Iglesia:


San Agustín

Todos podemos comprender la palabra, no sólo antes que suene, sino también antes que sus imágenes se agiten en nuestro pensamiento. Aquí se puede ver ya, como en espejo y enigma, alguna semejanza del Verbo, de quien se ha dicho: «En el principio era el Verbo». Es necesario, pues, que cuando hablemos lo que sabemos, nazca la palabra del mismo conocimiento que tenemos en la memoria; porque la palabra debe ser, absolutamente, de la misma naturaleza que el conocimiento de donde nace. El pensamiento formado de la cosa que ya conocemos, es la palabra que aprendemos en nuestro interior; lo cual no es griego, ni latín, ni lengua alguna. Pero cuando hemos de comunicar a otros esta palabra interior, tenemos necesidad de algún signo que la exprese.

Por tanto, el Verbo de Dios, Hijo Unigénito del Padre, es en todo semejante e igual al Padre; es lo mismo que el Padre, pero no es el Padre, porque Este es el Hijo y Aquél el Padre. Y por esto conoce todas las cosas que conoce el Padre; y si le es propio conocer al Padre, ¿no conocerá lo que es? El conocer y el ser son ahí una misma cosa. Por esta razón, así como no es propio del Padre proceder del Hijo, tampoco su conocimiento procede del Hijo. Por eso, como pronunciándose a sí mismo, el Padre engendró al Verbo igual en todo a sí, y no se hubiera pronunciado a sí mismo de una manera completa y perfecta si hubiera algo mayor o menor en su Verbo de lo que hay en El. Pero aunque sea nuestro verbo interior de alguna manera semejante a Aquél, no cesemos de observar cuán diferente es a la vez.

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Orígenes

Algunos se esfuerzan en desaprobar los testimonios de los profetas, respecto de Jesucristo, diciendo que el Hijo de Dios no necesita de testimonios, porque tiene en sí suficientes motivos para hacer creer, tanto por sus saludables palabras como por sus milagros. Y el mismo Moisés mereció ser creído por su palabra y sus milagros, no necesitando de otros testimonios. Responderemos a esto que, existiendo muchas causas para creer, los que no se mueven por una demostración, se admiran por otra. Y puede Dios dar muchas pruebas también a los hombres, para que crean en El, que se ha hecho hombre por todos los hombres. Consta, además, que algunos se han visto obligados a admirar a Jesucristo por los testimonios de los profetas, asombrándose de que fueran tantos los que anunciaron con su voz, antes de su venida, el lugar de su nacimiento y otras cosas por el estilo. También debe advertirse, que las prodigiosas virtudes de Jesucristo podían impulsar a creer a los que vivían en su tiempo, pero no del mismo modo hubiesen podido ser atraídos a la misma fe si hubieran vivido después de mucho tiempo. Porque entonces hubiesen podido considerar como fábula lo que acerca de ello se les refiriese. Porque cuando los milagros han pasado, alienta más la fe su consonancia con las profecías. También es preciso decir que algunos han sido honrados por este testimonio dado a Dios. Quiere, pues, privar al coro de los profetas de una gran gloria el que dice que no convenía que ellos diesen testimonio de Jesucristo. Y a éstos debe agregarse San Juan, que da testimonio de la luz.

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San Gregorio

De estas palabras se suscita cierta cuestión harto compleja. Porque en otro lugar, preguntado el Señor por sus discípulos acerca de la venida de Elías, les respondió: «Si queréis saberlo, el mismo Juan es Elías» (Mt 11,14). Mas preguntado San Juan, contesta: «Yo no soy Elías». ¿Cómo es el profeta de la verdad, si no está conforme con la explicación de la misma Verdad?

Mas si se busca la verdad diligentemente, se encontrará que lo que parece contrario entre sí no lo es. El ángel había dicho a Zacarías respecto a San Juan: «El marchará delante del Cristo con el espíritu y la virtud de Elías» ( Lc 1,17). Porque así como Elías precederá a la segunda venida del Señor, así San Juan le precede en la primera. Y así como aquél vendrá como precursor del juez, así éste viene como precursor del Salvador. San Juan, por lo tanto, era Elías en espíritu, aun cuando no estaba en la persona de Elías. Y lo que afirma el Señor del espíritu, San Juan lo niega respecto de la persona, siendo muy justo que el Salvador, al dirigirse a sus discípulos para hablarles de San Juan, adoptase el sentido espiritual y que San Juan, que respondía a las muchedumbres carnales, hablase no del espíritu, sino del cuerpo.

San Juan clamaba en el desierto, porque anunciaba el consuelo del Redentor a Judea, que estaba como abandonada y desierta.

El camino del Señor es enderezado hacia el corazón cuando se oye con humildad la palabra de la verdad. El camino del Señor es enderezado al corazón cuando se prepara la vida al cumplimiento de su ley.


+Catecismo


522: La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la «Primera Alianza» (Heb 9,15), todo lo hace converger hacia Cristo; anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel. Además, despierta en el corazón de los paganos una espera, aún confusa, de esta venida.

523: S. Juan Bautista es el precursor inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino. «Profeta del Altísimo» (Lc 1,76), sobrepasa a todos los profetas, de los que es el último, e inaugura el Evangelio, desde el seno de su madre saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser «el amigo del esposo» (Jn 3,29) a quien señala como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Precediendo a Jesús «con el espíritu y el poder de Elías» (Lc 1,17), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio.

524: Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda Venida. Celebrando la natividad y el martirio del Precursor, la Iglesia se une al deseo de éste: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30).

535: (…) Juan proclamaba «un bautismo de conversión para el perdón de los pecados» (Lc 3,3). Una multitud de pecadores, publicanos y soldados, fariseos y saduceos y prostitutas viene a hacerse bautizar por él. (…)


+Pontífices


Papa Francisco

Hoy es el tercer domingo de Adviento, llamado también domingo de Gaudete, es decir, domingo de la alegría. En la liturgia resuena repetidas veces la invitación a gozar, a alegrarse. ¿Por qué? Porque el Señor está cerca. La Navidad está cercana. El mensaje cristiano se llama «Evangelio», es decir, «buena noticia», un anuncio de alegría para todo el pueblo; la Iglesia no es un refugio para gente triste, la Iglesia es la casa de la alegría. Y quienes están tristes encuentran en ella la alegría, encuentran en ella la verdadera alegría.

Pero la alegría del Evangelio no es una alegría cualquiera. Encuentra su razón de ser en el saberse acogidos y amados por Dios. Como nos recuerda hoy el profeta Isaías (cf. 35, 1-6a.8a.10), Dios es Aquél que viene a salvarnos, y socorre especialmente a los extraviados de corazón. Su venida en medio de nosotros fortalece, da firmeza, dona valor, hace exultar y florecer el desierto y la estepa, es decir, nuestra vida, cuando se vuelve árida. ¿Cuándo llega a ser árida nuestra vida? Cuando no tiene el agua de la Palabra de Dios y de su Espíritu de amor. Por más grandes que sean nuestros límites y nuestros extravíos, no se nos permite ser débiles y vacilantes ante las dificultades y ante nuestras debilidades mismas. Al contrario, estamos invitados a robustecer las manos, a fortalecer las rodillas, a tener valor y a no temer, porque nuestro Dios nos muestra siempre la grandeza de su misericordia. Él nos da la fuerza para seguir adelante. Él está siempre con nosotros para ayudarnos a seguir adelante. Es un Dios que nos quiere mucho, nos ama y por ello está con nosotros, para ayudarnos, para robustecernos y seguir adelante. ¡Ánimo! ¡Siempre adelante! Gracias a su ayuda podemos siempre recomenzar de nuevo. ¿Cómo? ¿Recomenzar desde el inicio? Alguien puede decirme: «No, Padre, yo he hecho muchas cosas… Soy un gran pecador, una gran pecadora… No puedo recomenzar desde el inicio». ¡Te equivocas! Tú puedes recomenzar de nuevo. ¿Por qué? Porque Él te espera, Él está cerca de ti, Él te ama, Él es misericordioso, Él te perdona, Él te da la fuerza para recomenzar de nuevo. ¡A todos! Entonces somos capaces de volver a abrir los ojos, de superar tristeza y llanto y entonar un canto nuevo. Esta alegría verdadera permanece también en la prueba, incluso en el sufrimiento, porque no es una alegría superficial, sino que desciende en lo profundo de la persona que se fía de Dios y confía en Él.

La alegría cristiana, al igual que la esperanza, tiene su fundamento en la fidelidad de Dios, en la certeza de que Él mantiene siempre sus promesas. El profeta Isaías exhorta a quienes se equivocaron de camino y están desalentados a confiar en la fidelidad del Señor, porque su salvación no tardará en irrumpir en su vida. Quienes han encontrado a Jesús a lo largo del camino, experimentan en el corazón una serenidad y una alegría de la que nada ni nadie puede privarles. Nuestra alegría es Jesucristo, su amor fiel e inagotable. Por ello, cuando un cristiano llega a estar triste, quiere decir que se ha alejado de Jesús. Entonces, no hay que dejarle solo. Debemos rezar por él, y hacerle sentir el calor de la comunidad.

Que la Virgen María nos ayude a apresurar el paso hacia Belén, para encontrar al Niño que nació por nosotros, por la salvación y la alegría de todos los hombres. A ella le dice el Ángel: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). Que ella nos conceda vivir la alegría del Evangelio en la familia, en el trabajo, en la parroquia y en cada ambiente. Una alegría íntima, hecha de asombro y ternura. La alegría que experimenta la mamá cuando contempla a su niño recién nacido, y siente que es un don de Dios, un milagro por el cual sólo se puede agradecer. (15 de diciembre de 2013)

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Benedicto XVI

Este domingo, tercero del tiempo de Adviento, se llama domingo «Gaudete», «estad alegres», porque la antífona de entrada de la santa misa retoma una expresión de san Pablo en la carta a los Filipenses, que dice así:  «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito:  estad alegres». E inmediatamente después añade el motivo:  «El Señor está cerca» (Flp 4, 4-5). Esta es la razón de nuestra alegría. Pero ¿qué significa que «el Señor está cerca»? ¿En qué sentido debemos entender esta «cercanía» de Dios?

El apóstol san Pablo, al escribir a los cristianos de Filipos, piensa evidentemente en la vuelta de Cristo, y los invita a alegrarse porque es segura. Sin embargo, el mismo san Pablo, en su carta a los Tesalonicenses, advierte que nadie puede conocer el momento de la venida del Señor (cf. 1 Ts 5, 1-2), y pone en guardia contra cualquier alarmismo, como si la vuelta de Cristo fuera inminente (cf. 2 Ts 2, 1-2). Así, ya entonces, la Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo, comprendía cada vez mejor que la «cercanía» de Dios no es una cuestión de espacio y de tiempo, sino más bien una cuestión de amor:  el amor acerca. La próxima Navidad nos recordará esta verdad fundamental de nuestra fe y, ante el belén, podremos gustar la alegría cristiana, contemplando en Jesús recién nacido el rostro de Dios que por amor se acercó a nosotros.

A esta luz, para mí es un verdadero placer renovar la hermosa tradición de la bendición de las estatuillas del Niño Jesús que se pondrán en el belén. Me dirijo en particular a vosotros, queridos muchachos y muchachas de Roma, que habéis venido esta mañana con vuestras estatuillas del Niño Jesús, que ahora bendigo. Os invito a uniros a mí siguiendo atentamente esta oración: 

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Dios, Padre nuestro, 

tú has amado tanto a los hombres 

que nos has mandado a tu Hijo único Jesús, 

nacido de la Virgen María, 

para salvarnos y guiarnos de nuevo a ti.

Te pedimos que, con tu bendición, 

estas imágenes de Jesús, 

que está a punto de venir a nosotros, 

sean en nuestros hogares 

signo de tu presencia y de tu amor.

Padre bueno, 

bendícenos también a nosotros, 

a nuestros padres, 

a nuestras familias y a nuestros amigos.

Abre nuestro corazón, 

para que recibamos a Jesús con alegría, 

para que hagamos siempre lo que él nos pide 

y lo veamos en todos 

los que necesitan nuestro amor.

Te lo pedimos en nombre de Jesús, 

tu Hijo amado, 

que viene para dar al mundo la paz.

Él vive y reina por los siglos de los siglos. 

Amén. (14 de Diciembre del 2008)


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