«¿Quién dice la gente que soy yo?»

+SANTO EVANGELIO

San Lucas 9, 18-24: “Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho”

Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó:

— «¿Quién dice la gente que soy yo?».

Ellos contestaron:

— «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas».

Él les preguntó:

— «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?».

Pedro tomó la palabra y dijo:

— «Tú eres el Mesías de Dios».

Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió:

— «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser re­chazado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser eje­cutado y resucitar al tercer día».

Y, dirigiéndose a todos, dijo:

— «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí la salvará».

+PADRES DE LA IGLESIA

San Agustín: Esto que nos ha mandado el Señor: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”, parece duro y penoso. Pero no es ni duro ni penoso, porque el que lo manda es el mismo que nos ayuda a realizar lo que nos manda. Porque si es verdad la palabra del salmo “según tus mandatos yo me he mantenido en la senda establecida” (Sal 16, 4), también es una palabra verdadera la que ha dicho Jesús: “Mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11, 30). Porque todo lo que es duro en el mandato, el amor hace que se convierta en suave. Sabemos bien de qué prodigios es capaz el amor. A veces el amor es de mal gusto y disoluto; pero, ¡cuántas dificultades soportan los hombres, cuántos tratos indignos e insoportables sufren para llegar a lo que aman!».

Que nadie dude, si es cristiano, que incluso ahora los muertos resucitarán. Ciertamente que todo persona tiene ojos a través de los cuales puede ver muertos que resucitan de la misma manera que resucitó el hijo de esta viuda de la que se habla en el evangelio. Pero no todos pueden ver resucitar a los hombres que están espiritualmente muertos; para ello es preciso estar ya interiormente resucitado. Es mucho más importante resucitar a alguno que ha de vivir para siempre que resucitar a alguien que debe morir de nuevo.

San Cirilo: Separado el Señor de los pueblos y colocado aparte, se consagró a la oración. Por esto dice: «Y aconteció que estando solo orando», etc. Se constituía así en modelo de sus discípulos, enseñándoles la dulce práctica de los dogmas doctrinales. Comprendo en esto que es muy conveniente que los obispos precedan también en méritos a sus diocesanos, ocupados asiduamente en las cosas necesarias y tratando aquellas que agradan a Dios.

La causa de la oración pudo asustar a los discípulos. Veían con los ojos de la carne que oraba Aquel a quien antes habían visto hacer milagros con autoridad divina. Y con objeto de quitarles la turbación, les pregunta, no porque ignorara las alabanzas de los de fuera, sino para separarlos de la opinión de los demás e infundirles la verdadera fe. Por ello sigue el Evangelista: «Y les preguntó, diciendo: ¿Quién dicen las gentes que soy?”

Observa, pues, la prudencia de la pregunta. Los dirige primero a las alabanzas exteriores, a fin de refutarlas y producir en ellos la verdadera opinión; por esto, habiendo los discípulos expuesto la opinión del pueblo, les pregunta por la suya, cuando añade: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» ¡Oh! y cuán importante es aquella palabra vosotros. Los distingue de la muchedumbre, a fin de que eviten sus opiniones, como diciendo: Vosotros, que habéis sido llamados por Mí al apostolado, y que sois testigos de mis milagros, ¿quién decís que soy yo? San Pedro se anticipó a los demás y se convierte en representante de todo el Colegio Apostólico, y pronuncia palabras de amor divino, y hace la profesión de su fe, cuando dice: «Respondiendo Simón Pedro, dijo: el Cristo de Dios». No dijo sencillamente que era Cristo de Dios, sino con el artículo el Cristo, como dice el texto griego. Pues muchos, divinamente ungidos, fueron llamados cristos, en diversos sentidos. Los unos recibieron la unción de reyes, los otros de profetas. Nosotros mismos, que recibimos la unción del Espíritu Santo por el Cristo, hemos obtenido el nombre de Cristo. Mas uno sólo es el Cristo de Dios y del Padre, como que tiene sólo por Padre propio a Aquel que está en los cielos. Y así San Lucas concuerda con este pasaje de San Mateo, que hace decir a Pedro: «Tú eres el Cristo, Hijo de Dios vivo» ( Mt 16,16); pero, abreviando, le hace decir: «Tú eres el Cristo de Dios”.

Mas debe advertirse que San Pedro obró con mucha prudencia, confesando que Jesucristo era uno solo, contra aquellos que presumen dividir al Emmanuel en dos cristos 1. Además, no les preguntó diciendo: «¿Quién dicen los hombres que es el Divino Verbo?», sino el Hijo del hombre. A quien San Pedro confesó que era el Hijo de Dios. Por ello fue tan admirado y considerado digno de especiales honores, porque, aunque sólo veía en el Salvador una persona como nosotros, creyó que era el Hijo del Padre. Es decir, que el Verbo, que procede de la sustancia del Padre, se hizo hombre.

+CATECISMO DE LA IGLESIA

436: Cristo viene de la traducción griega del término hebreo “Mesías” que quiere decir “ungido”. No pasa a ser nombre propio de Jesús sino porque Él cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Éste era el caso de los reyes, de los sacerdotes y, excepcionalmente, de los profetas. Éste debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino. El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor a la vez como rey y sacerdote, pero también como profeta. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey.

618: La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1 Tim 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada «se ha unido en cierto modo con todo hombre», Él «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual». Él llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16, 24) porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 Pe 2, 21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor: Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al Cielo (Sta. Rosa de Lima).

1502: El hombre del Antiguo Testamento vive la enfermedad de cara a Dios. Ante Dios se lamenta por su enfermedad y de Él, que es el Señor de la vida y de la muerte, implora la curación (ver Sal 6, 3; Is 38). La enfermedad se convierte en camino de conversión (ver Sal 38, 5; 39, 9.12) y el perdón de Dios inaugura la curación (ver Sal 32, 5; 107, 20; Mc 2, 5-12). Israel experimenta que la enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal; y que la fidelidad a Dios, según su Ley, devuelve la vida: «Yo, el Señor, soy el que te sana» (Éx 15, 26). El profeta entrevé que el sufrimiento puede tener también un sentido redentor por los pecados de los demás (ver Is 53, 11). Finalmente, Isaías anuncia que Dios hará venir un tiempo para Sión en que perdonará toda falta y curará toda enfermedad (ver Is 33, 24).

1505: Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8, 17). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el «pecado del mundo» (Jn 1, 29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora.

+Pontífices

San Juan Pablo II:

«¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9, 18).

Jesús planteó un día esta pregunta a los discípulos que iban de camino con él. Y a los cristianos que avanzan por los caminos de nuestro tiempo les hace también esa pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo?

Como sucedió hace dos mil años en un lugar apartado del mundo conocido de entonces, también hoy con respecto a Jesús hay diversidad de opiniones. Algunos le atribuyen el título de profeta. Otros lo consideran una personalidad extraordinaria, un ídolo que atrae a la gente. Y otros incluso lo creen capaz de iniciar una nueva era.

«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9, 20). Esta pregunta no admite una respuesta «neutral». Exige una opción de campo y compromete a todos. También hoy Cristo pregunta: vosotros, católicos de Austria; vosotros, cristianos de este país; vosotros, ciudadanos, ¿quién decís que soy yo?

La pregunta brota del corazón mismo de Jesús. Quien abre su corazón quiere que la persona que tiene delante no responda sólo con la mente. La pregunta procedente del corazón de Jesús debe tocar nuestro corazón. ¿Quién soy yo para vosotros? ¿Qué represento yo para vosotros? ¿Me conocéis de verdad? ¿Sois mis testigos? ¿Me amáis?

Entonces Pedro, portavoz de los discípulos, respondió: Nosotros creemos que tú eres «el Cristo de Dios» (Lc 9, 20). El evangelista Mateo refiere la profesión de Pedro más detalladamente: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Hoy el Papa, como sucesor del Apóstol Pedro por voluntad divina, profesa en nombre vuestro y juntamente con vosotros: Tú eres el Mesías de Dios, tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.

A lo largo de los siglos, se ha buscado continuamente la profesión de fe más adecuada. Demos gracias a san Pedro, pues sus palabras han resultado normativas.

Con ellas se deben medir los esfuerzos de la Iglesia, que trata de expresar en el tiempo lo que representa para ella Cristo. En efecto, no basta la profesión hecha con los labios. El conocimiento de la Escritura y de la Tradición es importante; el estudio del catecismo es muy útil; pero, ¿de qué sirve todo esto si la fe del conocimiento carece de obras?

La profesión de fe en Cristo invita al seguimiento de Cristo. La adecuada profesión de fe debe ser confirmada con una vida santa. La ortodoxia exige la ortopraxis. Ya desde el inicio Jesús puso de manifiesto a sus discípulos esta verdad exigente. En efecto, apenas había acabado Pedro de hacer una extraordinaria profesión de fe, él y los demás discípulos escuchan de labios de Jesús lo que él, el Maestro, espera de ellos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 23).

Ahora todo es igual que al inicio: Jesús no busca personas que lo aclamen; quiere personas que lo sigan.

Queridos hermanos y hermanas, quien reflexiona sobre la historia de la Iglesia con los ojos del amor, descubre con gratitud que, a pesar de todos los defectos y de todas las sombras, ha habido y sigue habiendo por doquier hombres y mujeres cuya existencia pone de relieve la credibilidad del Evangelio.

Queridos hermanos y hermanas, «¿vosotros quién decís que soy yo?

Dentro de poco haremos la profesión de fe. Además de esta profesión, que nos inserta en la comunidad de los Apóstoles y en la tradición de la Iglesia, así como en la multitud de santos y beatos, debemos dar nuestra respuesta personal. El influjo social del mensaje depende también de la credibilidad de sus mensajeros. En efecto, la nueva evangelización comienza por nosotros, por nuestro estilo de vida.

La Iglesia de hoy no necesita católicos de tiempo parcial, sino cristianos de tiempo completo.

(Plaza de los Héroes de Viena, Domingo 21 de junio de 1998)

Benedicto XVI:  

El Evangelio que hemos escuchado nos presenta un momento significativo del camino de Jesús, en el que pregunta a los discípulos qué piensa la gente de él y cómo lo consideran ellos mismos. Pedro responde en nombre de los Doce con una confesión de fe que se diferencia de forma sustancial de la opinión que la gente tiene sobre Jesús; él, en efecto, afirma: «Tú eres el Cristo de Dios» (cf. Lc 9, 20). ¿De dónde nace este acto de fe? Si vamos al inicio del pasaje evangélico, constatamos que la confesión de Pedro está vinculada a un momento de oración: «Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él» (Lc9, 18). Es decir, los discípulos son incluidos en el ser y hablar absolutamente único de Jesús con el Padre. Y de este modo se les concede ver al Maestro en lo íntimo de su condición de Hijo, se les concede ver lo que otros no ven; del «ser con él», del «estar con él» en oración, deriva un conocimiento que va más allá de las opiniones de la gente, alcanzando la identidad profunda de Jesús, la verdad. 

Aquí se nos da una indicación bien precisa para la vida y la misión del sacerdote: en la oración está llamado a redescubrir el rostro siempre nuevo del Señor y el contenido más auténtico de su misión. Solamente quien tiene una relación íntima con el Señor es aferrado por él, puede llevarlo a los demás, puede ser enviado. Se trata de un «permanecer con él» que debe acompañar siempre el ejercicio del ministerio sacerdotal; debe ser su parte central, también y sobre todo en los momentos difíciles, cuando parece que las «cosas que hay que hacer» deben tener la prioridad. Donde estemos, en cualquier cosa que hagamos, debemos «permanecer siempre con él». 

Quiero subrayar un segundo elemento del Evangelio de hoy. Inmediatamente después de la confesión de Pedro, Jesús anuncia su pasión y resurrección, y tras este anuncio imparte una enseñanza relativa al camino de los discípulos, que consiste en seguirlo a él, el Crucificado, seguirlo por la senda de la cruz. Y añade después —con una expresión paradójica— que ser discípulo significa «perderse a sí mismo», pero para volverse a encontrar plenamente a sí mismo (cf. Lc 9, 22-

24). ¿Qué significa esto para cada cristiano, pero sobre todo qué significa para un sacerdote? El seguimiento, pero podríamos tranquilamente decir: el sacerdocio jamás puede representar un modo para alcanzar la seguridad en la vida o para conquistar una posición social. El que aspira al sacerdocio para aumentar su prestigio personal y su poder entiende mal en su raíz el sentido de este ministerio. Quien quiere sobre todo realizar una ambición propia, alcanzar el éxito personal, siempre será esclavo de sí mismo y de la opinión pública. Para ser tenido en consideración deberá adular; deberá decir lo que agrada a la gente; deberá adaptarse al cambio de las modas y de las opiniones y, así, se privará de la relación vital con la verdad, reduciéndose a condenar mañana aquello que había alabado hoy. Un hombre que plantee así su vida, un sacerdote que vea de esta forma su ministerio, no ama verdaderamente a Dios y a los demás; sólo se ama a sí mismo y, paradójicamente, termina por perderse a sí mismo. El sacerdocio —recordémoslo siempre— se funda en la valentía de decir sí a otra voluntad, con la conciencia, que debe crecer cada día, de que precisamente conformándose a la voluntad de Dios, «inmersos» en esta voluntad, no sólo no será cancelada nuestra originalidad, sino que, al contrario, entraremos cada vez más en la verdad de nuestro ser y de nuestro ministerio. 

Queridos ordenandos, quiero proponer a vuestra reflexión un tercer pensamiento, estrechamente relacionado con el que acabo de exponer: la invitación de Jesús a «perderse a sí mismo», a tomar la cruz, remite al misterio que estamos celebrando: la Eucaristía. Hoy, con el sacramento del Orden, se os concede presidir la Eucaristía. Se os confía el sacrificio redentor de Cristo; se os confía su cuerpo entregado y su sangre derramada. Ciertamente, Jesús ofrece su sacrificio, su entrega de amor humilde y completo a la Iglesia, su Esposa, en la cruz. Es en ese leño donde el grano de trigo que el Padre dejó caer sobre el campo del mundo muere para convertirse en fruto maduro, dador de vida. Pero, en el plan de Dios, esta entrega de Cristo se hace presente en la Eucaristía gracias a la potestas sacra que el sacramento del Orden os confiera a vosotros, los presbíteros. Cuando celebramos la santa misa tenemos en nuestras manos el pan del cielo, el pan de Dios, que es Cristo, grano partido para multiplicarse y convertirse en el verdadero alimento de vida para el mundo. Es algo que no puede menos de llenaros de íntimo asombro, de viva alegría y de inmensa gratitud: el amor y el don de Cristo crucificado y glorioso ya pasan a través de vuestras manos, de vuestra voz y de vuestro corazón. Es una experiencia siempre nueva de asombro ver que en mis manos, en mi voz, el Señor realiza este misterio de su presencia.

(Ordenación Presbiteral, 20 de junio de 2010)


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