Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios

+Santo Evangelio

Evangelio según San Mateo 21,28-32. 

Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: 

«¿Qué les parece? Un hombre tenía dos hijos y, dirigiéndose al primero, le dijo: ‘Hijo, quiero que hoy vayas a trabajar a mi viña’. 

El respondió: ‘No quiero’. Pero después se arrepintió y fue. 

Dirigiéndose al segundo, le dijo lo mismo y este le respondió: ‘Voy, Señor’, pero no fue. 

¿Cuál de los dos cumplió la voluntad de su padre?». «El primero», le respondieron. Jesús les dijo: «Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios. 

En efecto, Juan vino a ustedes por el camino de la justicia y no creyeron en él; en cambio, los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Pero ustedes, ni siquiera al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él». 


+Padres de la Iglesia:


 

San Jerónimo

Son los dos hijos descritos en la parábola de Lucas ( cf. Lc 15,11-32), uno sobrio y otro disoluto, de los que también habla el profeta Zacarías (11,7). Primero se le dice al pueblo pagano por el conocimiento de la ley natural: “ve y trabaja en mi viña”, es decir, no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti. Él respondió con soberbia: “no quiero”. Sin embargo, después de la venida del Salvador, hizo penitencia, trabajó en la viña de Dios y reparó con su esfuerzo la obstinación de sus palabras. El segundo hijo es el pueblo judío, que respondió a Moisés: “haremos todo lo que ha dicho el Señor” (Ex. 24,3), pero no fue a la viña, porque después de haber muerto el hijo del padre de familia se consideró heredero.Por esto creen algunos que esta parábola no se refiere a los gentiles ni a los judíos, sino simplemente a los pecadores y a los justos. Porque aquéllos se negaron a servir a su señor, obrando mal contra él y después recibieron de San Juan el bautismo de la penitencia, mientras que los fariseos, que llevaban por delante la justicia de Dios y se jactaban de cumplir la Ley, menospreciando el bautismo, no cumplieron la voluntad divina.

San Juan Crisostomo

‘Nadie, por ende, de los que se hallan en pecado, desespere; nadie tampoco, de los que practican la virtud, se adormezca ni se fíe de su virtud, pues muchas veces le pasará delante una ramera. Ni tampoco el pecador desespere, pues muy posible es que también él pase delante a los primeros. Escuchad lo que dice Dios a Jerusalén: Díjele después de cometer todas estas impurezas: Conviértete, y no se convirtió. Lo que quiere decir que, por lo menos cuando nos volvemos al ardiente amor de Dios, Dios no nos echa ya en cara lo pasado. No es Dios como los hombres. Dios, si nos arrepentimos, no nos reprocha lo pasado ni nos dice: ¿Cómo te descuidaste durante tanto tiempo? Si nos volvemos a Él, nos ama. Lo que cumple es que nos volvamos debidamente. Unámonos, pues, con Él ardientemente, clavemos nuestros corazones con su temor. Conversiones así no sólo se han dado en el Antiguo, sino también en el Nuevo Testamento. ¿Quién fue peor que Manasés? Y, sin embargo, pudo hacerse a Dios propicio. ¿Quién más afortunado que Salomón? Y, sin embargo, por haberse adormecido, cayó.

Orígenes

De esto se desprende que el Señor habló en esta parábola a aquéllos que ofrecen poco o nada, pero que lo manifiestan con sus acciones, y en contra de aquéllos que ofrecen mucho y que nada hacen de lo que ofrecen.

Mas por esto no puede decirse que el pueblo judío no entrará alguna vez en el reino de Dios, sino que cuando hayan entrado todos los gentiles, entonces entrará el pueblo de Israel


+ Catecismo


2824: En Cristo, y por medio de su voluntad humana, la voluntad del Padre fue cumplida perfectamente y de una vez por todas. Jesús dijo al entrar en el mundo: «He aquí que yo vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad» (Heb 10,7; Sal 40,7). Sólo Jesús puede decir: «Yo hago siempre lo que le agrada a Él» (Jn 8,29). En la oración de su agonía, acoge totalmente esta Voluntad: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42). He aquí por qué Jesús «se entregó a sí mismo por nuestros pecados según la voluntad de Dios» (Gál 1,4). «Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10,10).

2825: Jesús, «aun siendo Hijo, con lo que padeció, experimentó la obediencia» (Heb 5,8). ¡Con cuánta más razón la deberemos experimentar nosotros, criaturas y pecadores, que hemos llegado a ser hijos de adopción en Él! Pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, su designio de salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que agrada al Padre (ver Jn 8,29):

Adheridos a Cristo, podemos llegar a ser un solo espíritu con Él, y así cumplir su voluntad: de esta forma ésta se hará tanto en la tierra como en el cielo (Orígenes, or. 26).

2826: Por la oración, podemos «discernir cuál es la voluntad de Dios» (Rom 12,2; Ef 5,17) y obtener «constancia para cumplirla» (Heb 10,36). Jesús nos enseña que se entra en el Reino de los Cielos, no mediante palabras, sino «haciendo la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21).

2611: La oración de fe no consiste solamente en decir «Señor, Señor», sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre (Mt 7,21). Jesús invita a sus discípulos a llevar a la oración esta voluntad de cooperar con el Plan divino.


+Pontífices


Papa Francisco

A los que se arrepienten, a quienes son capaces de reconocer: «Sí, somos pecadores», el Señor reserva el perdón y dirige esta palabra, que es una de las palabras llenas de esperanza del Antiguo Testamento: “Dejaré en ti un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el Nombre del Señor”.

Aquí se distinguen las tres características del pueblo fiel de Dios: humildad, pobreza y confianza en el Señor. Y es precisamente esta la senda de la salvación. 

Quienes, en cambio, no escuchan la voz del Señor, no aceptan la corrección, no confian en el Señor, no pueden recibir la salvación: se cierran, ellos mismos, a la salvación.

Cuando vemos el santo pueblo de Dios que es humilde, que tiene sus riquezas en la fe en el Señor, en la confianza en el Señor; el pueblo humilde y pobre que confía en el Señor, entonces encontramos a los salvados; y este es el camino que debe recorrer la Iglesia. 

En el Evangelio de hoy, Jesús propone a los jefes de los sacerdotes, a los ancianos del pueblo, a todo ese “grupo” de gente que le declaraba la guerra, un problema sobre el cual reflexionar. Les presenta el caso de los dos hijos a quienes el padre les pide que vayan a trabajar a la viña. Uno responde: «No voy». Pero luego va. El otro, en cambio, dice: «Sí, papá», pero después reflexiona y no va, no obedece.

Jesús pregunta a sus interlocutores: ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre? ¿El primero, el que había dicho que no, ese joven rebelde que luego pensó en su padre y decidió obedecer, o el segundo? 

Así llega el juicio: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios». Ellos serán los primeros. 

Y explica así el motivo: «Vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis». ¿Qué hizo esta gente para merecer tal juicio? No escuchó la voz del Señor, no aceptó la corrección, no confió en el Señor.

Alguien podría decir: «Pero padre, qué escándalo que Jesús diga esto, que los publicanos, que son traidores a la patria porque cobraban los impuestos para pagar a los romanos, precisamente ellos irán los primeros al reino de los cielos. ¿Y lo mismo sucederá con las prostitutas, que son mujeres de descarte?» «¿Señor Tú has enloquecido? Nosotros somos puros, somos católicos, comulgamos cada día, vamos a Misa». 

Sin embargo, precisamente ellos serán los primeros si tu corazón no es un corazón que se arrepiente. Y si tú no escuchas al Señor, si no aceptas la corrección y no confías en Él, no tienes un corazón arrepentido.

El Señor no quiere a estos hipócritas que se escandalizaban de lo que decía Jesús sobre los publicanos y las prostitutas, pero luego a escondidas iban a ellos, o para desahogar sus pasiones o para hacer negocios. Se consideraban «puros», pero en realidad el Señor así no los quiere. 

Este juicio sobre el cual la liturgia de hoy nos hace pensar. Pero es, de todos modos, un juicio que da esperanza al mirar nuestros pecados. Todos, en efecto, somos pecadores. Cada uno de nosotros conoce bien la lista de los propios pecados, y podemos decir: «Señor te entrego mis pecados, la única cosa que podemos ofrecerte».

Había un santo que era muy generoso y ofrecía todo al Señor: lo que el Señor le pedía, él lo hacía. Lo escuchaba siempre y cumplía siempre su voluntad. Y el Señor en una ocasión le dijo: «Tú aún no me has dado una cosa». Y él, que era tan bueno, respondió: «Pero Señor, ¿qué cosa no te he dado? Te he dado mi vida, trabajo por los pobres, trabajo en la catequesis, trabajo aquí, trabajo allí…». Así, el Señor le salió al encuentro: «Tú aún no me has dado una cosa». Pero, «¿qué cosa Señor?», repitió el santo. «Tus pecados», concluyó el Señor.

He aquí la lección: cuando nosotros seamos capaces de decir al Señor: “Señor, estos son mis pecados, no son los de este o los de aquel… son los míos. Tómalos Tú. Así estaré salvado”, entonces seremos ese hermoso pueblo, pueblo humilde y pobre que confía en el Nombre del Señor.

(Homilía en Santa Marta 16-12-2014, adaptada de L’Osservatore Romano)


Benedicto XVI

El hombre de por sí está tentado de oponerse a la voluntad de Dios, de tener la intención de seguir su propia voluntad, de sentirse libre sólo si es autónomo; opone su propia autonomía contra la heteronomía de seguir la voluntad de Dios. Este es todo el drama de la humanidad. Pero en verdad esta autonomía es errónea y este entrar en la voluntad de Dios no es una oposición a uno mismo, no es una esclavitud que violenta mi voluntad, sino que es entrar en la verdad y en el amor, en el bien. Y Jesús atrae nuestra voluntad, que se opone a la voluntad de Dios, que busca la autonomía, atrae esta voluntad nuestra a lo alto, hacia la voluntad de Dios. Este es el drama de nuestra redención, que Jesús atrae a lo alto nuestra voluntad, toda nuestra aversión contra la voluntad de Dios y nuestra aversión contra la muerte y el pecado, y la une con la voluntad del Padre: «No se haga mi voluntad sino la tuya”. En esta transformación del «no» en «sí», en esta inserción de la voluntad de la criatura en la voluntad del Padre, Él transforma la humanidad y nos redime. Y nos invita a entrar en este movimiento suyo: salir de nuestro «no» y entrar en el «sí» del Hijo. Mi voluntad existe, pero la decisiva es la voluntad del Padre, porque ésta es la verdad y el amor. (Benedicto XVI, 20 de abril de 2011).


San Juan Pablo II

En todos los tiempos, hasta hoy, es el Espíritu Santo el que permite empañar todas las facultades y recursos, emplear todos los talentos, gastar y, si fuera necesario, consumir toda la vida en la misión recibida. Es el Espíritu Santo el que obra maravillas en la acción apostólica de los hombres de Dios y de la Iglesia, a los que él elige e impulsa. Es, sobre todo, el Espíritu Santo el que asegura la eficacia de semejante acción, cualquiera que sea la medida de la capacidad humana de los llamados. San Pablo lo decía en la primera carta a los Corintios, hablando de su misma predicación como de una “demostración del Espíritu y del poder” (1 Co 2, 4) de un apostolado realizado, por tanto, “de palabra y de obra, en virtud de señales y prodigios, en virtud del Espíritu de Dios” (Rm 15, 18-19). Pablo atribuye el valor de su obra de evangelización a este poder del Espíritu.

Incluso entre las dificultades, a veces enormes, que se encuentran en el apostolado, es el Espíritu Santo el que da la fuerza para perseverar, renovando el valor y socorriendo a quienes sienten la tentación de renunciar al cumplimiento de su misión. Es la experiencia ya realizada en la primera comunidad cristiana, en la que los hermanos, sometidos a las persecuciones de los adversarios de la fe, suplicaban: “Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía” (Hch 4, 29). Y “acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía” (Hch 4, 31).

6. Es el Espíritu Santo el que sostiene a los que sufren persecución, a quienes Jesús mismo promete: “El Espíritu de vuestro Padre hablará en vosotros” (Mt 10, 20). Sobre todo el martirio, que el Concilio Vaticano II define como “don eximio y la suprema prueba de amor”, es un acto heroico de fortaleza, inspirado por el Espíritu Santo (cf. Lumen Gentium, 42). Lo demuestran los santos y santas mártires de todas las épocas, que fueron al encuentro de la muerte por la abundancia de la caridad que ardía en sus corazones. Santo Tomás, que examina un buen número de casos de mártires antiguos – incluso de niñas de tierna edad – y los textos de los Padres que guardan relación con ellos, concluye que el martirio es “el acto humano más perfecto”, porque nace del amor de caridad, cuya perfección destaca en sumo grado (cf. II-II, q. 124. a. 3). Es lo que afirma Jesús mismo en el evangelio: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).  

(AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 26 de junio de 1991)

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