Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores;  así serán hijos del Padre que está en el cielo


El Levítico dice: «No odiarás de corazón a tu hermano… No te vengarás, ni guardarás rencor… sino que amarás a tu prójimo…» (19,17-18)

+Santo Evangelio

Evangelio según San Mateo 5,43-48. 

Jesús dijo a sus discípulos:

Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.

Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores;

así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.

Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos?

Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?

Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.


+Padres del Iglesia


San Agustín

De sermone Domini, 1, 19

La justicia de los fariseos, que consiste en no traspasar los límites de la venganza, es una justicia inferior. Es principio de la paz, pero la paz perfecta quita toda venganza desde su principio. Así entre lo primero, que es un exceso de la ley (que consiste en devolver más mal que se ha recibido) y la perfección que el Señor manda a sus discípulos (que consiste en no devolver mal por mal), hay un término medio: devolver sólo el mal que se ha recibido, por lo cual se ha de pasar de la suma discordia a la suma concordia. El que causa primero el mal, éste es el que se separa principalmente de la justicia. El que no ofende a nadie al principio pero después de ofendido lesiona más, se separa algún tanto de la suma iniquidad. Y el que devuelve cuanto ha recibido ya concede algo. Es muy justo que el que ofendió primero sea más lesionado. Nuestro Señor Jesucristo que había venido a cumplir la ley, perfeccionó esta justicia empezada, no severa, sino misericordiosa. Nos enseñó que deben conocerse los dos grados que existen entre la justicia antigua y la nueva. Porque hay quien no devuelve tanto, sino menos, y de aquí procede el que no se recompense en manera alguna, lo cual parece poco al Señor, si no estás preparado para hacer aún más. Por lo que no dice, no devolver mal por mal, sino no resistir contra lo malo, para que de este modo, no sólo no devuelvas el mal que se te ha hecho, sino que además no te resistas a que se te cause otro mal. Esto es precisamente lo que se expone de una manera bien clara cuando se dice: «Pero si alguno te hiriere en la mejilla derecha, preséntale también la otra». Que esto pertenece a la verdadera misericordia, lo sienten especialmente aquellos que sirven a los que aman mucho, o a los niños, o a los frenéticos, que tanto padecen con frecuencia, y que, si el bien de los pacientes lo exige, se prestan aún a sufrir más. Enseña, pues, el Señor, como médico de las almas, el que sus discípulos procuren ante todo la salvación de aquéllos, para cuyo bien eran enviados, y que sufriesen con ánimo tranquilo todas sus debilidades. Toda iniquidad, pues, nace de la imbecilidad de alma, porque nada hay más inocente que una persona perfeccionada en la virtud.

San Gregorio Magno

Moralia 22, 11

Guardamos verdaderamente el amor al enemigo, cuando ni su felicidad nos abate ni su ruina nos alegra. No se ama a aquel a quien no se quiere ver mejor, y el que se alegra de la ruina de otro, lo persigue en la fortuna con sus malos deseos. Suele muchas veces suceder, que, aun cuando no se pierda la caridad, la ruina del enemigo nos alegre y su exaltación nos entristezca, aun cuando no estemos manchados con la culpa de la envidia. Como sucede cuando, cayendo él, creemos que algunos podrán levantarse perfectamente, y que, progresando puede oprimir a muchos injustamente. Pero respecto a esto debe procederse con mucha discreción para no dejarnos llevar de nuestros propios resentimientos, bajo el pretexto falaz de la utilidad ajena. Conviene pensar también, qué es lo que debemos a la ruina del pecador y a la justicia del que castiga, pues cuando el Todopoderoso castiga a un perverso, debemos alegrarnos de la justicia del juez y compadecernos de la miseria del que perece.

San Cipriano

Los bienes de la paciencia, 15-16; SC 291

«Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz.»(Ef.4, 2) Con esto enseña que no puede conservarse ni la unidad ni la paz, si no se ayudan mutuamente los hermanos y no mantienen el vínculo de la unidad, con auxilio de la paciencia…

Perdonar a tu hermano que te ha ofendido no sólo setenta veces siete, sino todas las ofensas; que debes amar a tus enemigos, que debes rogar por los adversarios y perseguidores (Mt 5,39.44; 18,22) ¿Podrías acaso sobrellevar todos estos preceptos si no fuera por la fortaleza de la paciencia? Esto lo cumplió, según sabemos, Esteban: siendo asesinado… no pedía venganza para sus asesinos, sino perdón con estas palabras: Señor, no les tengas en cuenta este pecado (Hech 7, 60). Tal convenía que fuese el primer mártir de Cristo… no sólo se hiciese el pregonero de la pasión del Señor, sino su imitador en la inmensa mansedumbre y paciencia.

¿Qué diré de la ira, de la discordia, de las enemistades, que no deben tener cabida en el cristiano? Haya paciencia en el corazón y estas pasiones no entrarán en él… El apóstol Pablo nos advierte de eso: «No entristezcais al Santo Espíritu de Dios… eliminad de vuestra vida todo lo que es amargura, ira, cólera, insultos» (Ef. 4,30-31). Si el cristiano escapa a los extravíos y a los asaltos de nuestra naturaleza caída, como de un mar en furia, si se establece en el puerto de Cristo, en la paz y la calma, no debe admitir en su corazón cólera ni discordia. No le está permitido devolver mal por mal (Rm 12,17), ni dar cabida al odio.


+Catecismo


1693: Cristo Jesús hizo siempre lo que agradaba al Padre. Vivió siempre en perfecta comunión con Él. De igual modo sus discípulos son invitados a vivir bajo la mirada del Padre «que ve en lo secreto» para ser «perfectos como el Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

1694: Incorporados a Cristo por el Bautismo, los cristianos están «muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,11), participando así en la vida del Resucitado. Siguiendo a Cristo y en unión con Él, los cristianos pueden ser «imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor» (Ef 5,1), conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con «los sentimientos que tuvo Cristo» (Flp 2,5) y siguiendo sus ejemplos.

1695: «Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1Cor 6,11), «santificados y llamados a ser santos» (1Cor 1,2), los cristianos se convierten en «el templo del Espíritu Santo». Este «Espíritu del Hijo» les enseña a orar al Padre y, haciéndose vida en ellos, les hace obrar para dar «los frutos del Espíritu» (Gál 5,22) por la caridad operante. Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una transformación espiritual, nos ilumina y nos fortalece para vivir como «hijos de la luz» (Ef 5,8), «por la bondad, la justicia y la verdad» en todo (Ef 5,9).

2013: «Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad». Todos son llamados a la santidad: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48):

Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos.

2842: «Sed perfectos “como” es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48); «Sed misericordiosos, “como” vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36); «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida «del fondo del corazón», en la santidad, en la misericordia y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es «nuestra vida» (Gál 5,25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús. Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente “como” nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).


+Pontífices


Papa Francisco

«Que tu ayuda, Padre misericordioso, nos haga siempre atentos a la voz del Espíritu» (Colecta).

Esta oración del principio de la Misa indica una actitud fundamental: la escucha del Espíritu Santo, que vivifica la Iglesia y el alma. Con su fuerza creadora y renovadora, el Espíritu sostiene siempre la esperanza del Pueblo de Dios en camino a lo largo de la historia, y sostiene siempre, como Paráclito, el testimonio de los cristianos. En este momento, todos nosotros, junto con los nuevos cardenales, queremos escuchar la voz del Espíritu, que habla a través de las Escrituras que han sido proclamadas.

En la Primera Lectura ha resonado el llamamiento del Señor a su pueblo: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2). Y Jesús, en el Evangelio, replica: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Estas palabras nos interpelan a todos nosotros, discípulos del Señor; y hoy se dirigen especialmente a mí y a vosotros, queridos hermanos cardenales, sobre todo a los que ayer habéis entrado a formar parte del Colegio Cardenalicio. Imitar la santidad y la perfección de Dios puede parecer una meta inalcanzable. Sin embargo, la Primera Lectura y el Evangelio sugieren ejemplos concretos de cómo el comportamiento de Dios puede convertirse en la regla de nuestras acciones. Pero recordemos todos, recordemos que, sin el Espíritu Santo, nuestro esfuerzo sería vano. La santidad cristiana no es en primer término un logro nuestro, sino fruto de la docilidad ―querida y cultivada― al Espíritu del Dios tres veces Santo.

El Levítico dice: «No odiarás de corazón a tu hermano… No te vengarás, ni guardarás rencor… sino que amarás a tu prójimo…» (19,17-18). Estas actitudes nacen de la santidad de Dios. Nosotros, sin embargo, normalmente somos tan diferentes, tan egoístas y orgullosos…; pero la bondad y la belleza de Dios nos atraen, y el Espíritu Santo nos puede purificar, nos puede transformar, nos puede modelar día a día. Hacer este trabajo de conversión, conversión en el corazón, conversión que todos nosotros –especialmente vosotros cardenales y yo– debemos hacer. ¡Conversión!

También Jesús nos habla en el Evangelio de la santidad, y nos explica la nueva ley, la suya. Lo hace mediante algunas antítesis entre la justicia imperfecta de los escribas y los fariseos y la más alta justicia del Reino de Dios. La primera antítesis del pasaje de hoy se refiere a la venganza. «Habéis oído que se os dijo: «Ojo por ojo, diente por diente». Pues yo os digo: …si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra» (Mt 5,38-39). No sólo no se ha devolver al otro el mal que nos ha hecho, sino que debemos de esforzarnos por hacer el bien con largueza.

La segunda antítesis se refiere a los enemigos: «Habéis oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo». Yo, en cambio, os digo: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen» (vv. 43-44). A quien quiere seguirlo, Jesús le pide amar a los que no lo merecen, sin esperar recompensa, para colmar los vacíos de amor que hay en los corazones, en las relaciones humanas, en las familias, en las comunidades y en el mundo. Queridos hermanos, Jesús no ha venido para enseñarnos los buenos modales, las formas de cortesía. Para esto no era necesario que bajara del cielo y muriera en la cruz. Cristo vino para salvarnos, para mostrarnos el camino, el único camino para salir de las arenas movedizas del pecado, y este camino de santidad es la misericordia, que Él ha tenido y tiene cada día con nosotros. Ser santos no es un lujo, es necesario para la salvación del mundo. Esto es lo que el Señor nos pide.

Queridos hermanos cardenales, el Señor Jesús y la Madre Iglesia nos piden testimoniar con mayor celo y ardor estas actitudes de santidad. Precisamente en este suplemento de entrega gratuita consiste la santidad de un cardenal. Por tanto, amemos a quienes nos contrarían; bendigamos a quien habla mal de nosotros; saludemos con una sonrisa al que tal vez no lo merece; no pretendamos hacernos valer, contrapongamos más bien la mansedumbre a la prepotencia; olvidemos las humillaciones recibidas. Dejémonos guiar siempre por el Espíritu de Cristo, que se sacrificó a sí mismo en la cruz, para que podamos ser «cauces» por los que fluye su caridad. Esta es la actitud, este debe ser el comportamiento de un cardenal. El cardenal –lo digo especialmente a vosotros– entra en la Iglesia de Roma, hermanos, no en una corte. Evitemos todos y ayudémonos unos a otros a evitar hábitos y comportamientos cortesanos: intrigas, habladurías, camarillas, favoritismos, preferencias. Que nuestro lenguaje sea el del Evangelio: «Sí, sí; no, no»; que nuestras actitudes sean las de las Bienaventuranzas, y nuestra senda la de la santidad. Pidamos nuevamente: «Que tu ayuda, Padre misericordioso, nos haga siempre atentos a la voz del Espíritu».

El Espíritu Santo nos habla hoy por las palabras de san Pablo: «Sois templo de Dios…; santo es el templo de Dios, que sois vosotros» (cf. 1 Co 3,16-17). En este templo, que somos nosotros, se celebra una liturgia existencial: la de la bondad, del perdón, del servicio; en una palabra, la liturgia del amor. Este templo nuestro resulta como profanado si descuidamos los deberes para con el prójimo. Cuando en nuestro corazón hay cabida para el más pequeño de nuestros hermanos, es el mismo Dios quien encuentra puesto. Cuando a ese hermano se le deja fuera, el que no es bien recibido es Dios mismo. Un corazón vacío de amor es como una iglesia desconsagrada, sustraída al servicio divino y destinada a otra cosa.

Queridos hermanos cardenales, permanezcamos unidos en Cristo y entre nosotros. Os pido vuestra cercanía con la oración, el consejo, la colaboración. Y todos vosotros, obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y laicos, uníos en la invocación al Espíritu Santo, para que el Colegio de Cardenales tenga cada vez más ardor pastoral, esté más lleno de santidad, para servir al evangelio y ayudar a la Iglesia a irradiar el amor de Cristo en el mundo.  (Homilía, 23-02-2014)

Benedicto XVI

En este séptimo domingo del tiempo ordinario, las lecturas bíblicas nos hablan de la voluntad de Dios de hacer partícipes a los hombres de su vida: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo», se lee en el libro del Levítico (19, 1). Con estas palabras, y los preceptos que se siguen de ellas, el Señor invitaba al pueblo que se había elegido a ser fiel a la alianza con él caminando por sus senderos, y fundaba la legislación social sobre el mandamiento «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18). Y si escuchamos a Jesús, en quien Dios asumió un cuerpo mortal para hacerse cercano a cada hombre y revelar su amor infinito por nosotros, encontramos esa misma llamada, ese mismo objetivo audaz. En efecto, dice el Señor: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). ¿Pero quién podría llegar a ser perfecto? Nuestra perfección es vivir como hijos de Dios cumpliendo concretamente su voluntad. San Cipriano escribía que «a la paternidad de Dios debe corresponder un comportamiento de hijos de Dios, para que Dios sea glorificado y alabado por la buena conducta del hombre» (De zelo et livore, 15: ccl 3a, 83).

¿Cómo podemos imitar a Jesús? Él dice: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5, 44-45). Quien acoge al Señor en su propia vida y lo ama con todo su corazón es capaz de un nuevo comienzo. Logra cumplir la voluntad de Dios: realizar una nueva forma de vida animada por el amor y destinada a la eternidad. El apóstol san Pablo añade: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Co 3, 16). Si de verdad somos conscientes de esta realidad, y nuestra vida es profundamente plasmada por ella, entonces nuestro testimonio es claro, elocuente y eficaz. Un autor medieval escribió: «Cuando todo el ser del hombre se ha mezclado, por decirlo así, con el amor de Dios, entonces el esplendor de su alma se refleja también en el aspecto exterior» (Juan Clímaco, Scala Paradisi, XXX: pg 88, 1157 B), en la totalidad de su vida. «Gran cosa es el amor —leemos en el libro de la Imitación de Cristo—, y bien sobremanera grande; él solo hace ligero todo lo pesado, y lleva con igualdad todo lo desigual. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido de ninguna cosa baja. Nace de Dios y sólo en Dios puede encontrar descanso» (III, v, 3).  (Ángelus, 20-02-2011)


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