Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males


Domingo V Tiempo Ordinario Ciclo B

+Santo Evangelio
Evangelio según Evangelio según San Marcos 1,29-39. 

Jesús salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. 

La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. 

El se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos. 

Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta. 

Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él. 

Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando. 

Simón salió a buscarlo con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron: «Todos te andan buscando». 

El les respondió: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido». 

Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios. 


+Meditación:
San Beda

La frecuencia con que reparte sus dones de medicina y doctrina, principalmente los sábados, enseña que El no está bajo la ley, sino sobre ella, y que no ha elegido el sábado judío, sino el verdadero sábado. El descanso es querido por el Señor, si atendiendo a la salvación de las almas nos abstenemos de obras serviles, esto es, de todas las ilícitas. «Y en el momento, prosigue, se le quitó la calentura». La salud que se da por mandato del Señor vuelve toda a la vez y acompañada de tanta fuerza, que basta para que pueda ponerse a servir a los que la asistían. Si dijéremos que el varón librado del demonio significa el ánimo purificado moralmente de todo pensamiento inmundo, habremos de decir que la mujer curada de la fiebre a la voz del Señor significa la carne preservada del fuego de la concupiscencia por los preceptos de la continencia.

San Agustín

Dios no hubiera podido hacer a los hombres un don más grande que su Verbo, su Palabra, por quien creó todas las cosas. Le hizo el jefe de todos, es decir, su cabeza, e hizo de ellos sus miembros (Ef 5, 23.30), para que sea al mismo tiempo Hijo de Dios e Hijo del hombre: un solo Dios con el Padre, un solo hombre con los hombres. Nos ha hecho este don para que hablando a Dios en la oración nunca separemos de él a su Hijo, y para que el cuerpo del Hijo, al orar, no se separe de su jefe; para que Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, sea el único salvador de su cuerpo, y al mismo tiempo el que ora por nosotros, ora en nosotros y es orado por nosotros. 

Ora por nosotros como sacerdote, ora en nosotros como jefe, la cabeza del cuerpo, es orado por nosotros como a nuestro Dios. Reconozcamos, pues, en él nuestras palabras y sus palabras en nosotros. No ha dudado en absoluto, unirse con nosotros. Toda la creación le está sujeta porque toda la creación fue creada por él: «En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho» (Jn 1,1s). Pero si más adelante, en las Escrituras escuchamos la voz del mismo Cristo gimiendo, orando, reconociendo, no dudemos en atribuirle también estas palabras. Que contemplemos a aquel que «a pesar de su condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios tomó la condición de esclavo actuando como un hombre cualquiera, se rebajo hasta someterse a la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2,6s). Que, suspendido en la cruz, le escuchemos hacer suya la oración de un salmo. Oramos a Cristo en su condición de Dios, y él ora en su condición de siervo; por un lado, el Creador, por el otro, un hombre unido a la creación, formando un solo hombre con nosotros –la cabeza y el cuerpo-. Nosotros le oramos, y oramos por él y en él.San Juan Crisóstomo

«Los fariseos, ante la elocuencia de los milagros, se escandalizaban del poder de Cristo; mas los pueblos, que oían la divina palabra, se conformaban con ella y seguían a Jesús».

Al decir “para esto he venido” «manifiesta el misterio de la Encarnación y el señorío de su divinidad confirmando que había venido al mundo por su voluntad. Y San Lucas dice: “Para esto soy enviado” (Lc 4,43), manifestando la buena voluntad de Dios Padre sobre la disposición de la Encarnación del Hijo».

San Jerónimo

¡Ojalá venga y entre el Señor en nuestra casa y con un mandato suyo cure las fiebres de nuestros pecados! Porque todos nosotros tenemos fiebre. Tengo fiebre, por ejemplo, cuando me dejo llevar por la ira. Existen tantas fiebres como vicios. Por ello, pidamos a los apóstoles que intercedan ante Jesús, para que venga a nosotros y nos tome de la mano, pues si él toma nuestra mano, la fiebre huye al instante. El es un médico egregio, el verdadero protomédico. Médico fue Moisés, médico Isaías, médicos todos los santos, mas éste es el protomédico. Sabe tocar sabiamente las venas y escrutar los secretos de las enfermedades. No toca el oído, no toca la frente, no toca ninguna otra parte del cuerpo, sino la mano. Tenía la fiebre, porque no poseía obras buenas. En primer lugar, por tanto, hay que sanar las obras, y luego quitar la fiebre. No puede huir la fiebre, si no son sanadas las obras. Cuando nuestra mano posee obras malas, yacemos en el lecho, sin podernos levantar, sin poder andar, pues estamos sumidos totalmente en la enfermedad. 

Y acercándose a aquella, que estaba enferma… Ella misma no pudo levantarse, pues yacía en el lecho, y no pudo, por tanto, salirle al encuentro al que venía. Mas, este médico misericordioso acude él mismo junto al lecho; el que había llevado sobre sus hombros a la ovejita enferma, él mismo va junto al lecho. «Y acercándose… » Encima se acerca, y lo hace además para curarla. «Y acercándose… » Fíjate en lo que dice. Es como decir: hubieras debido salirme al encuentro, llegarte a la puerta, y recibirme, para que tu salud no fuera sólo obra de mi misericordia, sino también de tu voluntad. Pero, ya que te encuentras oprimida por la magnitud de las fiebres y no puedes levantarte, yo mismo vengo. Y acercándose, la levantó. Ya que ella misma no podía levantarse, es tomada por el Señor. Y la levantó, tomándola de la mano. La tomó precisamente de la mano. También Pedro, cuando peligraba en el mar y se hundía, fue cogido de la mano y levantado. «Y la levantó tomándola de la mano». Con su mano tomó el Señor la mano de ella. ¡Oh feliz amistad, oh hermosa caricia! La levantó tomándola de la mano: con su mano sanó la mano de ella. Cogió su mano como un médico, le tomó el pulso, comprobó la magnitud de las fiebres, él mismo, que es médico y medicina al mismo tiempo. 

La toca Jesús y huye la fiebre. Que toque también nuestra mano, para que sean purificadas nuestras obras, que entre en nuestra casa: levantémonos por fin del lecho, no permanezcamos tumbados. Está Jesús de pie ante nuestro lecho, ¿y nosotros yacemos? Levantémonos y estemos de pie: es para nosotros una vergüenza que estemos acostados ante Jesús. Alguien podrá decir: ¿dónde está Jesús? Jesús está ahora aquí. «En medio de vosotros—dice el Evangelio—está uno a quien no conocéis». «El reino de Dios está entre vosotros». Creamos y veamos que Jesús está presente. Si no podemos tocar su mano, postrémonos a sus pies. Si no podemos llegar a su cabeza, al menos lavemos sus pies con nuestras lágrimas. Nuestra penitencia es ungüento del Salvador. Mira cuán grande es su misericordia. Nuestros pecados huelen, son podredumbre y, sin embargo, si hacemos penitencia por los pecados, si los lloramos, nuestros pútridos pecados se convierten en ungüento del Señor. Pidamos, por tanto, al Señor que nos tome de la mano. 


+Catecismo

2599; ver. 2601: El Hijo de Dios hecho hombre aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. Y lo hizo de su madre que conservaba todas las “maravillas” del Omnipotente y las meditaba en su corazón. Lo aprende en las palabras y en los ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo. Pero su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo deja presentir a la edad de los doce años: “Yo debía estar en las cosas de mi Padre” (Lc 2,49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los tiempos: la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con y para los hombres.

2607: Cuando Jesús ora, ya nos enseña a orar. El camino teologal de nuestra oración es su oración a su Padre. Pero el Evangelio nos entrega una enseñanza explícita de Jesús sobre la oración. Como un pedagogo, nos toma donde estamos y, progresivamente, nos conduce al Padre. Dirigiéndose a las multitudes que le siguen, Jesús comienza con lo que ellas ya saben de la oración por la Antigua Alianza y las prepara para la novedad del Reino que está viniendo. Después les revela en parábolas esta novedad. Por último, a sus discípulos que deberán ser los pedagogos de la oración en su Iglesia, les hablará abiertamente del Padre y del Espíritu Santo.

606: El Hijo de Dios «bajado del Cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado» (Jn 6, 38), «al entrar en este mundo, dice: … He aquí que vengo… para hacer, oh Dios, tu voluntad… En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero» (1Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31).

763: Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ése es el motivo de su «misión». «El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras». Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los Cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo «presente ya en misterio».

1: Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada.

2: Para que esta llamada resuene en toda la tierra, Cristo envió a los Apóstoles que había escogido, dándoles el mandato de anunciar el Evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20). Fortalecidos con esta misión, los Apóstoles «salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Mc 16, 20).

858: Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que Él quiso, y vinieron donde Él. Instituyó Doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus «enviados» [es lo que significa la palabra griega «apostoloi»]. En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe», dice a los Doce (Mt 10, 40).

859: Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta» (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los Apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza» (2Cor 3, 6), «ministros de Dios» (2Cor 6, 4), «embajadores de Cristo» (2Cor 5, 20), «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1Cor 4, 1).


+Pontífices
Papa Francisco

No existe sólo el sufrimiento físico; hoy, una de las patologías más frecuentes son las que afectan al espíritu. Es un sufrimiento que afecta al animo y hace que esté triste porque está privado de amor. Cuando se experimenta la desilusión o la traición en las relaciones importantes, entonces descubrimos nuestra vulnerabilidad, debilidad y desprotección. La tentación de replegarse sobre sí mismo llega a ser muy fuerte, y se puede hasta perder la oportunidad de la vida: amar a pesar de todo.     

La felicidad que cada uno desea, por otra parte, puede tener muchos rostros, pero sólo puede alcanzarse si somos capaces de amar. Es siempre una cuestión de amor, no hay otro camino. El verdadero desafío es el de amar más. Cuantas personas discapacitadas y que sufren se abren de nuevo a la vida apenas sienten que son amadas. Y cuanto amor puede brotar de un corazón aunque sea sólo a causa de una sonrisa. En tal caso la fragilidad misma puede convertirse en alivio y apoyo en nuestra soledad. Jesús, en su pasión, nos ha amado hasta el final (cf. Jn 13,1); en la cruz ha revelado el Amor que se da sin limites. ¿Qué podemos reprochar a Dios por nuestras enfermedades y sufrimiento que no este ya impreso en el rostro de su Hijo crucificado? A su dolor físico se agrega la afrenta, la marginación y la compasión, mientras él responde con la misericordia que a todos acoge y perdona: «Por sus heridas fuimos sanados» (Is 53,5; 1 P 2,24). Jesús es el médico que cura con la medicina del amor, porque toma sobre sí nuestro sufrimiento y lo redime. Nosotros sabemos que Dios comprende nuestra enfermedad, porque él mismo la ha experimentado en primera persona (cf. Hb 4,5).

El modo en que vivimos la enfermedad y la discapacidad es signo del amor que estamos dispuestos a ofrecer. El modo en que afrontamos el sufrimiento y la limitación es el criterio de nuestra libertad de dar sentido a las experiencias de la vida, aun cuando nos parezcan absurdas e inmerecidas. No nos dejemos turbar, por tanto, de estás tribulaciones (cf. 1 Tm 3,3). Sepamos que en la debilidad podemos ser fuertes (cf. 2 o 12,10), y recibiremos la gracia de completar lo que falta en nosotros al sufrimiento de Cristo, en favor de la Iglesia, su cuerpo (cf. Col 1,24); un cuerpo que, a imagen de aquel del Señor resucitado, conserva las heridas, signo del duro combate, pero son heridas transfiguradas para siempre por el amor.

(12 de junio de 2016)

Benedicto XVI

[…] Os dirijo un saludo particular a vosotros, hermanos y hermanas que soportáis el peso de la enfermedad y el sufrimiento. Sabéis que no estáis solos en vuestro dolor, porque Cristo mismo es solidario con los que sufren. Él revela a quienes padecen el lugar que tienen en el corazón de Dios y en la sociedad. El evangelista Marcos nos ofrece como ejemplo la curación de la suegra de Pedro. Dice que le hablan a Jesús de la enferma sin más preámbulos, y «Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó» (Mc 1,30-31). En este pasaje del Evangelio, vemos a Jesús pasar un día con los enfermos para confortarlos. Así, con gestos concretos, nos manifiesta su ternura y bondad para con todos los que tienen el corazón roto y el cuerpo herido. 

[…] Ante el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, el hombre tiene la tentación de gritar a causa del dolor, como hizo Job, cuyo nombre significa «el que sufre» (cf. Gregorio Magno, Moralia in Job, I, 1,15). Jesús mismo gritó poco antes de morir (cf. Mc 15,37 He 5,7). Cuando nuestra condición se deteriora, aumenta la ansiedad; a algunos les viene la tentación de dudar de la presencia de Dios en su vida. Por el contrario, Job es consciente de que Dios está presente en su existencia; su grito no es de rebelión, sino que, desde lo más hondo de su desventura, hace asomar su confianza (cf. Jb 19 Jb 42,2-6). Sus amigos, como todos nosotros ante el sufrimiento de un ser querido, tratan de consolarlo, pero utilizan palabras vanas. 

Ante la presencia de sufrimientos atroces, nos sentimos desarmados y no encontramos las palabras adecuadas. Ante un hermano o hermana sumido en el misterio de la Cruz, el silencio respetuoso y compasivo, nuestra presencia apoyada por la oración, una mirada, una sonrisa, pueden valer más que tantos razonamientos. Un pequeño grupo de hombres y mujeres vivió esta experiencia, entre ellos la Virgen María y el Apóstol Juan, que siguieron a Jesús hasta el culmen de su sufrimiento en su pasión y muerte en la cruz. Entre ellos, nos dice el Evangelio, había un africano, Simón de Cirene. A él le encargaron ayudar a Jesús a llevar su cruz en el camino del Gólgota. Este hombre, aunque involuntariamente, ha ayudado al Hombre de dolores, abandonado por todos y entregado a una violencia ciega. La historia, pues, nos recuerda que un africano, un hijo de vuestro Continente, participó con su propio sufrimiento en la pena infinita de Aquel que ha redimido a todos los hombres, incluidos sus perseguidores. Simón de Cirene no podía saber que tenía ante sí a su Salvador. Fue «reclutado» para ayudar (cf. Mc 15,21); se vio obligado, forzado a hacerlo. Es difícil aceptar llevar la cruz de otro. Sólo después de la resurrección pudo entender lo que había hecho. Así sucede con cada uno de nosotros, hermanos y hermanas: en la cúspide de la desesperación, de la rebelión, Cristo nos propone su presencia amorosa, aunque cueste entender que Él está a nuestro lado. Sólo la victoria final del Señor nos revelará el sentido definitivo de nuestras pruebas. 

[Cada persona que sufre] ayuda a Cristo a llevar su Cruz y asciende con Él al Gólgota para resucitar un día con Él. Al ver la infamia que se le hace a Jesús, contemplando su rostro en la Cruz y reconociendo la atrocidad de su dolor, podemos vislumbrar, por la fe, el rostro radiante del Resucitado que nos dice que el sufrimiento y la enfermedad no tendrán la última palabra en nuestra vida humana. Rezo, queridos hermanos y hermanas, para que os sepáis reconocer en este «Simón de Cirene». Pido, queridos hermanas y hermanos enfermos, que se acerquen también a vuestra cabecera muchos «Simón de Cirene». 

Después de la resurrección, y hasta hoy, hay muchos testigos que se han dirigido, con fe y esperanza, al Salvador de los hombres, reconociendo su presencia en medio de su prueba. El Padre de toda misericordia acoge siempre con benevolencia la oración de quien se dirige a Él. Responde a nuestra invocación y nuestra plegaria como quiere y cuando quiere, para nuestro bien y no según nuestros deseos. A nosotros nos toca discernir su respuesta y acoger como una gracia los dones que nos ofrece. Fijemos nuestros ojos en el Crucificado, con fe y valor, pues de Él proviene la Vida, el consuelo, la sanación. Miremos a Aquel que desea nuestro bien y sabe enjugar las lágrimas de nuestros ojos; aprendamos a abandonarnos en sus brazos como un niño pequeño en los brazos de su madre. 

Los santos nos han dado un buen ejemplo con su vida totalmente entregada a Dios, nuestro Padre. Santa Teresa de Ávila, que había puesto a su nuevo monasterio bajo el patrocinio de San José, fue curada de una enfermedad el mismo día de su fiesta. Decía que nunca le había implorado en vano, y recomendaba a todos los que pensaban que no sabían rezar: «No sé, escribía, cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no le den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro y no errará en el camino» (Vida, VIE 6). Como intercesor por la salud del cuerpo, la santa veía en san José un intercesor para la salud del alma, un maestro de oración, de plegaria. 

Escojámoslo, también nosotros, como maestro de oración. No sólo quienes estamos sanos, sino también vosotros, queridos enfermos, y todas las familias. Pienso sobre todo en los que formáis parte del personal hospitalario, y en todos los que trabajan en el mundo de la sanidad. Al acompañar a los que sufren con vuestra atención y las curas que les dispensáis, practicáis una obra de caridad y amor, que Dios tiene en cuenta: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,40). Corresponde a vosotros, médicos e investigadores, llevar a cabo todo lo que sea legítimo para aliviar el dolor; os compete, en primer lugar, proteger la vida humana, ser defensores de la vida desde su concepción hasta su término natural. Para toda persona, el respeto de la vida es un derecho y, al mismo tiempo, un deber, porque cada vida es un don de Dios. Deseo dar gracias al Señor con vosotros por todos los que, de una u otra manera, trabajan al servicio de las personas que sufren. Animo a los sacerdotes y a quienes visitan a los enfermos a comprometerse de forma activa y amable en la pastoral sanitaria en los hospitales o en asegurar una presencia eclesial a domicilio, para consuelo y apoyo espiritual de los enfermos. Según su promesa, Dios os pagará el salario justo y os recompensará en el cielo. 

(19-03-2009)


  •  Santos

San Francisco de Sales

  «Jesús, acompañado por Santiago y Juan, vino a la casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba acostada con fiebre e inmediatamente se lo dijeron. Él, acercándose, la tomó de la mano y la levantó.» Mc 1, 29-31 

… Por lo que está escrito vemos que los Apóstoles, a saber: Pedro, Andrés, Juan y Santiago, se unieron para pedir la curación de la suegra de Pedro y esto es digno de considerarse ya que esta petición representa la comunión de los santos, por la cual el cuerpo de la Iglesia está de tal modo unido que todos sus miembros participan del bien de cada uno: de ahí viene que todos los cristianos tienen parte en las oraciones y buenas obras que se hacen en la Iglesia… 

En esto consiste esta Comunión de los Santos, representada aquí en la curación de esta enferma, que no fue curada por sus propias oraciones sino por las de los Apóstoles, que pidieron por ella. 

La enferma es admirable; no sólo no va publicando su mal, ni se entretiene en hablar de él, ni cree su deber el llamar a un médico. Y lo que es más extraño, estando en su casa el soberano Médico que podría curarla, no le dice ni palabra, le mira como a su Dios, al que ella pertenece en salud y en enfermedad. Testimonia esta mujer así, que no quiere verse libre de la fiebre hasta que Dios no quiera… 

No basta estar enfermo porque esa es la Voluntad de Dios; hay que llevar la enfermedad como Él quiere y cuanto Él quiera, poniéndonos en sus manos y poniendo en ellas nuestra salud, para que esté también a sus órdenes… 

Su dulzura y su resignación fueron grandes al no alborotar con su enfermedad ni darla a entender con palabras, pues ni al Salvador ni a los que tenía alrededor les dijo que deseaba sanarse antes que estar enferma. Aunque puede ser bueno pedir la salud al que nos la puede dar, si es para mejor servir a nuestro Señor. Pero siempre hay que pedirla con esta condición: si es su voluntad.

San Vicente de Paul

Es bello leer lo que le sucede a la suegra de san Pedro en el Evangelio. Esta buena mujer, estando enferma de una fiebre extraña, escuchó decir que el Señor estaba en Cafarnaún, que hacía grandes milagros, curando a los enfermos, expulsando a los demonios de los poseídos, y otras maravillas. Sabía que su yerno estaba con el Hijo de Dios y podía decirle a san Pedro: » Hijo mío, tu Maestro es poderoso y tiene poder para librarme de esta enfermedad». Algún tiempo después, el Señor vino a su casa, pero ella no demuestra, en absoluto, impaciencia por su dolor; ni se queja, ni pide nada a su yerno, ni al Señor, al que podía decirle: » Sé que tienes poder de curar todo tipo de enfermedades, Señor; ten compasión de mí». Sin embargo no dice nada de todo eso, y nuestro Señor, viendo su indiferencia, mandó a la fiebre dejarla, y en el mismo instante quedó curada. 

En todas las cosas lastimosas que nos llegan, no nos entristezcamos, abandonémoslo todo a la Providencia, y que nos baste que nuestro Señor nos vea y sepa lo que aguantamos por su amor y para imitar los bellos ejemplos que nos dio, particularmente en el huerto de los Olivos, cuando aceptó el cáliz… Porque, aunque hubiera pedido que pasara, si pudiera ser, sin beberlo, añadió en seguida que se cumpliera la voluntad de su Padre (Mt 26,42).

 

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